James Morrow - Remolcando a Jehová
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- Название:Remolcando a Jehová
- Автор:
- Издательство:Norma
- Жанр:
- Год:2001
- Город:Barcelona
- ISBN:84-8431-322-0
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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—¡Vuelve a poner la película!
—¡Pon la música!
—¡Que te jodan!
— ¡Calígula!
—¡Escuchadme! —insistió Thomas.
—¡Scorched Earth!
— ¡Calígula!
—¡Scorched Earth!
— ¡Calígula!
—¡Estáis usando el cadáver como excusa! —gritó el sacerdote—. ¡Schopenhauer estaba equivocado! ¡Un mundo sin Dios no pierde sentido ipsofacto!
La comida llegaba de todos los puntos de la brújula: aluviones de patatas hervidas, salvas de pan italiano, cañonazos de pomelos. Un coco grande y áspero le rasguñó la mejilla izquierda a Thomas. Una granada se le hizo añicos en el hombro. Huevos y tomates le explotaron contra el pecho.
—¡Tenéis una ley moral kantiana dentro!
Alguien volvió a poner Calígula. Bajo la persuasión de la lengua de la mujer de un senador romano, un gran pene erecto que no pertenecía al senador soltó su contenido lechoso como un volcán arrojando lava. Thomas se frotó los ojos. El órgano en erupción se le quedó grabado, flotando en su mente como la imagen posterior de una bombilla de flash mientras huía del Museo de Historia Antinatural.
—¡Immanuel Kant! —gritaba el sacerdote desesperado, corriendo por las calles de la ciudad. Se metió la mano debajo de la sudadera de Fermilab y apretó el crucifijo, como si quisiera chafar el Cristo y la Cruz hasta formar un solo objeto—. ¿Immanuel, Immanuel, dónde estás?
Hambruna
Vista a través de la ventana helada del Cessna bimotor, la isla Jan Mayen le pareció a Oliver Shostak uno de sus objetos favoritos del mundo, el sujetador francés de encaje blanco que le había regalado a Cassie cuando cumplió treinta años. Había dos manchas simétricas correspondientes a las copas, la Baja Mayen y la Alta Mayen, masas de terrenos montañosos unidas por un puente de granito natural. Alzó los binoculares y recorrió la costa con la mirada hasta llegar al fiordo Eylandt, una hendidura tan cruda y recortada que parecía la secuela de un intento fracasado de extracción de un diente.
—¡Ahí está! —afirmó Oliver por encima del rugido de los motores—. ¡Ahí está Point Luck! —gritó, llamando a la bahía por el nombre con que Pembroke y Flume insistían en que se la llamara.
—¿Dónde? —preguntaron Barclay Cabot y Winston Hawke al unísono.
—¡Allá… al este!
—¡No, aquello es el fiordo Eylandt! —le corrigió el piloto del Cessna, un nombre curtido, oriundo de Trondheim, que se llamaba Oswald Jorsalafar.
No, pensó Oliver, Point Luck: ese pedazo sagrado del noroeste pacífico de la isla Midway donde, el 4 de junio de 1942, tres portaaviones americanos habían estado al acecho para tenderle una emboscada a la Marina Imperial japonesa.
Recorrió el horizonte con los binoculares una y otra vez. No había ni rastro del Enterprise, pero no le sorprendía. Sólo en el mejor de los casos, Pembroke y Flume habrían hecho ya la travesía desde Cape Cod hasta el océano Ártico. Lo más probable era que todavía estuvieran al sur de Groenlandia.
La única pista de aterrizaje de Jan Mayen se extendía a lo largo del extremo oriental de su única población, una estación de investigación científica con el nombre altisonante de ciudad de Ibsen. Cuando el Cessna aterrizó, la estela de la hélice provocó un tornado de nieve, hielo, ceniza volcánica y botellas vacías de cerveza Frydenlund. Oliver pagó a Jorsalafar, le dio una propina generosa y, llevándose la mochila al hombro, se unió al mago y al marxista en la fría marcha hacia el oeste.
A la luz pálida de los rayos del sol de medianoche, la ciudad de Ibsen se mostraba como una colección de barracones Quonset oxidados y de casas ruinosas de madera, cada una colocada sobre cimientos de grava para que no se hundiera en el suelo ilusorio llamado permafrost. Al llegar a la plaza central Oliver, Barclay y Winston se dirigieron al hostal Hedda Gabler, un motel en dos niveles injertado en una taberna creada en un hangar de aluminio corrugado para aviones. Un letrero de neón que decía BAR SUNDOG se encendía y se apagaba en la ventana de la taberna; un faro en la tundra.
