James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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—¡Vamos!

—¡Vamos!

El chico se detuvo, se giró, esperó.

—¡Mata!

—¡Mata!

De pronto el ancla despegó, volando derecha al asiento del conductor.

—¡Vamos!

—¡Vamos!

Actuando por instinto, Spicer viró bruscamente, el mismo impulso patético, supuso Thomas, con el que un soldado que se mete en un granizo de metralla alza los brazos para intentar detener las balas.

—¡Mata!

—¡Mata!

El ancla aterrizó entre las piernas del segundo oficial. Chillando de dolor, soltó el volante y se buscó la entrepierna a tientas.

—¡Vamos!

—¡Vamos!

El montacargas chocó contra la pared a unos cincuenta kilómetros por hora, una colisión de tal fuerza que lanzó a Spicer de la cabina y le envió dando vueltas por el aire. El hombre de ciento cuatro kilos cayó de pie. Todos pudieron oír el ruido que hicieron los fémures cuando se le partieron. Se desplomó, apuñalado por sus propios huesos, y empezó a dar patadas en la arena.

—¡Weisinger, Weisinger, Weisinger es cojonudo! ¡Como Weisinger no hay ninguno!

El chico no perdió el tiempo. Después de recuperar el ancla del asiento del montacargas, cruzó la arena como una exhalación y se inclinó sobre Spicer. Estudió a la multitud. Al principio Thomas supuso que Weisinger simplemente quería saborear el momento, ¿dónde, cuándo y en qué otras circunstancias se pondría alguien de pie para ovacionar a un marinero preferente?, pero luego se dio cuenta de que el chico estaba esperando una señal.

En un gesto extrañamente sincrónico, treinta y dos manos salieron disparadas hacia adelante con los pulgares en alto.

Con una coordinación igualmente asombrosa, treinta y dos muñecas se giraron.

Los pulgares bajaron.

—¡Neil, no! —chilló Thomas, poniéndose en pie—. ¡Soy yo, Neil! ¡Soy el padre Thomas!

—¡No lo hagas! —gritó Miriam.

Weisinger se puso a trabajar, golpeando implacable con el ancla, amarrándose a Spicer.

Un hombre enorme con el pecho descubierto se giró hacia Thomas, rezumando la dulzura enfermiza del whisky. La barba negra, el cutis malo, una cara como la del glotón de granito del otro extremo de la isla. Thomas le reconoció como el marinero llamado Stubby Barnes. El hombre había venido a misa dos veces.

—Eh, tendría que tranquilizarse, padre. Usted también, hermana. —Con la mano derecha sostenía una botella vacía de Cutty Sark contra el pecho—. ¡No quiero faltarles al respeto, pero ésta no es su fiesta!

—¡No, tranquilízate tú! —gritó Thomas.

—Cálmese. —Stubby Barnes levantó la botella por encima de la cabeza.

—¡No, cálmate tú!

—Podemos hacer lo que nos dé la gana, tío —insistió Barnes, dejando que el Cutty Sark saliera volando.

—¡Escuchad a vuestra conciencia congénita!

La botella le dio de lleno a Thomas, medio kilo de cristal que se estrelló en su sien. Sintió la sangre caliente que le corría por la cara, haciéndole cosquillas en las mejillas y luego no sintió nada en absoluto.

7 de agosto.

Va de mal en peor. Ayer a las 0915 Ockham y la hermana Miriam regresaron tambaleándose al barco, el padre sangrando por una herida fea en la cabeza. Sus noticias me dejaron de piedra. Los amotinados han ejecutado a Wheatstone y a Jaworski en una especie de rodeo de locos. Joe Spicer también está muerto, asesinado cuando el marinero preferente Weisinger le dio la vuelta a la tortilla.

Si quieres saber qué opino, Spicer se llevó su merecido.

¿Has probado el mescal, Popeye? Pega tan fuerte como las espinacas, te lo prometo, y alivia el dolor. No sé cómo, pero los cabrones no vieron mi suministro. Le he puesto nombre a los bichos de las botellas que quedan. Gaspar, Melchor, Baltasar, los Tres Gusanos Magos.

