James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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Cuando la noche cayó en el panteón, Anthony encendió la linterna. En el centro de la plaza una losa pesada de mármol descansaba encima de las patas delanteras incorpóreas de un león de piedra. El capitán roció la superficie del altar con el rayo de la linterna. Barro. Conchas aplastadas de ostras. El esqueleto de un mero. Alcantarillas de sangre.

Más allá, en una pared alta y solitaria aparecía una serie de escabrosos frisos con instrucciones. Anthony se dio cuenta de que era una especie de manual de uso para el altar, que incluía la mejor forma de colocar a la víctima, el ángulo adecuado en el que introducir el cuchillo y el método correcto para sacar el contenido de un abdomen humano.

Según los frisos, los dioses de la isla eran entendidos en entrañas. Al parecer, una vez extraídos de sus moradas viscosas, los duodenos, los yeyunos y los ileones se traspasaban a soperas de barro y se colocaban delante de los ídolos como boles humeantes de fideos. Un fragmento irregular con forma de estrella de una de esas soperas estaba a los pies de Anthony. Lo pisoteó con una mezcla de miedo e indignación, como si estuviera chafando una cucaracha. En lo que llevaba de viaje, no le había cogido mucho afecto a su cargamento, ese viejo sonriente avinagrado, ese juez de sonrisa burlona pero, de pronto, el monoteísmo judeocristiano le parecía un importante paso adelante.

El cansancio empezó a apoderarse de los huesos del capitán. Sacó el Monte Alban, tomó un buen trago, luego barrió la basura de la losa y subió. Otro trago. Se estiró, se echó. Otro. En el Anno Postdomini Uno, un hombre podía beber todo lo que le apeteciera.

Anthony bostezó. Se le cerraron los párpados. Lemuria, Pan, Mu, Dis, la Atlántida: ser un marino mercante significaba haber oído hablar de decenas de mundos perdidos. Basándose sólo en la posición del Val, al norte de Madeira, al este de las Azores, justo después de los Pilares de Hércules, la Atlántida era la candidata más probable, pero sabía que se necesitaría algo más que simple geografía para hacerle dar un nuevo nombre a la isla de su padre.

Se despertó con el sonido de un grito, un grito retumbante de «¡Anthony!», y por un instante creyó que el borracho, el glotón, el comedor de opio o el sodomita había cobrado vida y le estaba llamando. La luz del sol le bañó las sienes, los rayos calientes cortaban la niebla. Se desabrochó el chaquetón.

—¡Anthony! ¡Anthony!

Levantándose de la losa, se dio cuenta de que estaba oyendo la voz de catedrático de Ockham.

—¡Padre!

Vestido con la sudadera de Fermilab y un panamá, el sacerdote jadeaba a la sombra del sodomita. Se le veía aturdido, traumatizado, como lo estaría cualquier hombre de su vocación al contemplar los pormenores descarnados de la bestialidad.

—Estábamos encima del cadáver cuando se partieron los huesos del oído —dijo Ockham—. El ruido más terrible que he oído en mi vida, el crujido de la fatalidad. No sé cómo, logramos llegar a la Juan Fernández.

—Thomas, me alegro de verle —dijo Anthony, tocándole el brazo al sacerdote con la botella vacía de Monte Alban. Con la decadencia que proliferaba entre la tripulación y los dioses de piedra que surgían del fondo marino, era un placer estar con alguien que había oído hablar del Sermón de la Montaña—. Todo se está desmoronando y ahí está usted, un puerto en la tormenta.

—Ayer bailé desnudo en el ombligo de Dios.

Anthony se estremeció y tragó saliva.

—¿Ah, sí?

—Con la hermana Miriam. —El sacerdote se cogió el cuello de la sudadera y se separó el algodón pegajoso del pecho—. Un patinazo. La Idea del Cadáver. Ya he recuperado el control. De verdad.

—Padre, ¿qué está pasando? Esta isla no tiene sentido.

—Miriam y yo discutimos sobre el problema a la hora de la cena.

—¿Se les ha ocurrido algo?

