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Christopher Priest: La máquina espacial

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Christopher Priest La máquina espacial

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Un encuentro casual en un sórdido hotel y un incidente comprometedor en un dormitorio conduce a una aventura imprevista en el tiempo y en el espacio. Es el año 1893, y la prosaica vida de un joven viajante comercial es animada solamente por su ferviente (aunque un tanto distante) interés por el nuevo deporte del automovilismo. Es a través de él como conoce a su amiga, y ella le conduce al laboratorio de Sir William Reynolds, uno de los más eminentes científicos de Inglaterra. Sir William está construyendo una máquina del tiempo, y desde este descubrimiento hay, sin embargo, un pequeño paso al futuro. Cuando la joven pareja emerge en el siglo XX descubre que una feroz guerra devasta a Inglaterra. Realmente, la guerra mundial de 1903 es sólo el comienzo de una serie de aventuras que culminan en una violenta confrontación con el más cruel intelecto del Universo.

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—Ya disparé —grité.

Hubo una segunda sacudida y nuestra caída se detuvo. Mr. Wells manipuló sus palancas y nos alejamos hacia un lado, en el silencio absoluto de esa extraña dimensión.

Mirando hacia atrás, hacia el marciano, esperamos la explosión... que llegó segundos más tarde. Mi puntería había sido perfecta, y una bola de humo y fuego apareció silenciosamente en el techo de la máquina de guerra.

El monstruo que estaba dentro de la plataforma, tomado por sorpresa, reaccionó con una rapidez asombrosa. La torre saltó separándose de la casa, y al mismo tiempo vimos el tubo del cañón de calor que se ponía en posición de disparo. La cúpula de la plataforma giró en derredor mientras el monstruo buscaba a su atacante. Al dispersarse el humo de la granada, vimos que la explosión había abierto un agujero de bordes desgarrados y que el motor interno debía haberse averiado. Los movimientos de la máquina de guerra no eran tan suaves o tan rápidos como los que habíamos visto antes, y un denso humo verde brotaba del interior de ella.

El rayo de calor entró en acción con un destello y giró, sin dirección fija, hacia uno y otro lado. La máquina de guerra dio tres pasos hacia adelante, vaciló, y luego trastabilló hacia atrás. El rayo de calor cayó sobre algunas de las casas vecinas, haciendo estallar en llamas los techos.

Luego, toda la horrible plataforma explotó en una bola de fuego verde brillante. Nuestra bomba había dañado el horno que había en el interior.

Para nosotros, sentados en el silencio y la seguridad de la atenuación, la destrucción del marciano fue un acontecimiento silencioso, misterioso.

Vimos volar en todas direcciones los fragmentos de esa máquina de destrucción, vimos una de las enormes patas salir dando tumbos, vimos la masa de la plataforma destrozada caer en mil pedazos sobre los techos de Twickenham.

Fue curioso... la escena no me causó alborozo, y lo mismo sucedió con mis dos compañeros. Amelia observó en silencio el metal retorcido que en una oportunidad había sido una máquina de guerra, y Mr. Wells dijo, sencillamente:

—Veo otra.

Hacia el Sur, avanzando en dirección a Molesey, se veía una segunda máquina de guerra.

V

Hacia el mediodía, habíamos dado cuenta de un total de cuatro marcianos: tres de ellos habían tripulado sus trípodes y el cuarto había estado en la cabina de control de uno de los vehículos de superficie. Cada uno de los ataques se llevó a cabo sin riesgo para nosotros, y en cada uno de ellos el monstruo elegido había sido tomado por sorpresa. No obstante, nuestras actividades no habían pasado inadvertidas, porque el vehículo de superficie se estaba dirigiendo velozmente hacia el trípode destruido de Twickenham cuando lo avistamos. Por ello dedujimos que los marcianos debían tener algún tipo de sistema de señales para comunicarse entre ellos —Mr. Wells expuso la hipótesis de que era una comunicación telepática, aunque Amelia y yo, que habíamos visto la ciencia avanzada de Marte, sospechábamos que se trataba de un dispositivo técnico— ya que nuestras acciones de represalia parecían haber provocado gran revuelo entre los marcianos. Durante nuestro vuelo en todas direcciones por el valle, vimos a varios trípodes que se aproximaban provenientes de la dirección de Londres, y tuvimos la seguridad de que no nos faltarían blancos ese día.

