—¡Exacto! Y ahora estoy trabajando para separar los dos... para facilitar el viaje por el espacio sin incluir el tiempo, y por el tiempo sin incluir el espacio. Permítame demostrarle a qué me refiero.
Bruscamente giró sobre sus talones y salió con rapidez de la habitación. La puerta se cerró con un golpe detrás de él.
Yo estaba pasmado. Sólo miraba a Amelia, moviendo la cabeza. Entonces ella dijo:
—Debí imaginar que estaría agitado. No siempre es así, Edward. Estuvo todo el día solo en el laboratorio y, al trabajar así, a menudo se entusiasma.
—¿Dónde ha ido? —dije—. ¿Habrá que seguirlo?
—Volvió al laboratorio. Creo que te mostrará algo que ha hecho.
En ese preciso instante, la puerta se abrió de nuevo y Sir William regresó. Traía con mucho cuidado una pequeña caja de madera y miraba a su alrededor buscando donde ponerla.
—Ayúdame a correr la mesa —me pidió Amelia.
Hicimos a un lado la mesa con el servicio de té, y acercamos otra. Sir William colocó la caja en el centro y se sentó. Con tanta rapidez como había surgido, su entusiasmo pareció disiparse.
—Quiero que observe esto con atención —dijo— pero no quiero que lo toque. Es muy delicado.
Sacó la tapa de la caja. La parte de adentro estaba forrada con una tela suave, afelpada, y descansando en el interior de la caja había un diminuto aparato que a primera vista tomé por el mecanismo de un reloj.
Sir William lo sacó de la caja con cuidado y lo puso sobre la mesa.
Me incliné hacia adelante y lo observé detenidamente. De inmediato encontré algo familiar en el aparato, y me di cuenta de que una gran parte de él estaba hecha de esa extraña sustancia cristalina que ya había visto dos veces esa tarde. El parecido con un reloj era engañoso, según pude comprobar ahora, y se debía simplemente a la precisión con que las pequeñas piezas estaban armadas y a algunos de los metales utilizados en su fabricación. Las que logré reconocer parecían pequeñas varillas de níquel, unas piezas de bronce muy pulidas y una rueda dentada brillante de cromo o plata. Una parte del mecanismo estaba hecho de una sustancia que podría haber sido marfil, y la base era de una madera dura, parecida al ébano. Sin embargo, es difícil describir lo que vi, ya que la sustancia semejante al cuarzo estaba por todas partes, distorsionando la visión, presentando cientos de pequeñas facetas desde cualquier ángulo en que yo observara el mecanismo.
Me puse de pie, y me alejé un par de metros. Desde allí, el dispositivo parecía de nuevo un mecanismo de reloj, si bien bastante fuera de lo común.
—Es hermoso —dije, y observé que Amelia también lo miraba.
—Usted, joven, es una de las primeras personas del mundo en ver un mecanismo que hará real para nosotros la Cuarta Dimensión.
—¿Y este aparato trabajará de verdad? —pregunté.
—Sí, lo hará. Ha sido probado como corresponde. Según yo lo disponga, esta máquina avanzará o retrocederá en el Tiempo.
Amelia dijo:
—¿Podría hacer una demostración, Sir William?
Sir William no contestó, en cambio se reclinó en el sillón. Miraba fijamente el extraño dispositivo con rostro pensativo. Permaneció así durante unos cinco minutos, y parecía que no tenía conciencia de nuestra presencia; bien podríamos no haber existido. Se inclinó hacia adelante un momento y observó de cerca el aparato. Al ver esto quise decir algo, pero Amelia me hizo una seña y permanecí en silencio. Sir William tomó el mecanismo y lo expuso a la luz de la ventana. Extendió una mano para tocar la rueda dentada, luego vaciló, y colocó el dispositivo de nuevo sobre la mesa. Una vez más se reclinó sobre el sillón y observó su invento con gran concentración. Esta vez permaneció inmóvil durante casi diez minutos, y comencé a sentirme inquieto, temiendo que Amelia y yo fuéramos una molestia para él.
