James Morrow - Remolcando a Jehová
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- Название:Remolcando a Jehová
- Автор:
- Издательство:Norma
- Жанр:
- Год:2001
- Город:Barcelona
- ISBN:84-8431-322-0
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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La desigualdad entre Wheatstone y Spicer era indignante. Cierto, el contramaestre iba armado, llevaba un ancla sin cepo de la Juan Fernández en la mano derecha, pero se echara al lado que se echara, el montacargas le seguía, con los cuernos rajando el aire neblinoso como los colmillos de un elefante a la carga. Wheatstone se cansaba con cada minuto que pasaba; el sacerdote casi vio cómo el ácido láctico le contaminaba la sangre al pobre hombre, consecuencia del intento desesperado de sus músculos por quemar todo el azúcar.
—Es aún peor de lo que imaginábamos —comentó Thomas, dándole los prismáticos a su amiga—. Se han pasado a los dioses.
Miriam enfocó el campo y se estremeció.
—¿Esto es el futuro, Tom, venganza parapolicial, ejecuciones públicas? ¿Es ésta la forma de la era posteísta?
—Hemos de tener fe —dijo él, cogiendo los prismáticos otra vez.
Milagrosamente, en aquel momento Wheatstone tomó la iniciativa. Mientras un grito bestial le surgía de los labios —un aullido como el que Thomas había oído por última vez en un exorcismo—, el contramaestre hizo girar el ancla sobre la cabeza, al parecer con la intención de pinchar una rueda. Soltó el cabo. El ancla voló, alcanzó el cuerno derecho del montacargas y se clavó en el barro. Los paganos estallaron en aplausos, en reconocimiento por un gesto inútil bien hecho.
Segundos después, animaban a Spicer a que contraatacara.
—¡Cógele, Joe!
—¡Atropella a ese cabrón!
—¡Vamos!
—¡Dale!
—¡Vamos!
Riéndose como un maníaco, Spicer sacó una red de carga del compartimiento trasero del montacargas y la dejó caer hábilmente sobre el contramaestre aterrorizado. Wheatstone tropezó y se cayó boca abajo. Cuanto más luchaba, más se enredaba, pero no fue hasta que empezó a deslizarse hacia adelante, el cuerpo le rebotaba contra las rocas afiladas, la frente se abría camino por entre el barro como un arado haciendo un surco, que Thomas se fijó en la amarra de dacrón que iba desde la red de carga hasta el parachoques trasero.
—¡Tom, va a matar a ese hombre!
Spicer remolcaba a su presa dando vueltas y más vueltas, como si estuviera representado una parodia grotesca de la misión del Val. Wheatstone gritaba. Daba patadas y sacudía los brazos y las piernas. Empezó a deshacerse, sus órganos, líquidos, salían por los intersticios de la red de carga como tomates chafados empapando el fondo de una bolsa de la compra.
Cuando quedó claro que Wheatstone estaba muerto, dos marineros fornidos corrieron al campo, cortaron la amarra y lanzaron el cuerpo atado del contramaestre hacia el rastrillo.
Los paganos se pusieron en pie de un salto y vitorearon.
—¡Sí, Joe!
—¡Así se hace!
—¡Sí, Joe!
—¡Así se hace!
El sacerdote y la monja corrieron al valle, gimoteando consternados, la arena mojada se les pegaba a las botas. Juntos atravesaron la puerta principal y entraron en el mundo que había bajo las gradas, un laberinto de túneles viscosos y encenagados en los que el botín del Val —bazukas, neveras, cajas, generadores diesel, consolas de videojuegos—, estaba tirado como los restos de un barco arrojados sobre la playa. La luz del día les atrajo. Apareció una rampa. Se abalanzaron al aire libre.
Un río de vino bajaba fluyendo por las escaleras de mármol; salchichas abandonadas se pudrían bajo los asientos; trozos de pizza mordisqueados y manzanas medio comidas se estropeaban al calor. Mientras Karl Jaworski cruzaba la arena corriendo —como alma que lleva el diablo—, Thomas y Miriam ascendían unas cuantas hileras y se detenían, jadeando, entre Charlie Horrocks, sus rasgos enterrados en una rodaja enorme de sandía, y Bud Ramsey, con los labios sellados alrededor de una botella de Budweiser. Thomas tardó varios segundos en darse cuenta de que Dolores Haycox y James Echohawk, echados en los asientos que tenía justo en frente, estaban entablando relaciones sexuales con energía.
