James Morrow - Remolcando a Jehová
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- Название:Remolcando a Jehová
- Автор:
- Издательство:Norma
- Жанр:
- Год:2001
- Город:Barcelona
- ISBN:84-8431-322-0
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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—Eh, tíos, ¿alguno de vosotros había oído algo parecido? —gimió Charlie Horrocks—. Una isla que saliera así de ninguna parte, ¿alguien lo había oído?
—Yo no —aseguró Bud Ramsey.
—Es inaudito —dijo Big Joe Spicer—. Incluso en un viaje raro como éste, es totalmente inaudito.
—Quizá el padre Thomas podría darnos una explicación —soltó Lianne Bliss—. Es un genio, ¿no? ¿Dónde está el padre Thomas?
—Si pasan más gilipolladas en este viaje —dijo Sam Follingsbee—, me voy a volver loco.
—¿De verdad cree que seremos capaces de sacar el barco cavando? —preguntó Crock O’Connor, frotándose la quemadura de vapor antigua que le cubría la frente.
Buena pregunta, decidió Anthony.
—Claro que sí. —El capitán se pasó el dedo índice por el ápice de la nariz rota—. La fe mueve montañas y la Marina Mercante de los Estados Unidos también.
—¿Quiere saber qué opino? —preguntó Marbles Rafferty—. Nuestra única esperanza es que esta maldita cosa vuelva a escurrirse hasta el sitio de donde vino, así de repente, chorreando agua, exactamente del mismo modo en que llegó.
—¿Sí? Pues yo no contaría con ello —intervino Dolores Haycox—. Si queréis que os diga, ha venido para quedarse y nosotros también, atrapados en nuestro paraíso privado.
—Paraíso privado —repitió Anthony—. Entonces tenemos derecho a ponerle un nombre. —Le rodeó el brazo fornido a Echohawk con la mano—. La siguiente entrada en el diario del contramaestre dice así: «A las 1645 horas, el Valparaíso encalló en la isla Van Horne».
—Qué modesto por su parte —dijo Rafferty.
—No le estoy poniendo mi nombre. Mi padre se pasó toda la vida intentando encontrar una isla desconocida. Un gilipollas de cuidado, mi papá, pero se lo merece.
Anthony se sacó la pluma de ángel del bolsillo superior de su chaquetón y se rascó la frente, que le picaba, con el cañón. Cadenas, pensó. Sí. Cadenas. Las cadenas de remolque eran increíblemente gruesas, pero la de un ancla sería una escalera perfecta. Encendió el interfono y se puso en contacto con la sala de máquinas y ordenó a Lou Chickering que enviara a alguien hacia la proa con instrucciones para que soltaran el anclote de babor.
—Crock me ha dicho que estamos varados —protestó Chickering—. Hemos ido a parar a un atolón, ¿no?
—Algo parecido.
—¿Tiene miedo de que nos vayamos a la deriva?
—Tú baja la maldita ancla, Lou.
Rafferty se metió un Pall Mall entre los labios.
—Si quiere, capitán, estaría encantado de dirigir un grupo de exploración.
Era el siguiente paso lógico, pero Anthony sabía que él debía ser el primer hombre en calibrar el mundo de su padre.
—Gracias, Marbles, pero estoy reservando ese trabajo en concreto para un servidor. Es una cuestión personal. Esperadme a última hora de la noche.
—¿Mantenemos el curso actual? —preguntó el primer oficial, con cara de póquer.
—Mantenemos el curso actual —dijo Anthony sin parpadear.
Bajó en ascensor a la tercera planta, tras visitar primero su camarote y luego la cocina principal para abastecerse para la conquista de la isla Van Horne: comida, agua, brújula, linterna, botella de mescal Monte Alban con gusano encurtido de Oaxaca incluido. Descendió a la cubierta de barlovento, empujó la moto de trial de O’Connor por la pasarela, entró en el castillo de proa y se metió a cuatro patas en los tramos húmedos y llenos de residuos de la sala de molinetes del ancla.
El descenso por la cadena del ancla fue muy peligroso y doloroso —los eslabones estaban resbaladizos y el metal tosco le raspó las palmas de las manos—, pero a los quince minutos Anthony estaba en la superficie esponjosa de la isla.
Escamosa y arenosa, roja como el clarete, la materia de la que estaban compuestas las dunas de alrededor parecía más motas de herrumbre que la arena de azúcar moreno que uno solía encontrarse a lo largo del paralelo 35. La falta de vida del lugar le turbaba. No parecía tanto una isla del mar de Gibraltar como un meteoro extraído de la corteza de algún planeta singularmente inerte y estéril.
