James Morrow - Remolcando a Jehová
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- Название:Remolcando a Jehová
- Автор:
- Издательство:Norma
- Жанр:
- Год:2001
- Город:Barcelona
- ISBN:84-8431-322-0
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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—Esperamos que separen las cadenas de remolque con una explosión —dijo Oliver—, y envíen a ese capullo directamente al Dorsal de Mohns.
—Vietnam tenía posibilidades —dijo Flume—, pero entonces los hippies se hicieron con él.
—Y ni nos hablen de la Operación Tormenta del Desierto —dijo Pembroke.
—Un videojuego pésimo —aseguró Flume.
—Una maldita miniserie —corroboró Pembroke.
—¿Me entienden? —preguntó Oliver—. El cargamento del Valparaíso tiene que desaparecer.
—No hay problema —contestó Flume—. Sólo que aquí seguimos la costumbre de la Marina de los EEUU, ¿vale? Nada de «el» antes del nombre de un barco. Es Valparaíso, no «el» Valparaíso. Enterprise, no «el» Enterprise. ¿Entendido?
Pembroke se acercó a la fotografía y clavó el dedo índice en el pecho de la carcasa.
—¿Por qué sonríe así?
—Si usted fuera así de grande —dijo Barclay—, también sonreiría.
—¿Tienen alguna razón para sospechar que no tendremos el campo libre para disparar? —preguntó Flume—. Cuando el Bombardero de Reconocimiento Seis hundió Akagi, el comandante McClusky tuvo que soportar todo tipo de mierda, cazas, barcos de protección, fuego antiaéreo. Valparaíso no lleva ningún cañón Bofor, ¿verdad?
—Por supuesto que no —dijo Winston.
—¿Ningún destructor de escolta?
—Nada parecido.
—Vaya —dijo Pembroke, sonando un tanto decepcionado—. Creo que deberíamos usar cazas torpederos Devastator TBD-1, ¿no, Alby?
—Está claro que serían los más efectivos contra un objetivo de esta clase —admitió Flume, asintiendo con la cabeza—. Por otra parte… —De repente el empresario teatral se quedó absorto y cerró los ojos.
—¿Por otra parte…? —dijo Winston.
—Por otra parte, fueron los aviones Dauntless SBD-2 de bombardeo en picado los que hicieron saltar a Akagi por los aires.
—Así que si bien los Devastator funcionarían mejor… —dijo Pembroke.
—Los Dauntless serían más exactos históricamente —apuntó Flume.
—Yo votaría por los Devastator —dijo Oliver.
—Una decisión difícil en ambos casos. ¿Se la dejamos al almirante, Sid?
—Buena idea.
Flume apagó el cigarrillo en el cenicero de Dumbo.
—Naturalmente, tiene que ser una operación relámpago. Me imagino que si Enterprise se mantiene a, digamos, unos doscientos cuarenta kilómetros al oeste del objetivo, los japos nunca sabrán de dónde llegaron los aviones.
—Lo último que queremos es que Japón se cabree con Alby y conmigo —explicó Pembroke—. Vamos a necesitar toda su cooperación para Guadalcanal.
—Pásense por Shields, McLaughlin, Babcock y Kaminsky el miércoles y ellos les darán un borrador para que se lo pasen a sus abogados —dijo Flume—. Probablemente tardaremos un par de semanas en concretar todos los detalles: calendario de pagos, representaciones y garantías, el papel de las indemnizaciones…
—Está diciendo que… ¿hemos hecho un trato? —preguntó Winston, entusiasmado.
—¿Diecisiete millones? —dijo Flume, alzando su Ruppert.
—Diecisiete millones —confirmó Oliver, levantando su Rheingold.
Dos botellas de cerveza antiguas se unieron, sonando en el aire caliente de Manhattan.
—¿Saben qué creo que deberíamos hacer ahora mismo? —dijo Pembroke—. Creo que deberíamos inclinar la cabeza y rezar.
Una brisa suave soplaba de un lado a otro de la proa del Valparaíso cuando Cassie bajaba la escalera y, como Julieta saliendo al balcón, se unía al marinero preferente Ralph Mungo en el puesto de observación de proa. El aire fresco le acarició la piel. Lentamente, el sudor se le evaporó de la cara. Por la mañana, gracias a Dios, habrían cruzado el paralelo treinta y tres y habrían dejado atrás para siempre el espantoso verano norteafricano.
