James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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El foco vuelve a dirigirse a Moisés, que está sobre la duna.

ENTREVISTADOR: Cuando subiste al Monte Sinaí, Jehová te ofreció mucho más que el Decálogo.

MOISÉS: DeMille lo filmó todo, Marty, las seiscientas doce leyes, cada una de ellas destinada al suelo de la sala de montaje.

Baja una pantalla de proyección trasera, en la que aparece un pasaje de Los diez mandamientos. El dedo índice de Dios en dibujos animados está grabando afanosamente el Decálogo en la pared del Sinaí. Al grabar la última regla, NO DESEARAS, el fotograma se congela de repente.

DIOS: (voz en off) Ahora vamos a por los detalles. (redoble) Cuando hagas la guerra a los pueblos enemigos y el Señor, tu Dios, te los dé en tus manos y hagas cautivos, si entre ellos vieres a una mujer hermosa y la deseas, la tomarás por mujer.

ENTREVISTADOR: He de admirar a DeMille por usar algo así. Deuteronomio 21:10, ¿verdad?

MOISÉS: Has acertado, Marty. Era un realizador cinematográfico con más agallas de lo que imaginan sus detractores.

DIOS: (voz en off) Si mientras riñen dos hombres, la mujer del uno, interviniendo para librar a su marido de las manos del que le golpea, agarrase a éste por las partes vergonzosas, le cortarás las manos sin piedad.

ENTREVISTADOR: ¿«Partes vergonzosas»? ¿DeMille usó eso?

MOISÉS: Deuteronomio 25,11.

DIOS: (voz en off) Cuando uno tenga un hijo indócil y rebelde, lo tomarán su padre y su madre y lo llevarán a los ancianos de su ciudad y le lapidarán todos los hombres de la ciudad.

MOISÉS: Deuteronomio 21:21.

ENTREVISTADOR: Y yo que siempre había creído que DeMille tenía miedo de la controversia.

MOISÉS: Era un magnate con huevos, Marty.

ENTREVISTADOR: Malditas cadenas de teatro.

MOISÉS: (asintiendo con la cabeza) Se creen que el mundo es suyo.

Joe Spicer se puso en pie de un salto, lanzó su cangrejo de herradura y dijo:

—¡Tíos, hemos estado cometiendo un grave error epistemológico!

—¡Schopenhauer confundía el culo con las témporas! —afirmó Dolores Haycox, tirando a un lado su serpiente marina liberiana—. ¡El significado de la vida no viene de Dios! ¡El significado de la vida viene de la vida!

—¡Capitán, tiene que perdonarnos! —suplicó Bud Ramsey.

En ese momento Cassie se despertó.

6 de agosto.

Ockham no bromeaba. Los cabrones nos desplumaron. Hasta que podamos formar un grupo de pesca, tendremos que comer cualquier cosa que les cayera o que no quisieron desde un principio.

Me estoy quemando, Popeye. Ardo con auras de migrañas y visiones relucientes de lo que les haré a los amotinados cuando les coja. Me veo pasando por la quilla a Ramsey, la parte inferior del Val cubierta de bálanos raspándole la piel como un pinche de cocina pelando una patata. Me veo cortando a Haycox en dados pequeños y perfectos y lanzándolos al mar de Gibraltar, un aperitivo para los tiburones. ¿Y Joe Spicer? A Joe Spicer le ataré a una placa Butterworth y le azotaré hasta que el sol se le refleje en la columna.

Bienvenido a Anno Postdomini Uno, Joe.

A las 1320 Sam Follingsbee me entregó un inventario: una penca de plátanos, dos docenas de perritos calientes, algo más de un kilo de Cheerios, cinco barras de pan, cuatro rodajas de queso americano Kraft… No puedo seguir, Popeye, es demasiado deprimente. Le dije al cocinero que elaborara un sistema de racionamiento, algo que nos permita seguir adelante lo que queda del mes.

—¿Y después? —preguntó.

—Rezaremos —respondí.

Aunque los amotinados entraron en la bodega del castillo de proa y se largaron con todas las armas antidepredadores, no pensaron en saquear el armario de la camareta alta, así que no tienen proyectiles para las bazukas ni arpones para los WP-17. En lo que respecta al armamento más potente, nos hemos desarmado eficazmente. Por desgracia, también arrancaron dos alfanjes de adorno de la sala de oficiales, seis o siete pistolas de bengalas y un puñado de detonadores. Dados este arsenal y su superioridad numérica, no veo forma alguna de atacar su campamento y ganar.