—¡Hola, padre Tom! —dijo Ramsey. Tenía la barbilla salpicada de espuma de cerveza—. Buenas, Miriam.
—Una fiesta genial, ¿eh? —dijo Horrocks, saliendo del trozo de sandía.
Haycox y Echohawk gimieron al unísono, avanzando a tientas hacia un orgasmo de una intensidad que, en una era previa, probablemente sólo podrían haber imaginado.
A la izquierda de Horrocks, las tres víctimas de Karl Jaworski, la robusta Isabel Bostwick, la esbelta An-mei Jong y la exótica Juanita Torres, se habían acurrucado juntas y enviaban besos hacia Spicer. Bostwick lamía un caramelo turco. Jong chupaba de una botella de champán Cook’s. Llevando sólo el sujetador y las bragas, Torres agitaba un par de pompones que había improvisado rasgando su camiseta de Menudo y atando las tiras a unas pistolas de aguja.
A pesar del intenso frenesí del campo, a pesar del espantoso hecho de que Spicer había logrado de algún modo poner a Jaworski contra la pared sur y en aquel momento iba derecho hacia él, a Thomas le pareció que lo que ese anfiteatro albergaba en realidad era una especie de Nichtige de Barth: una nada ontológica donde antes había estado la gracia de Dios, la gravedad ciega de la nada devorando toda la bondad y la piedad como un agujero negro dándose un festín de luz. Jaworski cayó de rodillas. En consecuencia, Spicer bajó la horquilla del montacargas. En una exhibición coral de pura felicidad, Bostwick, Jong y Torres se alzaron a una y gritaron juntas:
—¡Mata!
Thomas veía lo que estaba a punto de suceder. Le rogó a Dios que no pasara.
—¡Mata!
—¡Mata!
En el mismo momento en que la súplica tomaba forma en los labios del sacerdote, el cuerno izquierdo del montacargas golpeó de lleno a Jaworski, se le hincó en el abdomen con la suavidad de la lanza de Longinos al clavarse en el Salvador crucificado.
—¡Diana! —chilló Jong cuando Jaworski, empalado, ascendió.
—¡No! —bramó Thomas—. ¡No! ¡No!
—Calma, tío —dijo Ramsey—. No te pongas histérico.
Spicer dio marcha atrás. Jaworski, gritando de agonía, colgaba en la horquilla, retorciéndose como un escarabajo en un alfiler de sombrero.
—¡No! —gimió Miriam.
—¡Así! —chilló Torres.
—¡De puta madre! —gritó Bostwick.
Con el ceño fruncido pensativamente, Spicer manejaba los controles del montacargas, hundiendo el diente aún más a medida que subía y bajaba al hombre ensartado una y otra vez. Jaworski se agarraba a la vara de acero mojado, bañando las manos en su propia sangre al intentar, con valentía pero en vano, liberarse.
—¡Spicer, Spicer, Spicer es cojonudo! —gritó Bostwick—. ¡Como Spicer no hay ninguno!
A Thomas le entraron unas ganas terribles de vomitar que le desgarraron el estómago y le quemaron la tráquea, cuando los mismos marineros que antes se habían deshecho de Wheatstone sacaron, deslizándolo, el cadáver de Jaworski de la horquilla y lo tiraron con indiferencia al barro. Miriam, llorando, le cogió la mano a su amigo y le hundió la uña del pulgar en la palma con tanta fuerza que le hizo sangre. Él ahogó las náuseas gracias a la fuerza de voluntad.
—¡Vamos, vamos, Joe, Joe! —gritó Torres, agitando los pompones—. ¡Vamos, vamos, Joe, Joe! ¡Vamos, vamos, Joe, Joe!
Con el ancla lista, Neil Weisinger se dirigió hacia el centro del campo a trompicones. Spicer, aminorando la marcha, salió en su persecución.
—¡Deteneos! —gritó Miriam. Thomas tuvo que admitir que sonaba mas como una profesora disciplinando a una guardería que como la voz de la razón evocando el espíritu de Immanuel Kant—. ¡Deteneos ahora mismo!
Spicer lanzó la red.
Falló.
El chico se retiró, el ancla se balanceaba junto a él, los pies desnudos chapoteaban en el barro. Arrojando gases negros por el tubo de escape, el montacargas se le vino encima a diez, quince, veinticinco kilómetros por hora. Spicer elevó la horquilla a la altura del vientre de Weisinger.
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