James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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3 de agosto.

En el día de hoy en 1924, mi Compañero de bolsillo del navegante observa que: «Joseph Conrad, autor de Lord Jim, Tifón y otros clásicos del mar, murió en Bishopsbourne, Inglaterra».

Empezaré con las buenas noticias. Por motivos que sólo ellos conocen, los depredadores han tirado la toalla. En lo referente a los buitres y las serpientes, calculo que nos hemos alejado demasiado de sus territorios. Por lo que respecta a los tiburones, bueno, ¿quién sabe lo que pasa por esas mentes antiguas?

Esta mañana hice que Rafferty recogiera todo el material antidepredador, sacara los cartuchos y las cargas y pusiese a buen recaudo las armas vacías en la bodega del castillo de proa. Ya no necesitamos todo eso y dado el ambiente anárquico actual que reina en el barco no me cuesta nada imaginar a los marineros haciendo uso criminal de un cañón lanzaarpones o de una bazuka.

Una vez más intentamos atornillar cánulas en la arteria carótida derecha de Dios y una vez más fracasamos, pero ésa no es la peor noticia. Las peleas y los robos continúan, pero ésa tampoco es la peor noticia. La peor noticia es el tiempo.

El cálculo exacto nos sitúa a 80 kilómetros al sur de las Azores. Es difícil saberlo con seguridad, porque las señales del Marisat no llegan y no vemos nada a más de 20 metros en ninguna dirección. Con la niebla sé qué hacer, pero esto es otra cosa, un mejunje tan espeso que ha cegado los dos radares. Olvídate de los sextantes.

Hace una hora le expliqué nuestras opciones a Ockham. O bien rompemos el silencio radiofónico y les preguntamos a los guardacostas portugueses dónde demonios estamos o reducimos la velocidad hasta ir a paso de tortuga para evitar estrellarnos contra las Azores.

—¿Algo así como a cuatro nudos?

—Algo así como a tres nudos.

—A esa velocidad no superaremos el plazo previsto —observó el padre.

—Correcto.

—Sus neuronas morirán.

—Sí, si le queda alguna.

—¿Usted qué prefiere? —Ockham quería saber.

—Rafael nunca mencionó neuronas —respondí.

—Gabriel tampoco. ¿Quiere que reduzcamos la velocidad?

—No, quiero que le salvemos el cerebro.

—Yo también, Anthony. Yo también.

A las 1355 rompimos el silencio radiofónico. En el fondo del corazón ambos sabíamos que no funcionaría. La maldita niebla devoraba todo lo que transmitíamos: emisiones de onda corta, señales en la banda ciudadana, transmisiones de fax.

He de irme, Popeye. He de volver para reducir a 10 revoluciones. La migraña que tengo ahora es la peor que he tenido jamás, a pesar de las aplicaciones generosas de grasa gloriosa. Es como si se me estuviera muriendo el cerebro, célula a célula a célula, apagándose junto con el de Dios.

Otra vez la música de Strauss, esta vez Salomé, cien voces operísticas que llenaban la cabina del Jeep Wrangler mientras Thomas conducía hasta las profundidades empapadas del ombligo. La ruta era peligrosa, una rotación cada vez más estrecha envuelta en un manto de niebla pegajosa, pero el Wrangler se abría camino, llevando al jesuíta y a la carmelita a través del terreno del ombligo como un burro llevando a unos turistas al Gran Cañón.

Reconocería que el viaje era un acto desesperado, un ultimo esfuerzo para desacreditar el cuerpo en cuestión, puesto que sólo invalidando el cadáver en sí esperaba poder invalidar la idea del Cadáver y así, quizá, acabar con la plaga que ahora hacía estragos a bordo del Valparaíso. A primera vista, por supuesto, el ombligo de su cargamento no tenía más significado teológico que sus verrugas («Haya un ombligo» y hubo un ombligo), y sin embargo algo de este rasgo en particular, con sus claras implicaciones de una generación previa, había hecho que surgiera en Thomas un optimismo inusitado. ¿Acaso un ombligo no anunciaba un Creador del Creador? ¿Acaso no denotaba un Dios antes de Dios?

A los pocos minutos, estaban en el fondo, medio acre de carne moteada con trozos de coral, muestras de algas y algún que otro cangrejo muerto. Thomas giró la llave de contacto, y apagó el motor junto con Salomé. Aspiró. La niebla le llenó los pulmones como vapor alzándose de un pantano mesozoico. Haciendo un movimiento que al sacerdote le pareció desconcertante, la hermana Miriam se inclinó y, con agresividad, giró la llave de contacto, devolviendo a Salomé a la vida.

