Christopher Priest - La máquina espacial

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Un encuentro casual en un sórdido hotel y un incidente comprometedor en un dormitorio conduce a una aventura imprevista en el tiempo y en el espacio. Es el año 1893, y la prosaica vida de un joven viajante comercial es animada solamente por su ferviente (aunque un tanto distante) interés por el nuevo deporte del automovilismo. Es a través de él como conoce a su amiga, y ella le conduce al laboratorio de Sir William Reynolds, uno de los más eminentes científicos de Inglaterra.
Sir William está construyendo una máquina del tiempo, y desde este descubrimiento hay, sin embargo, un pequeño paso al futuro. Cuando la joven pareja emerge en el siglo XX descubre que una feroz guerra devasta a Inglaterra. Realmente, la guerra mundial de 1903 es sólo el comienzo de una serie de aventuras que culminan en una violenta confrontación con el más cruel intelecto del Universo.

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Se detuvo.

Entonces comenzó a retroceder... con lentitud al principio, más rápido después.

—Estamos viajando hacia atrás en el Tiempo —explicó Amelia, un poco sin aliento—. ¿Puedes ver el reloj, Edward?

—Sí —repuse, observándolo con toda atención—. ¡Sí, puedo!

El segundero se movió hacia atrás durante cuatro minutos, luego comenzó a moverse más despacio. Al acercarse a los cuatro segundos después de las diez menos dieciocho perdió toda su velocidad y se detuvo por completo. Poco después comenzó a moverse hacia adelante normalmente.

—Estamos de vuelta en el momento en que tiré de la palanca —dijo Amelia—. ¿Ves ahora que la Máquina del Tiempo no es un fraude?

Yo permanecía sentado con los brazos alrededor de su cintura, y nuestros cuerpos estaban apretados uno contra otro de la manera más íntima que se pueda imaginar. El cabello de Amelia caía suavemente sobre mi cara, y yo no podía pensar en otra cosa que no fuera su cercanía.

—¡Muéstrame otra vez! —dije, deseando que ese contacto durara una eternidad—. ¡Llévame al futuro!

III

—¿Ves lo que hago? —preguntó Amelia—. Estos cuadrantes se pueden fijar de antemano con exactitud de segundos. Puedo elegir cuántas horas, días o años viajaremos.

Desperté de mis sueños apasionados y observé por encima de su hombro. Vi que señalaba una hilera de pequeños cuadrantes que indicaban los días de la semana, los meses del año... y luego algunos otros que marcaban decenas, cientos y también miles de años.

—Por favor, no fijes una fecha muy adelantada como punto de destino —dije, mirando el último cuadrante—. Todavía tengo que tomar mi tren.

—¡Pero regresaremos al momento de partida, aunque viajáramos cien años!

—Puede ser. No seamos imprudentes.

—Si tienes miedo, Edward, viajaremos sólo hasta mañana.

—No... hagamos un viaje largo. Me has demostrado que la Máquina del Tiempo es segura. ¡Vayamos al siglo próximo!

—Como quieras. Podemos ir al que le sigue, si quieres.

—Tengo interés en el siglo veinte... avancemos primero diez años.

—¿Diez nada más? Eso no tiene nada de aventura.

—Debemos ser sistemáticos —dije, pues aunque no soy timorato, no me agradan las aventuras—. Vayamos primero a 1903, luego a 1913, y así sucesivamente, recorriendo el siglo a intervalos de diez años. Tal vez veremos algunos cambios.

—Bien. ¿Estás listo ya?

—Sí, lo estoy —repuse, volviendo a rodear su cintura con los brazos. Amelia hizo más ajustes en los cuadrantes. Vi que seleccionaba el año 1903, pero los cuadrantes que indicaban los días y los meses estaban muy abajo y yo no los alcanzaba a ver.

—Escogí el 22 de junio. Es el primer mes del verano, de modo que el clima será agradable —dijo Amelia.

Tomó La palanca con las manos, y se enderezó. Yo me afirmé para la partida.

En ese momento, para sorpresa mía, Amelia de pronto se puso de pie y se alejó del asiento.

—Por favor, espera un momento, Edward —dijo.

—¿Adonde vas? —pregunté algo alarmado—. ¡La máquina me llevará en su viaje!

—No hasta que se accione la palanca. Es solo que... Bueno, si vamos a viajar tan lejos, quisiera llevar mi bolso.

—¿Para qué? —exclamé, sin poder creer lo que oía.

Amelia parecía un poco incómoda.