Las heridas del Val eran feas y profundas. La mitad inferior del timón estaba doblada unos diez grados. Tenía la quilla dentada como un cuchillo de trinchar. El árbol de la hélice de babor se había soltado y la misma hélice estaba vertical en las dunas como las aspas de un molino de viento medio enterrado. Daños graves, sin duda, pero no de tal gravedad que un patrón listo no pudiera compensar por medio de algunas maniobras astutas y unos cuantos trucos profesionales. Todo era cuestión del casco, el único órgano verdaderamente vital del barco. Anthony se quedó mirando las placas incrustadas de bálanos; los frotó con los dedos, los rozó con la pluma. Una juntura irregular se extendía sesenta metros a lo largo del lado de estribor como una cicatriz quirúrgica, prueba de su encuentro fatídico con el arrecife Bolívar, pero no parecía que la soldadura hubiera sufrido daños. En efecto, el casco entero parecía intacto. Suponiendo que lograran soltar el petrolero cavando, era casi seguro que flotaría.
Dio un paso atrás. Como el arca descansando en el Ararat, el petrolero estaba sobre una montaña de arena, barro, coral, piedras y conchas. La bandera del Vaticano colgaba sin vida de la driza. Las cadenas de remolque caían impotentes de la popa, tocaban las dunas y se perdían en el mar. Tras ponerse las gafas de espejo, Anthony escudriñó la cala, esperando que su cargamento hubiera flotado milagrosamente hasta los bajos, pero no vio más que rocas recortadas y grumos de niebla fibrosa.
Sacó la brújula de la mochila de lona, se orientó y se dirigió resueltamente hacia el norte.
Cuanto más se alejaba Anthony, más obvio era que la isla Van Horne había yacido bajo un importante vertedero de alta mar. Al ascender del fondo oceánico, la isla había traído consigo la basura de medio continente. Era el cubo de basura de Italia, la papelera de Inglaterra, el pozo séptico de Alemania, el orinal de Francia.
Tapándose la boca y la nariz con la mano, pasó a toda prisa junto a un montón enorme de residuos químicos, cientos de bidones de doscientos litros apilados en una especie de pirámide azteca postindustrial. Un kilómetro más allá estaban los restos de unos mil automóviles, los chasis arrancados, amontonados uno junto al otro como esqueletos flanqueando el paseo de un osario. Luego venían los electrodomésticos: batidoras, tostadoras, neveras, cocinas baratas, microondas, lavaplatos, todo tirado al azar aunque, en conjunto, formaban un escenario extrañamente coherente, un telón de fondo para una comedia posteísta protagonizada por una Donna Reed envejecida y demente rumiando sola en la cocina, conspirando para envenenar a su familia.
Cayó el anochecer, que le robó el calor a la isla y ennegreció las arenas rojas. Anthony se subió la cremallera del chaquetón, sacó la botella de Monte Alban de la mochila y, después de tomarse un trago largo y caliente, siguió adelante.
Una hora después, se encontró entre los dioses.
Cuatro, para ser exactos: cuatro ídolos de granito de unos cinco metros de alto, cada uno al mando de una esquina diferente de una plaza de losa embarrada. Anthony emitió un grito ahogado. Ya era extraño que la isla Van Horne siquiera existiera, pero mucho más que el lugar hubiera sido la sede de una comunidad humana, la respuesta atlántica, quizá, a aquella tribu triste que se había establecido en la isla de Pascua. Al norte se alzaba la estatua de un bebedor rechoncho que alzaba un odre por encima de la boca abierta y soltaba un torrente de vino. Al este, un glotón de mejillas gordas, con la barriga del tamaño de una bola de demolición, intentaba ingerir un jabalí vivo entero de un solo mordisco grandioso. Al sur, un comedor de opio de ojos saltones devoraba un ramo de amapolas. Al oeste, un aficionado a la sodomía, poseído por una erección tan enorme que parecía que estuviera montado en un balancín, se preparaba para copular con una manatí hembra. Deambulando entre los ídolos, Anthony se sintió como si le hubieran transportado al pasado, de vuelta a una época en la que los pecados principales se celebraban, no, no se celebraban exactamente: era más como si el pecado no se hubiera inventado todavía y la gente sencillamente actuara según se lo pedían sus impulsos, sin preocuparse demasiado por la opinión de un hipotético ser supremo sobre tales conductas. Los dioses de la isla Van Horne no hacían leyes, no dictaban sentencias, no pedían consuelo.
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