—¿Qué opina de ese sillón, Turnbull? —preguntó sin volverse.
—Siéntate bien atrás —dijo Amelia—. No en el borde. Así lo hice y entonces me pareció que el material del cojín se reacomodaba para adaptarse a la forma de mi cuerpo. Cuanto más me reclinaba, tanto más cedía y se ajustaba a mí.
—Lo he diseñado yo —explicó Sir William, volviéndose de nuevo hacia nosotros, mientras encendía su pipa. Luego agregó, sin aparente relación: —¿Cuál es su especialidad?
—¿Mi... qué...?
—Su campo de investigación. ¿Es hombre de ciencia, no?
—Sir William —intervino Amelia—. Mr. Turnbull está interesado en los automóviles, ¿recuerda usted?
En ese momento me acordé de que mi valija de muestras estaba aún donde yo la había dejado al llegar: en el vestíbulo.
Sir William me miró otra vez.
—¿Automóviles, eh? Un buen pasatiempo para un joven. Fue una etapa pasajera en mi caso, creo. Desarmé mi coche porque las piezas me resultaban más útiles en el laboratorio.
—Pero el automóvil cada vez es más popular, señor —dije—. Después de todo, en los Estados Unidos...
—Sí, sí, pero yo soy un científico, Turnbull. Los automóviles son sólo un aspecto de todo un nuevo campo de investigación. Estamos ahora casi en el siglo veinte, que está llamado a ser el siglo de la ciencia. Lo que la ciencia puede lograr no tiene límite.
Mientras Sir William hablaba, su mirada no estaba fija en mí, sino que se perdía por encima de mi cabeza. Sus dedos jugaban con el fósforo que había apagado.
—Estoy de acuerdo en que es un tema de gran interés para mucha gente, señor.
—Sí, pero creo que ese interés lleva un rumbo equivocado. La idea general es hacer que lo que ya tenemos trabaje mejor. Se habla de trenes más veloces, barcos más grandes. Yo creo que todo eso será obsoleto dentro de poco. Para cuando el siglo veinte termine, Turnbull, el hombre viajará sin dificultad entre los planetas del sistema solar tal como ahora lo hace por Londres. Conoceremos a los pueblos de Marte y Venus como ahora conocemos a los franceses y los alemanes. ¡Me atrevería a decir que llegará más lejos aún... más allá de las estrellas del Universo!
En ese momento, Mrs. Watchets entró en la habitación trayendo una bandeja de plata con una tetera, una jarra de leche y una azucarera. La interrupción me alegró, pues la combinación de las sorprendentes ideas de Sir William y su actitud nerviosa eran casi más de lo que yo podía soportar. Él también se sintió feliz de que lo interrumpieran, creo, pues mientras la mucama colocaba la bandeja sobre la mesa y comenzaba a servir el té, Sir William se alejó y se detuvo junto al extremo de la repisa de la chimenea. Encendió de nuevo su pipa y, mientras lo hacía, pude observarlo por primera vez sin que me distrajeran sus ademanes.
Era, como he dicho, un hombre alto y grande, pero lo que más llamaba la atención era la cabeza, alargada y ancha. Su cara era pálida y los ojos grises. El cabello de las sienes comenzaba a ralear, pero el resto crecía abundante y revuelto, exagerando el tamaño de su cabeza; además, Sir William tenía una barba espesa que acentuaba la palidez de su piel.
Lamenté no haberlo encontrado más tranquilo, pues en el corto tiempo que Sir William llevaba en la habitación había destruido la sensación de bienestar que reinaba cuando yo estaba con Amelia, y ahora me sentía tan nervioso como él. De pronto se me ocurrió que él mismo tal vez no estuviera acostumbrado a tratar con extraños, que estaba más habituado a trabajar solo durante muchas horas. Mi ocupación me obligaba a tratar con muchos extraños y era parte de mi trabajo poder lograr una buena relación, y por lo tanto, por más paradójico que suene, comprendí de repente que en este aspecto yo podía tomar la iniciativa.
