—Esta ha sido una guerra entre dos mundos —dijo Mr. Wells, hablando pausadamente y con voz clara y sonora—. Nos hemos equivocado al tratarla como si fuera una guerra de inteligencias. Hemos visto la monstruosa apariencia de los invasores pero, convencidos por sus atributos de astucia, valor e inteligencia, los hemos considerado hombres. Por ello, los hemos combatido como si fueran hombres y no nos ha ido bien. Nuestro ejército fue arrollado y nuestras casas fueron incendiadas y aplastadas. No obstante, el dominio de los marcianos sobre la Tierra es reducido. Me atrevo a decir que cuando se haga la reconquista, descubriremos que se han apoderado de unos pocos cientos de kilómetros cuadrados de territorio. Aun así, por pequeño que haya sido el campo de batalla, ésta ha sido una guerra entre dos mundos, y cuando los marcianos llegaron a la Tierra con tanta violencia no comprendieron la magnitud de la empresa que emprendían.
—Señor —le dije—, si usted está hablando de aliados, no hemos visto ninguno. No ha venido ningún ejército a ayudarnos, a menos que ellos también hayan sido vencidos de inmediato.
Mr. Wells hizo un gesto de impaciencia.
—No hablo de ejércitos, Turnbull, aunque ellos llegarán a su tiempo como llegarán los barcos de cereales y los trenes de carga. No, ¡nuestros verdaderos aliados están a nuestro alrededor, invisibles, como éramos invisibles nosotros en nuestra máquina!
Alcé la vista, esperando ver aparecer en el cielo una segunda Máquina del Espacio.
—¡Mire las malezas, Turnbull! —Mr. Wells señaló los tallos que crecían a pocos metros de donde nos encontrábamos—. ¿Ve lo marchitas que están las hojas? ¿Ve cómo se están partiendo los tallos a medida que crecen? Mientras la humanidad ha dedicado su atención a la terrible inteligencia de los monstruos, estas plantas han estado librando su propia batalla. Nuestro suelo no les suministra los minerales que necesitan y nuestras abejas no realizan la polinización de sus flores. Estas malezas se mueren, Turnbull. De la misma manera, los monstruos marcianos morirán si es que ya no han muerto. El intento de los marcianos toca a su fin, porque la inteligencia no puede contra la naturaleza. Así como los humanos de Marte alteraron la naturaleza para crear los monstruos y así originaron una Némesis, también los monstruos pretendieron alterar la vida de la Tierra y se destruyeron a sí mismos.
—Entonces, ¿dónde están los monstruos ahora? —dijo Amelia.
—Pronto los encontraremos —dijo Mr. Wells—, pero eso será a su debido tiempo. Nuestro problema no es ya tener que hacer frente a esta amenaza, sino cómo disfrutar de los despojos de la victoria. Tenemos a nuestro alrededor, por todas partes, los productos de la inteligencia marciana, que serán estudiados con avidez por nuestros científicos. Sospecho que los días pacíficos de antaño ya nunca más volverán por completo, porque es probable que estas máquinas de guerra y vehículos de superficie produzcan cambios fundamentales en el modo de vida de todos los habitantes del mundo. Vivimos en los primeros años de un nuevo siglo, un siglo que será testigo de muchos cambios. En el corazón de esos cambios se librará una nueva batalla: una batalla entre la Ciencia y la Conciencia. ¡Esa es la batalla que perdieron los marcianos, y la que debemos librar ahora!
Mr. Wells se quedó en silencio, respirando profundamente, y Amelia y yo permanecimos delante de él.
Finalmente, abandonó la posición que había adoptado y bajó las manos. Se despejó la garganta otra vez.
—Creo que no es momento de discursos —dijo, aparentemente desconcertado por la forma en que su elocuencia nos había enmudecido—. Para llegar al final de esto, primero debemos encontrar a los marcianos. Más adelante, me pondré en contacto con mi editor para ver si tiene interés en la edición de mis reflexiones sobre este tema.
Miré la ciudad silenciosa que se extendía a nuestro alrededor.
—¿No creerá usted, señor, que después de esto la vida en Londres volverá a la normalidad?
