James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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La ruta le llevó a través de terreno típico —por delante de electrodomésticos en evidente deterioro y de bidones de doscientos litros tirados, junto a montículos de ruedas de automóvil amontonadas como rosquillas carbonizadas gigantes— y entonces, de repente, apareció: la muralla.

Era inmensa, veinte metros desde los cimientos hasta las almenas, construida del mármol más puro, cada bloque blanqueado como un hueso. Caracteres de trazos delgados decoraban el portalón; los fonemas olvidados de una lengua que hacía mucho tiempo que no se hablaba. Entró.

La música retronaba en el corazón de la ciudad, guitarras amplificadas, teclados de alta tecnología. A Thomas le pareció más una advertencia que una canción, el tipo de sonido con el que una ciudad podría alertar a sus ciudadanos sobre la llegada de cabezas nucleares. Había barro por todas partes, mazacotes gruesos y marrones del fondo del mar que caían de las cornisas y rezumaban de los balcones. Envueltos en el manto de las brumas omnipresentes, los templos, las tiendas y las casas estaban en un estado penoso, los tejados aplastados por el peso del mar de Gibraltar, las fachadas borradas por las corrientes submarinas. Pero ¿podían explicar los procesos naturales por sí solos aquella destrucción o Dios, también, había tenido parte en ella? ¿Era ésa otra de aquellas ciudades perversas que el Todopoderoso había elegido erradicar personalmente, hermana de Babilonia, emparentada con Gomorra?

Rodeado de columnas estriadas, un edificio público enorme se alzaba imponente sobre el sacerdote, sus puertas de bronce abiertas grabadas con bajorrelieves de imágenes de las cuatro divinidades reinantes de la isla. Subió las escaleras, entró en el vestíbulo abovedado y se dirigió hacia el pasillo alfombrado de barro que había más adelante. La música, ahora más fuerte, le asaltó el cerebro. Al pasar junto a las habitaciones, se imaginó que estaba deambulando por uno de esos museos prácticos a los que a los padres de clase alta les gustaba llevar a los niños, aunque aquí las piezas expuestas eran estrictamente para adultos. Un espacio, a juzgar por los mosaicos, había sido un antro de opio. Otro, una cabina de masturbación, tenía frescos decorados con lo que parecían pósters centrales de alguna revista erótica antediluvianos. Había un cubículo para la pederastia. Para la bestialidad. Sadomasoquismo. Necrofilia. Incesto. Una obsesión tras otra perversión tras otra, un Museo de Historia Antinatural.

El pasillo dio la vuelta a una esquina y se abrió a un patio enlosado, bordeado de soportales espaciosos y aireados y abarrotado de desertores del Valparaíso, la mayoría de ellos desnudos. «Una variedad tan increíble de tonos de piel —pensó Thomas—: marfil, rosa, bronce, azafrán, beige, dorado, pardo, cacao, alazán, sombra, ocre, azúcar de arce.» Era como contemplar un tarro de frutos secos surtidos o un muestrario de Whitman’s. Muchos de los marineros se habían pintado, se habían dibujado flechas sinuosas y serpientes enroscadas en el cuerpo con uvas chafadas, los jugos aún les corrían por los brazos y las piernas como sudor violeta. De pared a pared, el patio vibraba con una combinación de comilona, bacanal, orgía, pelea y torneo de discoteca con muchos juerguistas que participaban en las cinco posibilidades —bebiendo, comiendo, fornicando, peleando, bailando—, simultáneamente. El humo de la marihuana se mezclaba con la niebla. Luces estroboscópicas iluminaban el anochecer. A lo largo del soportal sur, Ralph Mungo y James Echohawk se batían en duelo con los alfanjes de adorno que habían robado de la sala de oficiales, mientras que a unos metros de allí, ocho hombres formaban un círculo, cada uno enchufado en otro, un carrusel de sodomía. Había latas de cerveza aplastadas y botellas de licor vacías desparramadas por el suelo. Había montones de condones usados tirados por todas partes como una plaga de planarias gigantes, un hecho que dio a Thomas un atisbo de esperanza: si los juerguistas estaban lo bastante cuerdos como para preocuparse por el embarazo y el sida, podrían estar lo bastante cuerdos para reflexionar sobre el imperativo categórico. Los brazos ondulaban, las caderas bailaban el shimmy, los pechos se bamboleaban, los penes se balanceaban, era el aeróbic sibarita del Anno Postdomini Uno.