Cuando Mrs. Watchets salía de la habitación, me dirigí a Sir William y le dije:
—Señor, usted dice que casi ha terminado; espero no haberlo interrumpido.
La simplicidad del ardid logró el efecto deseado. Sir William caminó hasta una de las sillas vacías y se sentó, y al responder ordenó sus palabras con más calma.
—No, por supuesto que no —dijo—. Puedo seguir después del té. De todos modos necesitaba un descanso.
—¿Puedo preguntarle sobre la naturaleza de su trabajo?
Sir William miró a Amelia por un momento, pero la expresión de la joven no cambió.
—¿Le ha dicho Miss Fitzgibbon lo que estoy construyendo en este momento?
—Me ha comentado algo, señor. Por ejemplo, vi su máquina voladora.
Para sorpresa mía Sir William se echó a reír.
—¿Cree que estoy tan demente como para tener algo que ver con esas locuras, Turnbull? Mis colegas científicos me dicen que volar en una máquina más pesada que el aire es imposible. ¿Usted qué opina?
—Es un concepto novedoso, señor.
No respondió, pero siguió mirándome, de modo que me apresuré a continuar:
—Me parece que el problema es la falta de una fuente de energía apropiada. El diseño es correcto.
—No, no, el diseño también está mal. Yo lo estaba enfocando mal. Ya he hecho que el vuelo con máquinas sea obsoleto, ¡y aún antes de probar ese artefacto que usted vio!
Bebió parte de su té con rapidez; entonces, sorprendiéndome con su velocidad, se levantó bruscamente del sillón y cruzó la habitación hasta llegar junto a un aparador. Luego de abrir un cajón, sacó un paquete delgado y me lo dio.
—Mire esto, Turnbull, y dígame qué piensa.
Lo abrí y en su interior encontré siete retratos fotográficos. En la primera fotografía se veían la cabeza y hombros de un niño; en la segunda, el niño era un poco mayor; en la tercera había un adolescente; en la cuarta, un hombre joven, y así sucesivamente.
—¿Son todas de la misma persona? —pregunté, pues había notado un parecido en todos los rostros.
—Sí —dijo Sir William—. Es un primo mío, y por casualidad le tomaron esas fotografías a intervalos regulares. Ahora bien, Turnbull, ¿nota algo con respecto a ellas? ¡No! ¿Cómo puedo esperar que usted se me adelante? Constituyen una selección representativa de la Cuarta Dimensión.
Como yo fruncí el ceño, Amelia dijo:
—Sir William, este concepto tal vez sea nuevo para Mr. Turnbull.
—¡No más que el de volar en máquinas más pesadas que el aire! Usted ha comprendido eso, Turnbull; ¿por qué no habría de comprender la Cuarta Dimensión?
—¿Se refiere usted al... concepto de...? —Me sentía desconcertado.
—¡Espacio y tiempo! Eso es, Turnbull... ¡Tiempo, el gran misterio!
Miré a Amelia en busca de más apoyo, y me di cuenta de que ella había estado observando mi cara. Sus labios esbozaban una sonrisa, y de inmediato supuse que ella había oído a Sir William exponer este tema muchas veces.
—Estos retratos, Turnbull, son representaciones bidimensionales de una persona tridimensional. Cada uno puede representar su estatura y ancho, y aun pueden dar una idea aproximada de su grosor... pero nunca podrán ser más que chatos trozos de papel de dos dimensiones. Tampoco pueden revelar que el modelo se ha ido desplazando toda su vida a través del Tiempo. Tomados en conjunto, se asemejan a la Cuarta Dimensión.
Ahora Sir William paseaba por la habitación, con los retratos que había tomado de mis manos, y los agitaba con grandes ademanes mientras hablaba. Cruzó hasta la repisa de la chimenea, y los dispuso uno al lado del otro.
—Tiempo y espacio son en esencia lo mismo. Camino por esta habitación, y me he desplazado en el espacio algunos metros... pero en ese mismo momento también me desplacé en el tiempo algunos segundos. ¿Comprende lo que quiero decir?
—Que un movimiento complementa al otro —repuse inseguro.
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