—A la normalidad no, Turnbull. ¡Esta guerra no es el fin sino el comienzo! La gente que huyó volverá; nuestras instituciones volverán a restablecerse. Hasta la estructura de la ciudad está intacta, en su mayor parte, y se la podrá reconstruir en poco tiempo. La tarea de reconstrucción no terminará con la reparación de las estructuras, porque la intromisión marciana ha servido para acrecentar nuestra inteligencia. Como les he dicho, eso lleva aparejados sus propios peligros, pero nos ocuparemos de ellos cuando surja la necesidad.
Amelia había estado mirando fijamente hacia los techos durante el transcurso de nuestra conversación y ahora señalaba hacia el Noroeste.
—¡Miren, Edward, Mr. Wells! ¡Creo que allá hay algunos pájaros!
Miramos en la dirección que ella nos indicaba y vimos una bandada de grandes pájaros que resaltaban, negros, contra el cielo brillante, girando y lanzándose velozmente hacia abajo. Parecían estar muy lejos.
—Vayamos a investigar —dijo Mr. Wells, calzándose las antiparras una vez más.
Volvimos a la Máquina del Espacio y en el momento en que íbamos a subir a ella oímos un sonido fuera de lugar en ese ambiente. Nos resultó tan familiar que todos reaccionamos al mismo tiempo: era el bramido de un marciano llamando, y su sonido de sirena llegaba como un eco, devuelto por los muros de los edificios que daban frente al río. Pero no era un grito de guerra, ni tampoco el llamado de caza. En cambio, tenía un acento de dolor y miedo, era un lamento extraño en una ciudad devastada.
El llamado tenía dos notas, una a continuación de la otra, repetidas sin cesar: “ulla, ulla, ulla, ulla...”.
Vimos la primera máquina de guerra en Regent’s Park, sola. De inmediato extendí la mano para tomar una granada, pero Mr. Wells me contuvo.
—No es necesario, Turnbull —dijo.
Dirigió la Máquina del Espacio cerca de la plataforma, y vimos los cuervos apiñados a su alrededor. Los pájaros habían encontrado la forma de entrar en la plataforma y ahora picoteaban y arrancaban en jirones la carne del marciano que estaba allí.
Sus ojos nos miraban, inexpresivos, por una de las ventanillas de la proa. Su mirada era tan maligna como siempre, pero, así como antes había sido fría y maliciosa, ahora tenía la expresión fija de la muerte.
Había una segunda máquina de guerra al pie de Primrose Hill, y allí los pájaros habían terminado su tarea. Sobre el césped, a treinta metros debajo de la plataforma, había salpicaduras de sangre seca y jirones de carne.
Así fue que llegamos al gran foso que los marcianos habían construido en lo alto de Primrose Hill. Este foso, el más grande de todos, se había convertido en el centro de sus operaciones contra Londres. Las fortificaciones de tierra cubrían toda la cresta de la colina y se prolongaban hacia abajo, en el lado más alejado. En el centro de ellas estaba el proyectil que había aterrizado primero, pero por todas partes había evidencias de que el foso había sido ensanchado y fortificado posteriormente.
Aquí se encontraba el arsenal de los marcianos. Aquí habían traído sus máquinas de guerra y las arañas mecánicas. Y aquí, diseminados por todas partes, estaban los cuerpos de los marcianos muertos. Algunos estaban tendidos en la boca del proyectil, con los tentáculos extendidos; otros simplemente yacían sobre el terreno. Otros, en un último y valiente esfuerzo por luchar contra un enemigo invisible, estaban dentro de las muchas máquinas de guerra que había por todas partes.
Mr. Wells hizo descender la Máquina del Espacio a corta distancia del foso, y desconectó la atenuación. Aterrizó en un lugar contra el viento, de modo que nos evitamos sufrir los peores efectos del horrible hedor que emanaba de esos seres. Al estar desconectada la atenuación, pudimos oír otra vez el grito de los marcianos agonizantes. Llegaba desde una de las máquinas de guerra que se encontraba junto al foso. El grito sonaba vacilante ahora, y muy débil. Vimos que los cuervos se mantenían a la espera, y en el mismo momento en que salimos de la Máquina del Espacio ese último grito de dolor cesó.
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