Dándole caladas a un Marlboro, Mungo miraba el mar fijamente. La luna creciente estaba baja, fija en el cielo estrellado como una tajada de melón cantalupo. Cassie puso el termo de café en la barandilla, se metió la mano en el bolsillo de los pantalones cortos y sacó el fax codificado que Lianne había interceptado aquella tarde en el cuarto de radiotelegrafía.
Las cartas de amor de Oliver, con sus poemas empalagosos ilustrados con bocetos pornográficos, nunca le habían emocionado de verdad, pero estas palabras le llegaron hasta la médula. Al descodificarlas, había experimentado algo primario, el mismo tipo de sobrecogimiento que Darwin, Galileo y un puñado de otras personas debieron de sentir al darse cuenta de que estaban forjando el curso de la historia intelectual. Cierto, los detalles eran perturbadores: a pesar de su afecto por todo lo teatral, no le gustaba colocar el destino de la razón en manos de ninguna organización que se hiciera llamar Sociedad de Recreación de la Segunda Guerra Mundial de Pembroke y Flume. (Esos hombres no sonaban como los salvadores del humanismo secular; sonaban como un par de lunáticos.) Lo que a Cassie le parecía tan conmovedor era la racionalidad de Oliver, el hecho de que hubiera interpretado el cuerpo correctamente, como una amenaza y que se hubiera lanzado a combatirlo de inmediato. Su insistencia en la seguridad le pareció especialmente astuta. Por intuición se había dado cuenta de que si el Vaticano se olía un ataque inminente, desviarían la misión o levantarían defensas que la Sociedad de Recreación nunca podría esperar penetrar. «Éste será mi único comunicado», había escrito cerca del final.
Espera un ataque aéreo a 68°11’N, 2°35’O, a 240 kilómetros al este del punto de lanzamiento, isla Jan Mayen. Recreando Midway, los aviones cortarán las cadenas de remolque, abrirán una brecha en el objetivo y enviarán nuestros problemas al fondo de la Dorsal de Mohns…
Inclinándose sobre la barandilla, le otorgó al fax el mismo trato que le había infligido a la reseña tan negativa y virulenta que el Village Voice había hecho de su obra sobre Jefté, el guerrero del Libro de los Jueces que inmoló a su propia hija para mantener un pacto con Dios. «La sátira auténtica es a la risilla pueril lo que un buscapiés a un buscapleitos, una distinción a la que una joven autora llamada Cassie Fowler es claramente ajena…»
El bueno de Oliver. Nunca la había abandonado, ¿verdad? Incluso cuando era una dramaturga combativa y él un tarambana izquierdista que pintaba paisajes urbanos sombríos mientras esperaba la contribución de su fondo fiduciario. Allí estaría ella, sentada en el sótano de algún bar de la calle Broome o de alguna casa de empeños de la avenida D, una de esas reservas destartaladas de cucarachas que tenían la cara de llamarse teatros, junto a Broadway (un poco más lejos y hubiera estado en Queens), mirando un ensayo desastroso de Runkleberg o de Dios sin lágrimas, y de pronto aparecería Oliver, incluso si eran las tres de la madrugada, trayéndole café solo y bollos dulces, diciéndole que era la Jonathan Swift del Lower East Side.
Apenas había lanzado los trocitos de papel a la Corriente de Portugal cuando el mismísimo Anthony Van Horne bajó al puesto de observación, vestido con su andrajosa chaqueta de béisbol de los Mets y su gorra con visera de John Deere. Le invadió un ataque de culpabilidad. Este hombre le había salvado la vida y ahí estaba ella conspirando para abortar su misión.
—Tienes suerte, marinero, voy a hacerme cargo de tu guardia —Van Horne le dijo a Ralph Mungo. Un gran cardenal violeta, bañado en grasa gloriosa, se extendía desde el ojo derecho del viejo marinero—. ¿No te importa?
—A la orden, capitán —saludando, sonriendo, Mungo lanzó la colilla por la borda y subió la escalera a toda prisa.
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