James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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—¡Bienvenidos a Point Luck! —Un chorro de aliento condensado salió de la boca de Pembroke. Incluso con el aire del Ártico, que le ponía las mejillas coloradas, seguía pareciendo anémico—. ¡Saltad a bordo, chicos!

—¡Hay mucha sopa de tomate calentita Campbell’s en Enterprise! —gritó Albert Flume, también sin sangre en las venas, desde detrás del timón—. ¡Mmm, mmm, bien! —Se había cambiado el traje a rayas por la imagen del saboteador: chaleco de vicuña, jersey azul de cuello redondo, gorra negra de punto, como Anthony Quinn en Los cañones de Navarone.

Tras rodear el regulador con un guante de piel de becerro de bombardero, Flume puso el motor en punto muerto. Junto a él había un hombre de mandíbula de granito y barriga abultada que llevaba el sencillo uniforme caqui de un oficial naval americano en el momento de ganar la Segunda Guerra Mundial. Tenía los hombros decorados con estrellas de almirante.

Oliver se adentró en los bajos, y se estremeció cuando el agua helada entró a borbotones por los rasgones de sus botas de piel de foca, y subió por encima del espejo de popa, con Barclay y Winston justo detrás. El hombre de la Marina salió agachándose de la cubierta de lona y sonrió, con una pipa de madera de brezo apagada sujeta entre los dientes.

—Usted debe de ser el Sr. Shostak —dijo el almirante, sometiendo a Oliver a un apretón de manos enérgico—. Yo soy Spruance, Ray Spruance. Siempre uso la marca de condones de su padre. Caray, apuesto a que eso del sida le ha sido de gran ayuda a su familia, ¿verdad? No hay mal que por bien no venga.

Oliver hizo una mueca y dijo:

—Éstos son mis colegas: Barclay Cabot, Winston Hawke.

—El placer es todo mío, muchachos.

—¿Cómo se llama en realidad? —preguntó Winston, aguantándose una sonrisita de complicidad.

—Da igual, Sr. Hawke. Durante las próximas dos semanas, seré Raymond A. Spruance, contraalmirante, Marina de los Estados Unidos, al que se le ha encomendado el aspecto táctico de esta operación.

—¿En contraposición al estratégico? —preguntó Oliver. Empezaba a entender cómo pensaban esos idiotas.

—Sí. La estrategia está a cargo del almirante Nimitz, que está en Pearl Harbor.

—¿Dónde está Nimitz en realidad?

—En Nueva York —dijo Flume.

—A él no le estamos pagando, ¿no? —preguntó Oliver.

—Claro que le estamos pagando. —Tras poner el motor en marcha, Flume condujo la lancha fuera de la playa.

—¿Por qué le estamos pagando si no hace nada?

—Sí que hace algo.

—¿Qué?

—Ray se lo acaba de decir. Estrategia.

—Pero ya conocemos la estrategia.

—Mirad, chicos —les espetó el intérprete de Spruance, sacándose rápidamente la pipa de madera de brezo de la boca—, si no pudiera imaginarme el viejo Chesty Nimitz en Pearl, planeando nuestra estrategia, no tendría valor para hacer esto.

—Pero no está en Pearl —dijo Oliver—. Está en Nueva York.

—Podríamos enviarle a Pearl Harbor si quisieras —dijo Flume—, pero te costaría un dineral.

Oliver se mordió la lengua y no dijo nada.

—Sabe, nunca había oído mencionar el capitalismo vigilante hasta que Sidney y Albert me hablaron de ello —Spruance ofreció a los ateos un guiño malicioso de complicidad—, pero debo decir que estoy impresionado.

—Hay gente que cree que estamos fuera de lugar —dijo Winston—, pero eso no nos impedirá que cumplamos con nuestro deber patriótico.

—Eh, que a mí no tienen que convencerme —replicó Spruance—. Llevo años diciendo que los japos son una amenaza mucho mayor para los Estados Unidos ahora que en 1942.

Mientras Flume pilotaba a través del fiordo, Pembroke bajó de la cubierta de proa, se limpió un mancha de guano de éider de la cazadora de aviador y se acercó a Winston.