Así que nos sentamos. Y esperamos. Y sufrimos.

Chispas no deja de intentar ponerse en contacto con el mundo exterior. No hay suerte. Sé cómo ocuparme en caso de encallar, de que haya escasez de alimentos, y quizá incluso de un motín, pero esta niebla interminable me está sacando de quicio.

A las 1430 Ockham y la hermana Miriam llenaron sus mochilas y salieron para el norte, hacia el otro lado de las dunas, a buscar a esos cabrones.

—Suponemos que Immanuel Kant no se equivocaba —explicó el padre—. Hay una ley moral natural, un imperativo categórico, latente en el alma de todas las personas.

—Si podemos hacer que los desertores lo entiendan —dijo Miriam—, es muy posible que se recuperen.

¿Sabes que creo, Popeye? Creo que están a punto de hacer que les maten.

Encontraron a los desertores por su risa: chillidos de placer primitivo y gritos de alegría posteísta sonando desde el otro lado de las arenas mojadas. El corazón le latió más rápido a Thomas, que sacudió el crucifijo en miniatura que llevaba metido entre el pecho y la sudadera.

Frente a ellos, una cadena de dunas altas y húmedas crepitaban al sol. Uno junto a la otra, el jesuita y la carmelita subieron, haciendo una pausa a medio camino para beber de sus cantimploras y secarse el sudor de la frente.

—Da igual lo mucho que se hayan hundido, tenemos que ofrecerles amor —insistió Miriam.

—Nosotros también hemos estado allí, ¿no? —dijo Thomas—. Sabemos los estragos que puede hacer la Idea del Cadáver. —Al alcanzar la cima, se llevó los prismáticos a los ojos. Se estremeció, paralizado por una visión tan asombrosa que competía con la reciente Danza de los Siete Velos de Miriam—. Señor…

Un anfiteatro de mármol se extendía por el suelo del valle, la fachada rota por nichos en forma de arco en los que residían estatuas de dos metros y medio de hombres desnudos que llevaban cabezas de toros, de buitres y de cocodrilos, la puerta principal vigilada por un hermafrodita esculpido felizmente ocupado en un acto de autoplacer de una destreza excepcional. Construida para dar cabida a varios miles de espectadores, ahora contenía a apenas treinta y dos. Cada uno de los desertores se estaba poniendo ciego de comida mientras miraba el espectáculo chabacano y frenético que se desarrollaba abajo.

En el centro del campo rocoso, el montacargas de horquilla Toyota del Val iba a toda velocidad en círculos desenfrenados, los dientes de acero amenazando a un marinero aterrorizado que sólo llevaba puestos zapatillas de deporte y bañador negro. Sin poderlo evitar, Thomas pensó en la última vez que había visto el montacargas en acción, la noche en que él y Van Horne había visto cómo Miriam transportaba una caja de huevos frescos a la cocina. En aquel momento era como si el mismo montacargas, como la tripulación, se hubiera vuelto depravado, presa de una versión análoga y tecnológica del pecado.

Giró la rueda de enfoque. El marinero amenazado era Eddie Wheatstone, el contramaestre alcohólico que Van Horne había encarcelado por destruir la máquina del millón de la sala de juegos. El contramaestre tenía la cara cubierta de sudor. Sus ojos parecían a punto de reventar. Thomas recorrió el anfiteatro con los prismáticos y enfocó. Joe Spicer estaba sentado detrás del volante, llevaba puesta una camiseta de Michael Jackson y unos pantalones cortos caqui y tenía una lata de Coors en la mano: el sensible Joe Spicer, el oficial más civilizado de la Marina Mercante, el hombre que se traía libros al puente, estaba ahora cautivado por la Idea del Cadáver. Hizo otro recorrido con los prismáticos y enfocó. Cerca del rastrillo se encogía de miedo el fofo Karl Jaworski, el famoso libidinoso del barco, en calzoncillos de algodón y mocasines indios. Neil Weisinger, que sólo llevaba puesto un suspensorio, estaba acurrucado junto a la pared del norte como en estado catatónico.

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