El gerente del hostal, Vladimir Panshin, un expatriado ruso con el aspecto rudo y desenfadado de un campesino de Brueghel, no se tragó el cuento de los ateos de que eran miembros desafectos de la jet set en busca de aquellos lugares exóticos y emocionantes que las agencias de viajes no conocían. («Quienquiera que les dijera que Jan Mayen es emocionante —dijo Panshin—, debe de tener un orgasmo cuando se limpia los dientes con hilo dental») Pero, en última instancia, sus sospechas no importaban. Estuvo encantado de registrar a los ateos en el Gabler y de venderles la media libra de queso Gouda (cinco dólares americanos), los cuatro litros de leche de reno (seis dólares) y la docena de barritas de cecina de caribú (un dólar cada una) que necesitaban para la excursión del día siguiente.
Oliver durmió mal aquella noche —los ronquidos ciclónicos de Winston combinados con el reto de digerir un carísimo estofado de perdiz blanca—, y a la mañana siguiente sólo se despertó con la ayuda del café más fuerte del Gabler. A las ocho, hora de Jan Mayen, los ateos pasaron caminando penosamente junto a los límites de la ciudad y entraron en la tundra inexplorada que había más allá.
Después de una hora de caminata hicieron una pausa para comer y extendieron el picnic sobre el istmo estrecho de una roca que marcaba el camino hacia la Alta Mayen. El queso estaba mohoso, la leche agria, la cecina dura y llena de arena. Inevitablemente, Oliver se imaginó al cargamento de Anthony Van Horne creando aquel istmo en concreto: las manos gigantescas bajando del cielo, pellizcando la isla por el medio. La visión le alarmó y le deprimió. ¿Qué harían los científicos de la ciudad de Ibsen si algún día descubrían que sus teorías intrincadas del uniformismo y de la tectónica de placas no tenían ningún sentido? ¿Cómo reaccionarían al enterarse de que la respuesta verdadera al enigma geomórfico era, quién lo hubiera dicho, la intervención divina?
Al cruzar a la Alta Mayen, los tres hombres siguieron un sendero cubierto de piedra pómez que atravesaba las estribaciones de las montañas Carolus, un viaje muy entretenido gracias a una actuación particularmente deslumbrante de la aurora boreal. Si Oliver se hubiera traído su material de dibujo, habría intentado pintar el fenómeno, esforzándose en captar en el lienzo los arcos diáfanos, los remolinos etéreos y los fantasmagóricos titileos carmesíes. Por fin, el fiordo Eylandt estaba ante ellos, una extensión tranquila de agua azul acero salpicada irregularmente con pedazos gigantes de masas flotantes de hielo. El gran temor de Oliver era que el Enterprise se retrasara y tuvieran que acampar en la tundra, de modo que se alegró bastante cuando lo vio anclado, con cuatro hidroaviones PBY amarrados a popa. Su felicidad no duró. El portaaviones se veía viejo, débil, pequeño. Era pequeño, lo sabía: la mitad que el Valparaíso, veinte veces más pequeño que Dios. Las seis decenas de aviones de combate amarrados a la cubierta de vuelo no parecían ni remotamente capaces de cumplir con su cometido.
Barclay accionó su código de señales portátil, enviando ráfagas de luz eléctrica al otro lado del fiordo. D-I-V-I-N-I-D-A-D, el nombre en clave de su campaña.
El Enterprise respondió: A-H-O-R-A-V-E-N-I-M-O-S.
Los ateos bajaron gateando por la pared del acantilado, un descenso peligroso a través de musgo resbaladizo, trozos recortados de piedra pómez y una planta espinosa de espíritu mezquino que les rasgó las botas de piel de foca y les hizo sangrar los tobillos. Llegaron a la playa al mismo tiempo que la lancha del portaaviones: una lancha a motor con el interior de madera que lucía una cubierta de lona sobre el timón y llevaba una bandera de 48 estrellas, históricamente exacta. Vestido con una cazadora de aviador del Memphis Belle, Sidney Pembroke estaba sentado en la cubierta de proa, saludando con la mano enmitonada.
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