James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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—Nadie mira —observó Miriam.

Los cuerpos se estrecharon con fuerza, como manos apretadas para rezar.

—Estamos solos —corroboró Thomas. Tan cierto, tan patéticamente cierto; eran huérfanos en el Anno Postdomini Uno, más allá del bien y del mal. Era como vivir dentro de un chiste picante. ¿Quién le cuida el conejo a la monja? El pastor. Se sentía sucio, perverso, condenado, extasiado.

Un temblor les acarició los pies descalzos.

—El Tribunal Supremo ha levantado la sesión —dijo Miriam.

Un segundo temblor, el doble de intenso que el primero.

—Al tribunal se lo han comido los gusanos.

Un estremecimiento aterrador sacudió el ombligo.

Se separaron, estirando los brazos hacia afuera para no perder el equilibrio. A Thomas le recorrió la confusión. ¿La resurrección? ¿Su baile era tan pecaminoso que había despertado a Dios del coma?

—¿Qué sucede? —dijo Miriam con la voz entrecortada. ¿Un tifón? ¿Un maremoto?

—No lo sé. Pero creo que en estos momentos estamos en el sitio equivocado.

Se vistieron apresuradamente y, sin terminar, Thomas hizo una pausa breve para observar un acto que nunca había visto, la extraña postura de yoga con la que una mujer se pone el sujetador. La carne bajo sus pies temblaba como un campo de aspic. El aire retumbaba por unas explosiones. El rocío salpicó en el desfiladero. Era como si el Corpus Dei entero se estremeciera, presa de un ataque de epilepsia póstumo.

Con los zapatos y los calcetines en la mano, volvieron corriendo al Wrangler, subieron y, tras acallar a Salomé, se fueron zumbando.

—¿Un remolino? —preguntó Miriam.

—Es posible.

—¿Una tromba?

—Podría ser.

Pisando a fondo, Thomas guió el Wrangler hasta la superficie de la barriga y, haciendo caso omiso de la niebla cegadora, empezó a seguir por el diafragma. Viró hacia el este y se detuvo. La Juan Fernández, gracias a Dios, estaba donde la habían dejado, atada al embarcadero de goma que Rafferty había amarrado al sobaco de estribor poco antes de que empezaran a remolcar el cuerpo. Abandonaron el Wrangler y bajaron por la escalera de Jacob, cruzaron a gatas el muelle que se balanceaba con violencia y saltaron a la lancha.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Thomas, colocándose detrás del volante.

—Culpable. —Miriam soltó amarras—. Pecamos, ¿no? Contemplamos nuestra desnudez.

—Pecamos —afirmó él, girando la llave de contacto. El motor se puso en marcha y se mantuvo encendido—. Eres hermosa, Miriam.

—Tú también.

Thomas viró la Juan Fernández y, acelerando al máximo, la pilotó por encima del codo sumergido. El paso a lo largo de la mejilla estaba picado y era traicionero y tardaron casi quince minutos en alcanzar el mar abierto. Justo delante estaba el superpetrolero, la camareta alta envuelta en niebla, el casco cabeceaba y se mecía como si estuviera haciendo el amor apasionadamente con el mar.

—¿Y cómo te sientes al ser culpable? —preguntó Thomas, gobernando la lancha por un rumbo definido por la cadena de remolque de estribor.

—Mal —respondió ella.

—Mal —corroboró él.

—No me siento tan mal al ser culpable —añadió, después de pensar un poco—, como bien al bailar.

En ese momento, desafiando la lógica, denegando la gravedad, desdeñando la física newtoniana, el Valparaíso empezó a alzarse. Bloqueando el volante con los codos, Thomas se arrancó los prismáticos y limpió el vaho con la manga. Se los volvió a poner. Sí, estaba sucediendo de verdad, un transportador de crudo ultra grande entero se movía hacia el cielo, cortinas enormes de agua del mar caían del casco y de la quilla. Gimió. En el universo nuevo y sin normas, ¿qué fuerza arcana estaba luchando por nacer? ¿Qué había traído la muerte de Dios?