No obstante, después de matar al cuarto marciano, Amelia propuso que descansáramos y comiéramos los emparedados que habíamos traído. Cuando lo dijo, todavía estábamos en el aire sobre la máquina que acabábamos de atacar.

La muerte de este monstruo fue una cosa extraña. Habíamos encontrado la máquina de guerra detenida, sola, junto al borde de Richmond Park, dando frente hacia el Sudoeste. Sus tres patas estaban recogidas, lo mismo que sus brazos metálicos, y al principio pensamos que la máquina estaba vacía. Al acercarnos para destruirla, sin embargo, habíamos pasado frente a las ventanillas multifacéticas y por un momento pudimos ver esos ojos como discos mirando con maldad hacia Kingston.

Llevamos a cabo nuestro ataque sin prisa, y dada mi experiencia cada vez mayor, pude colocar la granada con gran precisión en el interior de la plataforma. Cuando la bomba estalló, lo hizo dentro de la cabina ocupada por el monstruo, arrancando varias planchas de metal y, presumiblemente, matando instantáneamente al ocupante, pero el horno propiamente dicho no se había dañado. La torre seguía en pie, inclinada ligeramente hacia un costado, y arrojando un humo verde desde su interior, pero prácticamente intacta.

Mr. Wells llevó la Máquina del Espacio hasta una distancia prudencial de la máquina de guerra, y la hizo descender casi hasta tocar tierra. Por consenso convinimos en permanecer en estado de atenuación, ya que el humo verde que salía nos ponía nerviosos, por el temor de que el horno todavía pudiera estallar espontáneamente.

Así, empequeñecidos por el titán averiado, comimos rápidamente lo que debe haber sido uno de los almuerzos campestres más extraños que haya habido en los campos ondulados del parque.

Estábamos por ponernos en marcha nuevamente, cuando Mr. Wells nos hizo notar que había aparecido otra máquina de guerra. Ésta se dirigía con rapidez en dirección a nosotros, evidentemente para investigar qué le habíamos hecho a su colega.

No corríamos ningún peligro, pero estuvimos de acuerdo en hacer remontar vuelo a la Máquina del Espacio, para estar listos para realizar una rápida incursión.

Nuestra confianza aumentaba; con cuatro victorias en nuestro haber, ya estábamos aplicando una rutina mortífera. Ahora, al elevarnos en el parque y ver la máquina de guerra que se aproximaba, no dejamos de ver su cañón de calor elevado y sus brazos articulados listos para atacar. Era evidente que su conductor monstruoso sabía que alguien o algo había atacado con éxito, y estaba decidido a defenderse.

Permanecimos a una distancia segura y observamos al recién llegado cuando se acercó a la torre para inspeccionar de cerca los daños.

Dije:

—¿La bombardeamos ahora, Mr. Wells?

Mr. Wells continuó en silencio, con el ceño fruncido.

—Ese monstruo está muy alerta —dijo—. No podemos correr el riesgo de recibir un impacto casual del cañón de calor.

—Entonces busquemos otro blanco —dije.

No obstante, nos quedamos vigilando durante varios minutos, confiando en que el marciano aflojaría su guardia el tiempo suficiente como para poder atacarlo. Sin embargo, mientras el monstruo que estaba en el interior efectuaba un examen cuidadoso de los daños, el cañón de calor giraba amenazador por encima del techo y los brazos tentaculares se movían nerviosamente.

Por fin, de mala gana, nos volvimos y nos encaminamos nuevamente hacia el Oeste, atentos, todavía, a lo que pudiera hacer el segundo marciano. Fue así que vimos, cuando estábamos a menos de un kilómetro de distancia, que, después de todo, nuestra granada había debilitado las paredes del horno. Vimos una inmensa explosión verde que se ensanchaba... y la segunda máquina de guerra trastabilló hacia atrás y se estrelló contra el suelo del parque.

De esa manera, por un golpe de buena suerte, matamos nuestro quinto monstruo marciano.

VI

Muy estimulados por este éxito accidental, continuamos nuestra búsqueda, aunque ahora con una osadía atemperada por la cautela. Como lo señaló Mr. Wells, no eran las máquinas marcianas lo que teníamos que destruir, sino los monstruos mismos. Las máquinas de guerra eran ágiles y estaban bien armadas, y aunque su destrucción, por cierto significaba la muerte de su conductor, los vehículos de superficie eran blancos más fáciles, ya que el conductor no estaba protegido por la parte superior.

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