—No sé, Edward. Es que nunca voy a ninguna parte sin mi bolso.

—Entonces también trae tu sombrero —sugerí, riéndome ante tan inesperada demostración de debilidades femeninas.

Salió con rapidez del laboratorio. Miré distraído los cuadrantes durante un momento, luego, siguiendo un impulso, me bajé y fui hasta el corredor a buscar mi sombrero. ¡Si ésta iba a ser una expedición, viajaría debidamente equipado!

Tuve otro impulso y fui hasta la sala; allí serví otras dos copas de oporto y las llevé al laboratorio.

Amelia había vuelto antes que yo y ya estaba sentada en el asiento de cuero. Delante de este último había colocado su bolso y llevaba puesto el sombrero.

Le alcancé una de las copas de oporto.

—Brindemos por el éxito de nuestra aventura.

—Y por el futuro —respondió.

Ambos bebimos alrededor de la mitad del contenido de las copas, luego las coloqué sobre un banco, a un costado.

Me senté detrás de Amelia.

—Ahora estamos listos —dije, asegurándome el sombrero. Amelia tomó la palanca con ambas manos y la atrajo hacia ella.

IV

Toda la Máquina del Tiempo se inclinó como si se hubiera caído de cabeza en un abismo y yo grité alarmado, afirmándome para resistir el inminente impacto.

—¡Sujétate! —dijo Amelia, aunque no era necesario, porque no la habría soltado por nada del mundo.

—¿Qué sucede? —grité.

—No corremos peligro... Es un efecto de la atenuación.

Abrí los ojos y miré con algo de temor hacia el laboratorio, y comprobé anonadado que la máquina permanecía firme sobre el piso. El reloj de la pared ya avanzaba vertiginosamente, y más aún, mientras yo miraba el sol salía detrás de la casa y pasaba con rapidez sobre nosotros. Casi antes de que notáramos su paso, la oscuridad caía otra vez como un manto negro arrojado sobre el techo.

Aspiré profundamente sin querer, y me di cuenta de que al hacerlo varios de los largos cabellos de Amelia habían entrado en mi boca. Aun en medio de las intensas emociones del viaje pude disfrutar un momento de esta furtiva intimidad.

Amelia me gritó:

—¿Estás asustado?

No era momento para simular.

—¡Sí! —repuse.

—Sujétate... no hay peligro.

Hablábamos en voz alta sólo para dar rienda suelta a nuestro entusiasmo; en la dimensión atenuada todo estaba en silencio.

El sol salía y se ponía casi en el mismo momento. El período de oscuridad que seguía era más corto, y el día siguiente más corto aún... ¡La Máquina del Tiempo avanzaba velozmente hacia el futuro !

Tan solo unos pocos segundos después, así nos pareció, la sucesión de días y noches se hizo tan rápida que ya no pude detectarla, y veíamos lo que nos rodeaba en medio de un gris resplandor crepuscular.

A nuestro alrededor, los detalles del laboratorio se hicieron borrosos y la imagen del sol se convirtió en una faja de luz aparentemente fija en un cielo azul profundo.

Al hablar con Amelia, sus cabellos habían escapado de mi boca. Me rodeaba una vista espectacular, y aun así no tenía comparación con la sensación de tener a esta joven en mis brazos. Impulsado sin duda por la segunda copa de oporto, me volví audaz, acerqué la cara y tomé varios cabellos entre los labios. Levanté apenas la cabeza haciendo que los cabellos se deslizaran sensualmente por la lengua. No pude detectar reacción alguna de Amelia, de modo que dejé caer los cabellos y tomé algunos más. Tampoco ahora me detuvo. La tercera vez incliné la cabeza a un lado, para que no se desacomodara el sombrero, y apoyé los labios con suavidad pero con mucha firmeza sobre la piel blanca y sedosa de su cuello.

Amelia sólo me permitió hacerlo durante un segundo, y luego se inclinó hacia adelante, como dominada por un repentino entusiasmo y dijo:

—¡La máquina se está deteniendo, Edward!

Por encima del techo de vidrio se podía notar que el sol se movía ahora con más lentitud, y los períodos de oscuridad entre las apariciones del sol se podían distinguir mejor, aunque sólo ahora fuera como brevísimos instantes de oscuridad.

Amelia comenzó a leer los cuadrantes que estaban delante de ella.

—¡Estamos en diciembre, Edward! ¡Enero... enero de 1903! Febrero...

Uno por uno iba nombrando los meses, y las pausas entre sus palabras iban haciéndose más largas.

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