Entonces llegó la respuesta. Una isla: una expansión de nueve kilómetros de calas recortadas y acantilados carmesíes que se liberaba del mar de Gibraltar como una ballena al surgir del agua, llevándose el petrolero consigo. Olas inmensas salían de la masa ascendiente arrojando espuma y restos flotantes cuando, al fluir hacia el sur, rompían contra el cráneo divino.

—Hostia —dijo Miriam—. Hostia bendita.

Un crack repentino resonó por la corriente de Portugal, como si se hubiera roto el cascarón de un huevo gigante: los huesos del oído de Dios al partirse, se dio cuenta Thomas, un sonido que ningún ser humano había oído jamás.

Cuando por fin la isla recién nacida se detuvo —dejando al Valparaíso embarrancado, el cuerpo a la deriva y todas las cartas de navegación del mar de Gibraltar obsoletas—, Miriam le cogió la mano nudosa y temblorosa al sacerdote.

—Jesús, Tom, le hemos perdido.

—Le hemos perdido —afirmó él.

—Le encontramos y ahora le hemos perdido. ¿Qué significa eso? ¿Es culpa nuestra?

—¿Nuestra? No lo creo.

—Pero pecamos —dijo la monja.

—No a esta escala —dijo él, señalando la masa de tierra errante.

Con lo cual, Thomas Wickliff Ockham, Sociedad de Jesús, con su Dios desaparecido y el amor propio destruido, se tiró contra el volante y lloró.

Isla

Anthony no podía parar de reír. Se daba cuenta de que, desde que habían salido a toda máquina del puerto de Nueva York, el universo había intentado gastarle una broma especialmente cruel y complicada y ahora, por fin, la había encontrado. Sacar una islita absurda del mar de Gibraltar. Embarrancar el barco de Van Horne. Robarle el cargamento.

Divertidísimo.

El puente era un hervidero de gente. Al deducir que el Val estaba encallado, casi todo el mundo que estaba por encima del rango de marinero preferente había ido, por instinto, a buscar a su capitán, a exigirle que explicara ese surgir insólito, a pesar de que el capitán del petrolero estaba tan perplejo como su tripulación. En aquel momento estaban todos entre las consolas de control y los radares —oficiales, maquinistas, jefe de cocina, operador de bombeo—, moviéndose inquietos como una congregación de milenaristas esperando el fin del mundo. Anthony notaba su hostilidad. Sentía su indignación. Sabía lo que estaban pensando. Nunca más, se prometía cada marinero. Nunca más navegaré con Anthony Van Horne.

—Supongo que debería apagar los motores —sugirió Dolores Haycox, la oficial de guardia, inclinándose hacia las palancas de mando.

Hasta aquel momento, Anthony no se había dado cuenta de que las hélices seguían moviéndose, girando en el espacio ineficazmente.

—Apágalos —dijo él, con una risilla.

—Ya no hay necesidad de coger el timón, ¿verdad? —preguntó James Echohawk, el marinero que estaba al timón.

—Verdad —respondió el capitán, con una risita.

—¿Qué es lo que le hace tanta puta gracia? —preguntó Bud Ramsey.

—No lo cogerías.

—Póngame a prueba.

—El universo.

—¿Eh?

Ahogando la risa, Anthony agarró el micrófono de megafonía:

—¡Escuchad, escuchad bien! ¡Como veis, marineros, estamos en un buen aprieto! —Sus palabras amplificadas retumbaron por la cubierta de barlovento y desaparecieron en las dunas envueltas en brumas que había más allá—. Tardaremos al menos tres días, tal vez cuatro, en sacar el barco de aquí cavando, tras lo cual encontraremos el cuerpo, lo volveremos a conectar —hizo un gran esfuerzo para creérselo—, ¡y nos pondremos manos a la obra otra vez!

Se dio cuenta de que el problema urgente no era liberar el Val sino simplemente bajar e inspeccionar los daños. Eran prisioneros de su barco, estaban aislados como el Constitution de plástico que su padre había sellado en la botella para enfriar el agua. Por todos los lados, el casco varado del petrolero se hundía en las arenas mojadas, una caída que ninguna pasarela o escalera de Jacob alcanzaban ni remotamente a sondear.

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