Por fin se inclinó hacia adelante y guardó el aparato en la caja. Se puso de pie.
—Debe disculparme, Mr. Turnbull —dijo—. Sé me acaba de ocurrir la posibilidad de introducir una pequeña modificación.
—¿Desea que me vaya, señor?
—De ninguna manera, de ninguna manera.
Tomó la caja de madera, luego salió con rapidez de la habitación. Detrás de él, la puerta se cerró con un golpe.
Miré a Amelia y ella sonrió, haciendo desaparecer de inmediato la tensión que había caracterizado los últimos minutos.
—¿Volverá? —pregunté.
—No creo. La última vez que se comportó así, se encerró en su laboratorio y nadie, salvo Mrs. Watchets, lo vio durante cuatro días.
Amelia llamó a Hillyer, y el sirviente encendió las lámparas de la habitación. Aunque todavía había sol, lo tapaban los árboles que crecían alrededor de la casa, y las sombras se acercaban. Mrs. Watchets volvió para retirar el servicio de té. Vi que había tomado sólo la mitad de mi taza de té, y bebí el resto rápidamente. La excursión en bicicleta me había dejado sediento. Cuando estuvimos solos pregunté:
—¿Está loco?
Amelia no contestó; al parecer estaba escuchando. Me indicó con una seña que hiciera silencio... y unos segundos después la puerta volvió a abrirse de golpe y apareció Sir William vestido con un sobretodo.
—Amelia, me voy a Londres. Hillyer puede llevarme en el coche.
—¿Volverá a tiempo para la cena?
—No... Estaré afuera toda la noche. Dormiré en el club. —Se volvió hacia mí—. Inesperadamente, Turnbull, nuestra conversación me ha dado una idea. Se lo agradezco.
Salió con prisa de la habitación tan bruscamente como había entrado, y poco después oímos su voz en el vestíbulo. Algunos minutos más tarde oímos un coche de caballos sobre el camino de grava.
Amelia fue hasta la ventana, y observó el carruaje que se alejaba, conducido por el sirviente, luego volvió a su asiento y dijo:
—No, Sir William no está loco.
—Pero se comporta como un demente.
—Tal vez da esa impresión. Yo creo que es un genio; las dos cosas no son del todo distintas.
—¿Entiendes su teoría?
—Comprendo la mayor parte. El hecho de que no pudieras seguirlo, Edward, no significa que no seas inteligente. Sir William conoce tanto su teoría que cuando la explica a otros omite una gran parte. Además, eres un extraño para él, y Sir William rara vez se siente cómodo a menos que lo rodeen personas conocidas. Tiene un grupo de amigos del Linnaean —su club de Londres— y son las únicas personas con las que lo he oído conversar con naturalidad y fluidez.
—Entonces, quizá no debí preguntarle.
—No, es su obsesión; si no hubieras demostrado interés, él hubiera hablado espontáneamente de su teoría. Todos a su alrededor tienen que soportarlo. Hasta Mrs. Watchets lo ha escuchado todo dos veces.
—¿Lo entiende?
—Creo que no —dijo Amelia, sonriendo.
—Entonces no podré esperar una aclaración de su parte. Tú tendrás que explicarme.
—No hay mucho que decir. Sir William ha construido una máquina del tiempo. La ha probado, yo he estado presente durante algunas de las pruebas, y los resultados han sido concluyentes. Sir William no lo ha dicho aún, pero sospecho que planea una expedición al futuro.
Sonreí un poco, y oculté mi sonrisa con la mano.
Amelia continuó:
—Sir William lo toma muy en serio.
—Sí... pero no puedo imaginar a un hombre de su tamaño entrando en un dispositivo tan pequeño.
—Lo que has visto es tan sólo un modelo en miniatura. Sir William tiene una versión en tamaño natural. —De pronto se rió—. ¿No creerás que me refería al modelo que él te mostró?
—Sí, lo creí.
Cuando Amelia reía, su belleza se acentuaba, y no me importó haber entendido mal.
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