—¡Hola, Tommy! —Neil Weisinger se acercó con aire resuelto, un cigarrillo sin encender en la boca, rompiendo alegremente un pollo a la parrilla en dos—. ¡No esperaba verte aquí! —dijo, arrastrando las palabras.

—Esa música…

—Scorched Earth, de Suecia. El álbum se llama Chemotherapy. Tendrías que ver lo que hacen en el escenario. Leen entrañas.

Dominando el patio había una mesa de banquetes de obsidiana pulida, cuya superficie sostenía no sólo cuatro jamones enormes y dos medias reses sino también un generador diésel, un reproductor de compact disc y un proyector de video RCA Colortrak-5000 que rociaba de imágenes concupiscentes una sábana blanca que colgaba espectral en el interior del soportal del norte. Thomas no había visto la célebre Calígula de Bob Guccione, pero adivinó que ésa era la película. La cámara hacía un travelling a lo largo de la cubierta principal de un trirreme romano en el que casi todo el mundo estaba en celo.

—Una fiesta cojonuda, ¿eh? —dijo Weisinger, agitando la mitad del pollo bisecado delante de la cara de Thomas. El aire apestaba a semen, tabaco, alcohol, vómito y hierba—. ¿Quieres cenar?

—No.

—Vamos, come.

—He dicho que no.

El chico exhibió una botella de Löwenbrau.

—¿Cerveza?

—Neil, te vi en el anfiteatro el martes.

—Trinqué bien a Spicer, ¿verdad? Le cogí como un valiente vaquero gentil enlazando a un novillo.

—Un acto inmoral, Neil. Dime que lo entiendes.

—Esto no parece más que otra botella de Löwenbrau —dijo Weisinger—, pero es mucho, mucho más que eso. La corriente la trajo a la playa ayer. Dentro había un mensaje. Pregúntame qué mensaje.

—Neil…

—Vamos, pregunta.

—¿Qué mensaje?

—«Tendrás cualquier otro dios que te apetezca», decía. «Desearás a la mujer de tu prójimo». ¿Seguro que no quieres cerveza?

—No.

—«Le darás por el culo a tu prójimo.»

A dondequiera que Thomas mirase, se despilfarraba comida a gran escala. Había enormes calderos desatendidos sobre fuegos de madera que el mar había arrastrado hasta la playa, que reducían rápidamente ruedas enteras de queso cheddar, muenster y suizo a un alquitrán incomible. Cinco marineros de la tripulación de máquinas y cinco de la tripulación de cubierta mantenían una batalla encarnizada con lo que parecía la reserva entera de huevos frescos del Valparaíso. Charlie Horrocks, Isabel Bostwick, Bud Ramsey y Juanita Torres arrancaron las tapas de latas envasadas al vacío y se ducharon alegremente con crema de almejas, sopa de verduras, judías en salsa de tomate, salsa de chocolate y caramelo líquido. Se lamían unos a otros como unas gatas limpiando a sus crías. Los restos se derramaban por su carne y desaparecían entre las losas.

Zigzagueando entre el embrollo de cuerpos, Thomas se abrió camino hasta la mesa de banquetes. Estudió la placa metálica del generador: 7500 VATIOS, 120/240 VOLTIOS, UNA FASE, CUATRO TIEMPOS, REFRIGERADO POR AGUA, 1800 RPM, 13.2 HP, la única pieza de discurso racional de todo el museo. La música sonaba en un tono enfebrecido, sierras de cinta que morían de cáncer. Apagó el compact disc.

—¿Por qué coño has hecho eso? —se lamentó Dolores Haycox.

—¡Vuelve a ponerlo! —gritó Stubby Barnes.

—¡Tenéis que escucharme! —Thomas se inclinó hacia el Colortrak-5000, que en esos momentos proyectaba a Malcolm McDowell metiéndole el puño lubricado en el ano a un hombre que se estremecía de dolor, y apretó EJECT.

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