—Sí, pero es bastante descabellado. ¿Está listo? Supongo que no está al corriente de la llamada teoría del caos…

—No.

—… pero uno de sus conceptos clave es la «atractriz extraña», el fenómeno que aparentemente hay debajo de la turbulencia y de otros acontecimientos en apariencia fortuitos. Como el Val y su cargamento viajaban hacia el norte, podrían haber generado una variedad única de turbulencia y el cuerpo, esto es sólo una suposición, el cuerpo se convirtió en una atractriz extraña. Pues bien, aquí está el quid de la cuestión. El orden viejo y pagano se vería especialmente vigorizado por una atractriz de este tipo. ¿Lo entiende? Cuando el Corpus Dei pasó por encima, este mundo se vio atraído por él de manera natural, ansioso de hacerse valer otra vez. ¿Me sigue?

—¿Está diciendo que su cuerpo actuó como un imán?

—Exactamente. Un imán metafísico, capaz de hacer descender brumas sobrenaturales del cielo al mismo tiempo que extraía a una civilización pagana del suelo oceánico.

—¿Por qué no pasó algo así en el golfo de Guinea?

—Me imagino que no hay civilizaciones paganas en el fondo del golfo de Guinea.

—He oído decir que la Atlántida estaba aquí por alguna parte.

—Yo, por el contrario, estoy bastante seguro de que la Atlántida nunca existió.

—Entonces seguiremos llamándola isla Van Horne.

Dirigiéndose hacia el glotón, Anthony reflexionaba sobre la combinación peculiar de terror y éxtasis esculpida en la cara del jabalí condenado a morir. La teoría del caos… atractrices extrañas… imanes metafísicos. Jesús.

—No dejaremos que este lugar nos derrote, ¿verdad? —dijo el capitán—. Quizá nuestro barco se haya encallado y hayamos perdido el cargamento, pero seguiremos oponiendo resistencia. Haremos que los marineros caven un canal.

—No —dijo Ockham—. No es posible. —Su tono era sombrío y solemne—. Han abandonado, Anthony.

—¿Quién ha abandonado?

—La tripulación.

—¿Qué?

—Pasó más o menos a medianoche. Sacaron a Wheatstone, a Jaworski y a Weisinger del calabozo, luego improvisaron un puente y descargaron un montón de cosas por la borda: utensilios de cocina, proyectores de vídeo, alguna maquinaria pesada, casi toda nuestra comida…

—No me creo lo que estoy oyendo.

—Además de quizá una docena de cajas de licor de contrabando y unos doscientos paquetes de seis cervezas.

—¿Y entonces?

—Se largaron. Se han ido, Anthony.

—¿Que se han ido? —En los pliegues calientes y ensangrentados del cerebro del capitán una migraña empezó a echar raíces—. ¿Adónde?

—Les vi por última vez cruzando las dunas hacia el norte.

—¿Los oficiales también? ¿Los maquinistas?

—Spicer, Haycox, Ramsey.

—¿Quién se quedó?

—Miriam, por supuesto, y además Rafferty, O’Connor, nuestra náufraga, la oficial de radiotelegrafía…

—¿Cassie se quedó? Bien.

—Su modo de correspondemos, supongo.

—¿Alguien más?

—Chickering. Follingsbee. Conmigo, tiene a ocho personas de su parte.

—Un motín —dijo Anthony. La palabra se convirtió en estiércol en su boca.

—Deserción más bien.

—No, un motín. —Agarrando la botella vacía de mescal por el cuello, la rompió contra la rodilla izquierda del glotón, lanzando el gusano encurtido al aire. Se iban a enterar. Una cosa era romper cada una de las leyes conocidas en tierra y otra muy diferente violar el primer precepto del mar. ¿Volverse contra su capitán? Ya puestos, se podría tomar lejía, disparar un rayo láser contra un espejo, hacerle al diablo un cheque sin fondos—. ¿Qué piensan que conseguirán con esta mierda?

—Es difícil saberlo.

—Vamos a darles caza, Thomas.

—Spicer mencionó un objetivo.

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