James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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—¿Jinetes?

—Los cuatro jinetes. Plaga, hambre, guerra, muerte.

Cuando Neil logró soltar la medalla de Ben-Gurion, un chorro caliente de McNuggets de pollo a medio digerir le subió a toda prisa por la tráquea. Vomitó en el cubo de la limpieza. ¿En qué barco estaba? ¿En el Carpco Valparaíso? No. ¿En el Argo Lykes? No. ¿En el barco mercante de servicio irregular en el que el primer oficial Moshe Weisinger había llevado a mil quinientos judíos a Palestina? No, no era un barco mercante de ninguna clase. Era otra cosa. Un campo de concentración flotante. Birkenau con un timón. Y aquí estaba Neil, atrapado en una cámara de gas subterránea mientras el Kommandant la inundaba de Zyklon-B.

—Muerte —repitió, dejando caer la medalla de Ben-Gurion. El disco de bronce rebotó contra el borde del cubo y chocó contra el suelo de acero con gran estrépito—. Muerte por Zyklon-B.

—¿Eh? —dijo el Kommandant Zook.

El cerebro de Neil volaba, flotando fuera del cráneo, cabeceando sujeto al extremo de la médula espinal como un globo de carne.

—Sé a qué juegas, Kommandant. «¡Encerrad a esos prisioneros en las duchas! ¡Abrid el Zyklon-B!»

Como arañas descendiendo por hilos plateados, un par de equipos Dragen bajaron flotando desde la cubierta de barlovento. Atrapados en el haz de luz de la linterna del casco de Neil, los tanques de oxígeno tenían un resplandor de un naranja brillante. Las mascarillas negras y las mangueras azules giraban como locas, entrelazándose. Se lanzó hacia adelante, flexionó los dedos insensibles y empezó a aflojar el nudo gomoso.

—¿Zyklon qué? —dijo Zook.

Neil soltó una mascarilla con forma de pera. Se sujetó las correas frenéticamente. Alargó la mano, arqueó los dedos alrededor de la válvula, giró la muñeca. Atascada. Volvió a intentarlo. Atascada. Otra vez. ¡Se movió! Un centímetro. Dos. Tres. ¡Aire! Cerrando los ojos, inhaló, aspirando la dulzura por la boca, por la nariz, por los poros. Aire, oxígeno glorioso, una cataplasma invisible que le extraía el veneno del cerebro.

Abrió los ojos. El Kommandant Zook estaba sentado en el suelo; tenía la piel pálida como un champiñón, y por la forma de la boca sabía que estaba gimiendo. Una mano sujetaba la mascarilla en su sitio. La otra estaba sobre el tanque, enroscada sobre la válvula como una garrapata gigante chupando sangre.

—Ayúdame.

Neil tardó varios segundos en captar el apuro en que se encontraba Zook. El nazi estaba completamente inmóvil, congelado por alguna combinación espantosa de lesión cerebral y miedo.

—Plaga —dijo Neil. Arrastrando su tanque de oxígeno, cojeó hasta Zook.

—P-por favor.

La libertad corrió por Neil como un pico de cocaína. YHWH no estaba mirando. Nadie le vigilaba. Podía hacer lo que apeteciera. Abrir la válvula del Kommandant o cortarle la manguera por la mitad. Darle un poco de oxígeno del equipo que funcionaba o escupirle a la cara. Cualquier cosa. Nada.

—Hambre —dijo Neil.

El Kommandant dejó de gemir. Se le aflojó la mandíbula. Tenía los ojos apagados y casi en blanco, como si estuvieran hechos de cuarzo.

—Guerra —le susurró Neil al cadáver de Leo Zook.

Del bolsillo superior sacó la navaja suiza. Cogió la hoja larga con dos dedos y la giró hacia afuera. Agarró el mango rojo; clavó; la hoja atravesó la goma con la misma facilidad como si fuera jabón. Riéndose, deleitándose con su libertad, abrió una incisión grande e irregular a lo largo del eje de la manguera del nazi.

—Muerte.

Neil se agachó junto al hombre asfixiado, bebió el oxígeno delicioso y escuchó el estruendo lento y constante de los jinetes que se retiraban.