Thomas se quitó el cinturón de seguridad, salió de la cabina y cruzó la ensenada húmeda y salobre. Cayó de rodillas y pasó la mano por la epidermis, buscando alguna pista que indicara que un cordón umbilical se había elevado, como una secuoya, desde este lugar: evidencia de una protodivinidad, señal de un precreador, prueba de una placenta inimaginable que flotaba por la Vía Láctea como una nebulosa de emisión.

Nada. Cero. Ni un nudo.

Se lo había imaginado. Aun así, insistía, masajeando el terreno como si estuviera intentando una variedad escatológica de resurrección cardiopulmonar.

—¿Ha habido suerte?

Hasta aquel momento, no se había dado cuenta de que Miriam estaba a su lado.

Desnuda.

Lo que le dejó atónito fue lo detallada que era, lo maravillosamente pormenorizada. Las venas azules le trazaban una telaraña por los pechos, las vueltas y los giros hirsutos de su vello púbico, la mirada ciclópea de su ombligo, el cordón del tampón colgando entre las piernas como un plomo. Sus granos. Sus pecas. Sus manchas de nacimiento, poros y costras. No era Miss Noviembre. Era una mujer.

De modo que Weisinger no se había equivocado. Cualquiera, incluso Miriam, podía encontrar la libertad que viaja en la estela de Dios.

—No —contestó Thomas, nervioso, levantando la mano del suelo de la cavidad. Un glups fuerte se le escapó de la garganta—. No s-siento nada.

—De lo que estamos hablando en realidad —dijo Miriam, respirando hondo—, es del gnosticismo, claro. —Su ropa, vaqueros, camisa de trabajo caqui, ropa interior, todo, estaba encharcada a sus pies. Al dar un paso vacilante hacia adelante, recordaba a la Venus de Botticelli emergiendo de su concha, una vieira humanoide e infinitamente deseable.

—Cierto. —El sudor le trazaba un círculo alrededor del cuello a Thomas. Se abrió el alzacuello empapado—. Rezamos para que nuestro cargamento r-resulte ser el D-Demiurgo —continuó, desabrochándose la camisa negra.

—Esperamos que no sea Dios.

—Pero el gnosticismo es una herejía —observó el sacerdote, saliendo de sus Levi’s—. No, peor que una herejía: es deprimente. Nos reduce a espíritus s-sofocados atrapados en carne de gran maldad.

El sonido frenético de un tambor salió de los altavoces del Wrangler.

—La Danza de los siete velos —explicó Miriam, nerviosa, contoneando las caderas épicas. Wendy y Wanda estaban en marcha, meneándose en oscilaciones hipnóticas—. Las trompetas y los trombones hablan después y luego se convierte en un vals. ¿Has bailado alguna vez en el ombligo de Dios, Tom?

El sacerdote se quitó la camisa y los calzoncillos.

—Nunca.

Las trompetas chillaron, los trombones balaron, una tuba solitaria atronó. Al principio, Thomas sólo miró, llevando únicamente los prismáticos puestos. Se imaginó que era Herodes Antipas, contemplando el baile increíblemente sensual que, en un paroxismo de pedofilia, le había encargado a su hijastra nubil, Salomé, sin adivinar jamás que su precio sería la cabeza de San Juan Bautista. Y los movimientos de Miriam eran realmente sensuales, no lujuriosos, no lascivos, sino sensuales, como la Canción de Salomón o las abluciones de Betsabé o Magdalena al lavarle los pies polvorientos al Señor.

Le cogió la mano a su amiga y le rodeó la cintura hermosa y abundante. Bailaron un vals: con torpeza al principio, como bufones, de hecho, pero entonces les invadió un engrama oculto, una sensibilidad latente para el ritmo y para la forma, y él la guió por el suelo gomoso con pasos atrevidos y rápidos. La extraña niebla flotaba por todas partes, mantas de bruma que envolvían los cuerpos que daban vueltas en un calor denso y delicioso. Algo se le despertó en las entrañas inactivas durante tanto tiempo. No siguió una erección. No le consumía la lujuria. Estaba contento. Este baile se adentró en algo más profundo que las entrañas, mucho más allá de la lujuria, le llevó de vuelta a una existencia antigua, presexual, que compartían con las esponjas y las amebas.

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