No debería beber, por supuesto. Soy vulnerable. Es probable que papá sea un alcohólico y en algún momento tuve una tía borrachina que incendio su propia casa, además de un primo que le daba al ron y que disparó al cartero por traerle el cheque de la prestación social del tamaño equivocado. Pero qué demonios, estamos en el Anno Postdomini Uno, ¿no? Es la era en que todo vale.

Tenemos exactamente diez días para llevar a Dios al Ártico.

Anoche me pulí la primera botella, dejando a Gaspar varado como el Val , después de lo cual enloquecí un poco. Me clavé un Marlboro encendido en la palma de la mano, casi echo el estómago vomitando, bajé por la cadena del ancla y me revolqué en la arena. Me desperté junto a la quilla, sobrio pero atontado, apretando contra el pecho un cucharón de aluminio para la sopa.

Cassie fue quien me encontró. Qué criatura tan triste debo de haberle parecido, con óxido pegado a la barba y la ropa empapada de mescal. Me guió para que volviera a subir por la cadena, me llevó a la cocina principal y se puso a darme aspirinas y café.

—Yo no choqué contra esta isla —insistí, como si ella hubiera dicho que lo había hecho.

—Esta isla chocó contra ti.

—¿Soy repugnante, doctora? ¿Soy total y absolutamente asqueroso? ¿Huelo como el suspensorio de Davy Jones?

—No, pero deberías afeitarte esa barba.

—Me lo pensaré.

—Siempre he odiado las barbas.

—¿Ah, sí?

—Es como besar a un estropajo metálico.

La palabra besar se quedó flotando en el aire. Los dos nos dimos cuenta.

—Creo que me estoy volviendo loco —le confesé—. Traté de sacarnos cavando con una cuchara sopera.

—Eso no es una locura.

—¿Ah, no?

—Habría sido una locura si hubieras usado una cucharita de postre.

Entonces, echando la cabeza hacia atrás de manera insinuante, o eso pareció, me dejó solo con mi resaca.

Cuando Thomas entró en la arena vacía, surgieron espejismos nacidos del calor del final de la tarde que se retorcieron y titilaron sobre la arena ensangrentada. El montacargas estaba inerte en la esquina sudeste, con el cuerno derecho limpio y el izquierdo deslustrado con Karl Jaworski.

Tanto a Van Horne como a Miriam les había aterrorizado la idea de una segunda misión para ver a los desertores. «Señor, Tom —había dicho la monja—, la próxima vez te ejecutarán a ti», pero el sentido del deber de Thomas exigía no sólo que enterrara a los muertos sino que intentara una vez más ayudar a los vivos a encontrar la ley moral kantiana que tenían dentro.

Como un conquistador plantando la bandera española en el Nuevo Mundo, clavó la pala de acero en el suelo. A diez metros de allí, el cuerpo perforado de Jaworski yacía pudriéndose a la sombra del hermafrodita esculpido. Más allá, los restos de Eddie Wheatstone (dentro de la red) estaban tirados sobre el cadáver de Joe Spicer, que tenía todas las vísceras esparcidas por fuera. Apenas habían transcurrido veinticuatro horas desde sus ejecuciones, pero el proceso de descomposición estaba totalmente en marcha, y llenaba la nariz al sacerdote con su fetidez ácida.

Lamiéndose el sudor de los labios, cogió la pala de nuevo y se puso manos a la obra. La arena, aunque pesada, se cavaba con la misma facilidad que la nieve recién caída y el trabajo proseguía sin esfuerzo, tanto que decidió que si la racionalidad llegaba alguna vez a caer sobre la isla Van Horne entonces excavar al varado Valparaíso podría resultar ser más factible de lo que había supuesto. Una hora después, una tumba colectiva estaba abierta en el centro del campo.

Tiró los cadáveres dentro, rezó por sus almas y volvió a tirar la arena con la pala.

Seguir el rastro de los desertores fuera del anfiteatro no supuso ningún problema. Colillas, lengüetas de latas de cerveza, corchos de botellas de vino, cáscaras de cacahuetes, cortezas de naranja y pieles de plátano marcaban el camino. Inevitablemente, Thomas pensó en Hansel y Gretel, que dejaron caer piedrecitas para poder reunirse con su dócil padre y su maliciosa madrastra. Al parecer, incluso una familia disfuncional era mejor que ninguna.

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