Plaga

Para Oliver Shostak, enterarse de que la divinidad ilusoria del judeocristianismo había habitado de verdad los cielos y la tierra, dirigiendo la realidad y dictando la Biblia, fue sin lugar a dudas la peor experiencia de su vida. En la escala de la desilusión, estaba muy por encima de su deducción a los cinco años de que Papá Noel era un embaucador, de su descubrimiento a los diecisiete de que su padre se follaba de forma habitual a la mujer que cuidaba a los pointers alemanes de la familia y del juicio que había sufrido al cumplir los treinta y dos años cuando le pidió a la conservadora de la galería Castelli de SoHo que exhibiera lo más destacado de su período de expresionismo abstracto. («El gran inconveniente de estos cuadros», había contestado la anciana obstinada, «es que no valen nada».) Sin embargo, no se podían negar los frutos de la reciente expedición de Pamela Harcourt: doce fotos a todo color, cada una mostraba un cuerpo grande, masculino, sonriente y en decúbito supino que era remolcado por las orejas hacia el norte a través del océano Atlántico. Las ampliaciones de 30 x 40 estaban colgadas en el salón occidental de la sala Montesquieu como los retratos de un antepasado, cosa que, en cierto modo, eran.

—Nuestros últimos trabajos han sido, si puedo hablar mitológicamente, hercúleos —comenzó Barclay Cabot, su rostro ojeroso lanzó un bostezo—. Nuestro itinerario incluyó paradas en Asia, en Europa, en Oriente Medio…

Oliver estaba obsesionado por las ampliaciones. Las odiaba. Ninguna feminista obligada a ver todo un festival de cine de Linda Lovelace se habría sentido más ofendida. Aun así, se negaba a admitir la derrota. En efecto, al recibir el comunicado nefasto de Pamela desde Dakar, había entrado en acción de inmediato, delegando a Barclay para que formara un comité ad hoc y lo llevara a hacer un viaje frenético alrededor del mundo.

Winston Hawke se acabó un pastelillo y se limpió las manos en su sudadera de Trotsky.

—Después de ochenta y cuatro horas de esfuerzos ininterrumpidos, nuestro equipo ha llegado a una conclusión aleccionadora.

Poniéndose en pie, Barclay se sacó un documento legal del bolsillo del chaleco.

—Si te presentas como agente de un gobierno extranjero ansioso por impedir que sus recursos financieros caigan en las manos equivocadas…

—Su propio pueblo, por ejemplo —dijo Winston.

—… hoy en día puedes obtener casi cualquier instrumento de destrucción masiva que se te antoje. Para ser precisos —Barclay leyó detenidamente el documento legal— el Ministerio de Defensa francés estaba dispuesto a alquilarnos un submarino de ataque de clase Robespierre equipado con dieciocho torpedos de lanzamiento adelantado. El Ministerio de Asuntos Exteriores iraní propuso vendernos los treinta y cuatro millones de litros de napalm excedente de Vietnam que le compró a la CIA americana en 1976, más diez cazas F-15 con los que despacharlo. La Marina argentina nos ofreció un alquiler de dos meses del acorazado Eva Perón y, si cerrábamos el trato al momento, nos hubieran dado seis mil cartuchos de regalo. Por último, siempre y cuando estuviéramos de acuerdo en ocultar la fuente, la República Popular de China nos habría concedido lo que llamaba un «acuerdo global» para un arma nuclear táctica y el sistema de entrega que eligiéramos.

—Cada una de estas ofertas se quedó en nada en cuanto los comerciantes se enteraron de que en realidad no representábamos a un Estado soberano —Winston escogió otro pastelillo—. Es inmoral y desestabilizador, dijeron, que unos particulares posean tecnologías como ésas.

—El único disidente de esta política fue una institución privada, la Asociación Nacional del Rifle de América —dijo Barclay—. Pero lo que nos querían vender, cuatro obuses M110 y siete misiles teledirigidos TOW, es inútil para nuestros propósitos.

Oliver refunfuñó bajito. Había esperado un informe más alentador… no sólo porque deseaba impresionar a Cassandra, cuyo fax contenía claramente un subtítulo — demuestra lo que vales, decía entre líneas, demuéstrame que eres un hombre de fortuna —, pero también porque realmente quería ahorrarle a su especie un milenio de ignorancia teísta y de superstición sin sentido.

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