—Bueno, ¿qué te parece el destacamento dieciséis? —preguntó Pembroke, señalando hacia el Enterprise.

—Sólo veo un barco —dijo Winston.

—Bueno, para nosotros es un destacamento —soltó Pembroke en un tono ofendido—. El destacamento dieciséis. Tenemos a Enterprise, su lancha, cuatro PBY…

—Ya.

—Un destacamento, ¿no?

—Y que lo digas.

—¿Fueron bien las cosas en Martha’s Vineyard? —preguntó Barclay.

—De maravilla —respondió Pembroke—. Se agotaron las localidades.

—Lo vimos todo desde el yate de motor de mi padre —dijo Flume—. Una verdadera butaca de primera fila.

—Alby trajo un picnic alucinante.

—Todo es mejor con la encarnizada Batalla de Midway desarrollándose a tu alrededor.

—La ensalada de patata es mejor y también lo es el pastel de chocolate.

—Excepto Soryu, ¿te lo puedes creer? No se hundió —afirmó Flume, maniobrando la lancha con cuidado a lo largo del portaaviones.

—¿Ah, no? —preguntó Oliver.

—No, siguió flotando incluso después de que McClusky descargara una de sus bombas directamente por la chimenea de popa —le respondió Spruance—. Eh, no se preocupe, hijo. Lanzaremos cincuenta veces más de TNT sobre su golem del que lanzamos sobre Soryu. —El almirante saltó atléticamente desde la lancha a la pasarela—. Los mejores torpedos y las mejores bombas destructoras de toda la maldita marina. Artillería de vanguardia.

Al desembarcar, Oliver subió las escaleras tambaleantes tras Spruance, una ruta que les llevó directamente por delante de una nave del hangar. Un marinero de mediana edad con uniforme de alférez estaba encorvado sobre el fuselaje de un Devastator TBD-1, haciéndole pequeños ajustes al motor.

—Por lo que calculamos —dijo Oliver, hablando por encima del bramido de las masas flotantes de hielo—, el Valparaíso no cruzará el círculo hasta dentro de unos cinco o seis días.

—Vale, pero será mejor que empecemos a enviar patrullas enseguida, sólo para asegurarnos —dijo Spruance—. Nuestros PBY harán el trabajo. Reconocimiento de vanguardia.

—¿Hay algún peligro de que el Val pase sin que lo veamos?

Spruance miró a Oliver a la cara. El viento del Ártico le despeinó el pelo de tordillo al almirante.

—El PBY es el mejor avión de reconocimiento de su época, Sr. Shostak. ¿Entiende? El mejor de su época.

—¿Qué época?

—Mil novecientos cuarenta y dos.

—Pero estamos en mil novecientos noventa y dos.

—Eso es una cuestión de opinión. De todos modos, tenemos un equipo de radar totalmente nuevo en el puente de Enterprise.

—¿Un radar de vanguardia? —Oliver ya se sentía mejor. El Devastator era una máquina de aspecto realmente aterrador. Irradiaba una especie de altivez tecnológica, el desprecio del metal por la carne.

—Un radar de vanguardia —repitió el intérprete de Ray Spruance con una señal de aprobación enfática—. Todo Panasonic.

Un gruñido bajo y constante. Un dolor agudo en lo más hondo de las tripas. «¿Hambre?», se preguntó Neil Weisinger, empezando a recuperar el conocimiento. Sí, ésa era la palabra, hambre.

Liberándose de la maraña de cuerpos que dormían y roncaban, el joven marinero echó un vistazo a su reloj digital. 10 de agosto. Miércoles. Nueve de la mañana. Maldita sea, había estado durmiendo dos días enteros. Le picaban los ojos. Tenía espasmos en la vejiga. Caminó lentamente y con mucho cuidado entre los escombros —las latas de Miller Lite y las botellas de champán Cook’s, los huesos de pollo y las cáscaras de huevo, los CD subidos de tono y las cintas de vídeo clasificadas X— y, después de caminar completamente desnudo por el soportal del sur, meó abundantemente sobre un fresco bucólico precioso que representaba a un rebaño de carneros violando en masa a una pastora pechugona.

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