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Christopher Priest: La máquina espacial

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Christopher Priest La máquina espacial

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Un encuentro casual en un sórdido hotel y un incidente comprometedor en un dormitorio conduce a una aventura imprevista en el tiempo y en el espacio. Es el año 1893, y la prosaica vida de un joven viajante comercial es animada solamente por su ferviente (aunque un tanto distante) interés por el nuevo deporte del automovilismo. Es a través de él como conoce a su amiga, y ella le conduce al laboratorio de Sir William Reynolds, uno de los más eminentes científicos de Inglaterra. Sir William está construyendo una máquina del tiempo, y desde este descubrimiento hay, sin embargo, un pequeño paso al futuro. Cuando la joven pareja emerge en el siglo XX descubre que una feroz guerra devasta a Inglaterra. Realmente, la guerra mundial de 1903 es sólo el comienzo de una serie de aventuras que culminan en una violenta confrontación con el más cruel intelecto del Universo.

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—Señor Wells —dije—. Es tal como usted decía. ¡Parece que los marcianos se han visto afectados por alguna enfermedad, por haber bebido la sangre roja de los ingleses!

Me di cuenta de que Mr. Wells no nos prestaba atención, ni a mí ni a Amelia, y de que tenía la mirada fija sobre la ciudad y observaba su inmensa quietud con los ojos bañados en lágrimas. Permanecimos junto a él, abrumados por la vista de la ciudad abandonada, y todavía nerviosos ante la presencia de las torres intrusas que nos rodeaban.

Mr. Wells se enjugó las lágrimas con su pañuelo y luego se alejó de nosotros, dirigiéndose hacia el marciano que habíamos oído gritar.

Amelia y yo permanecimos junto a nuestra Máquina del Espacio y lo observamos cuando rodeó con cuidado el borde del foso y se detuvo debajo de la máquina de guerra, mirando hacia arriba, a la plataforma reluciente que se elevaba sobre él. Vi que buscaba algo en un bolsillo y que sacó la libreta de tapas de cuero que había usado en el laboratorio. Escribió algo en ella y luego volvió a colocarla en su bolsillo.

Permaneció junto a la máquina de guerra durante algunos minutos, hasta que, por último, emprendió el regreso. Parecía haberse recobrado de su momento de emoción, y se dirigía hacia nosotros con paso vivaz.

—Hay algo que nunca les he dicho —expresó, dirigiéndose a nosotros—. Creo que me salvaron la vida el día que me encontraron junto al río, con el cura. Nunca se los he agradecido debidamente.

Yo le dije:

—Usted construyó la Máquina del Espacio, Mr. Wells. Nada de lo que hemos logrado habría sido posible sin ella.

Hizo un gesto con la mano, como indicando que ello no había tenido importancia.

—Miss Fitzgibbon —dijo—. Con su permiso, me voy a marchar.

—¿Se va, Mr. Wells?

—Tengo mucho que hacer. Nos veremos otra vez, pierda cuidado. La visitaré en Richmond tan pronto pueda.

—Pero señor —le dije—. ¿Adonde va?

—Creo que tengo que buscar la manera de llegar a Leatherhead, Mr. Turnbull. Viajaba para reunirme con mi esposa, cuando ustedes me encontraron, y ahora debo terminar ese viaje. Que ella esté muerta o viva es algo que sólo a mí debe preocupar.

—Pero podríamos llevarlo a Leatherhead en la Máquina del Espacio —dijo Amelia.

—No es necesario. Puedo ir solo.

Me extendió la mano, y se la estreché con cierta inseguridad. Mr. Wells lo hizo con firmeza, pero yo no comprendía por qué debía abandonarnos en forma tan inesperada. Cuando soltó mi mano se volvió a Amelia y ella lo abrazó afectuosamente.

Me saludó con la cabeza, se volvió y se fue, descendiendo por la ladera de la colina.

Desde algún lugar detrás de nosotros llegó un sonido de improviso: era un chillido agudo, no muy diferente del de las sirenas de los marcianos. Me sobresalté y miré a mí alrededor... pero no se apreciaba movimiento alguno de las máquinas marcianas. Amelia, de pie a mi lado, también había reaccionado al oírlo, pero tenía su atención concentrada en lo que hacía Mr. Wells.

Éste se había alejado sólo unos pasos y, sin prestar atención al chillido, revisaba su libreta de notas. Lo vi tomar dos o tres páginas y arrancarlas. Las estrujó en la mano y las arrojó entre los escombros. Se dio vuelta para mirarnos y notó que ambos lo observábamos.

Después de un momento ascendió la pendiente hasta donde nos encontrábamos.

—Sólo una cosa más, Turnbull —dijo—. He tomado con mucha seriedad el relato de sus aventuras en Marte, por improbable que parecía a veces su historia.

—Pero, Mr. Wells...

Levantó la mano para indicarme que me callara.

—No estaría bien que descartara su relato como pura invención, pero a usted le resultaría sumamente difícil probar lo que me ha dicho.

¡Me quedé atónito al escuchar tales palabras de labios de mi amigo! ¡Implicaban nada menos que Amelia y yo no decíamos la verdad! Avancé, colérico... pero sentí una suave presión sobre el brazo.

Miré a Amelia, y vi que estaba sonriendo.

—Edward, no es necesario —dijo.

Vi que Mr. Wells también sonreía, y que había un cierto fulgor en sus ojos.

—Todos nosotros tenemos muchos cuentos que contar, Mr. Turnbull —dijo—. Buenos días.

Sin más, se volvió y se encaminó decididamente cuesta abajo por la colina, a la vez que volvía a colocar la libreta de notas en el bolsillo de su chaqueta.

—Mr. Wells se comporta en una forma muy extraña —dije—. Vino con nosotros a este cataclismo y nos abandona de improviso, precisamente cuando más lo necesitamos. Ahora duda de...

Me interrumpió la repetición del chillido agudo que habíamos oído un minuto o dos antes. Se lo oía mucho más cerca ahora, y tanto Amelia como yo comprendimos simultáneamente de qué se trataba.

Nos volvimos y miramos desde la colina hacia el Noreste, por donde pasa la línea ferroviaria que va a Euston. Un momento después vimos el tren que avanzaba lentamente por los rieles oxidados, lanzando al aire grandes nubes blancas de vapor. El maquinista hizo sonar el silbato por tercera vez, y el agudo chillido repercutió por toda la ciudad que se extendía más abajo. Como si fuera una respuesta, llegó un segundo sonido. Comenzó a tañer la campana de una iglesia cerca de St. John’s Wood. Sobresaltados, los cuervos abandonaron su macabro picoteo y levantaron vuelo ruidosamente.

Amelia y yo dimos saltos en la cima de Primrose Hill, agitando pañuelos para saludar a los pasajeros. Cuando los trenes, lentamente, desaparecieron de nuestra vista, tomé a Amelia en mis brazos. La besé apasionadamente y, con un sentimiento de alegría y esperanza renovadas, nos sentamos en nuestra máquina a esperar que llegaran las primeras personas.

FIN

Título original: The Space Machine

Traducción: Claudia A. Hortas

© 1976 by Christopher Priest

© 1977 Emecé Distribuidora

Alsina 2062 — Buenos Aires

Scan: urijenny

Edición digital: Lex Luthor

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