James Morrow - Remolcando a Jehová
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- Название:Remolcando a Jehová
- Автор:
- Издательство:Norma
- Жанр:
- Год:2001
- Город:Barcelona
- ISBN:84-8431-322-0
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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—Dejad que haga una moción —anunció Oliver—. Propongo que enviemos un destacamento a Dakar antes del atardecer de mañana.
—No puedo creerme que hables en serio —soltó el sabiondo Rainsford Fitch, un programador que pasaba las noches encorvado sobre su Macintosh SE-30, calculando complicadas refutaciones matemáticas de la existencia de Dios.
—Yo tampoco —dijo Oliver—. ¿Alguien quiere apoyar la moción?
La tesorera de la Liga, la matronil Meredith Lodge, una funcionaria de Hacienda cuya ambición de toda la vida era entregarle un cargo de impuestos a la iglesia mormona, abrió el libro de contabilidad.
—¿Es ésta la clase de empresa en la que deberíamos gastarnos el dinero?
—Yo lo pagaré todo —Oliver se pulió el coñac—. Los billetes de avión, el alquiler del helicóptero…
—¿Y puede saberse —dijo Barclay, sin hacer ningún esfuerzo para contener una sonrisita de suficiencia—, si el difunto Jehová les legó algo a sus criaturas?
—He preguntado si alguien quiere apoyar la moción.
—Ah, pero claro que sí —insistió Barclay—. ¡Todos hemos oído hablar de la voluntad de Dios! —se oyó una cascada de risas de apreciación por el salón—. Espero que me dejara algo bonito. El río Colorado, tal vez, o quizá un planeta pequeño en Andrómeda, o si no…
—Apoyo la moción —interrumpió Pamela, esbozando una sonrisa enérgica—. Y mientras estoy en ello, dejad que me presente voluntaria para dirigir el destacamento. A ver, ¿qué pasa, amigos? ¿De qué tenemos miedo? Todos sabemos que el Valparaíso no está remolcando a Dios.
«Menos mal que hay vehículos todoterreno», pensó Thomas Ockham mientras, poniendo el Jeep Wrangler en primera, lo conducía por la cuesta arrugada y esponjosa de la frente. Un coche normal y corriente —su Honda Civic, por ejemplo— ya habría sido derrotado, tras quedarse colgado en un grano o atascado en un poro. Todo aquello parecía un anuncio que se podía ver estampado fuera de una iglesia evangélica decadente de Memphis. EL SERMÓN DE HOY: SE NECESITA UN COCHE CON TRACCIÓN A CUATRO RUEDAS PARA CONOCER DE VERDAD AL SEÑOR.
Al levantar la mano de la palanca de cambios, rozó sin querer el muslo izquierdo de la hermana Miriam.
Al principio, ella no había querido acompañarle.
—No estoy preparada para conocerle de esa manera —había dicho, pero entonces Thomas había señalado que, si habían de sobreponerse al dolor, primero tendrían que enfrentarse al cadáver directamente, granos, poros, lunares, verrugas y todo—. La lógica del ataúd abierto —como había dicho él.
Luchando contra un viento de cara, el cadáver navegaba bajo esa mañana, tan bajo que los informes de radio de banda ciudadana que llegaban de los centinelas del torso hablaban de olas que rompían contra los pezones y de una charca formada por la marea que se arremolinaba en el ombligo. Es decir, que el Wrangler no haría el viaje entero aquel día: bajar por la mandíbula, subir por la nuez, cruzar el pecho y la barriga. Menos mal. Cuarenta horas antes Thomas había viajado a lo largo de todo el cuerpo, haciendo una pausa breve encima del abdomen para contemplar el gran cilindro venoso que flotaba entre las piernas (una vista realmente desconcertante, la bolsa escrotal se ondulaba como la cámara de gas de un zepelín inimaginable), y se resistía a repetir la experiencia con Miriam. No era sólo porque los tiburones habían causado una destrucción tan terrible, al arrancar el prepucio como una banda de mohels [4] Mohel: persona cualificada según la ley religiosa judía para realizar circuncisiones. (N. de la T.)
sádicos. Incluso si hubiera estado en buenas condiciones, el pene de Dios seguiría figurando entre aquellas vistas que un sacerdote y una monja no podían compartir cómodamente.
Subieron hasta la cima de la frente y empezaron a bajar, dirigiéndose al desfiladero profundo y azotado por el viento donde crecía la gran nariz.
Técnicamente, por supuesto, sus gónadas no tenían sentido; incluso se podían reunir para disputar la autenticidad del cadáver. Pero una objeción así, le pareció a Thomas, olía a orgullo desmedido. Si su Creador hubiera querido (por las razones que fueran) darse una nueva forma a imagen de sus productos, habría seguido adelante y lo habría hecho. «Haya un pene», y habría un pene. En efecto, cuanto más pensaba Thomas en ello, más inevitable se volvía el apéndice. Un Dios sin un pene sería un Dios limitado, un Dios al que se le había cerrado alguna posibilidad, por lo tanto no sería ningún Dios en absoluto. En cierto sentido, era bastante noble por su parte haber refrendado este órgano tan controvertido. Inevitablemente, Thomas pensó en la hermosa Primera Epístola de San Pablo a los Corintios: «Y a los miembros que juzgamos más viles, a éstos ceñimos de mayor adorno…».
El Wrangler volvía a subir, conquistando la napia a ocho kilómetros por hora. Miriam metió una de sus cintas en el radiocasete, se dio cuenta de que la había puesto al revés, lo intentó otra vez. Apretó play. Al instante, el comienzo espectacular de Así habló Zaratustra de Richard Strauss surgió de los altavoces, una fanfarria popularizada por 2001: Una odisea del espacio de Stanley Kubrick, la gran película escatológica que Thomas y ella habían visto veinticuatro años antes en lo que el mundo laico habría calificado de cita.
Mientras que los genitales le producían una fascinación intrínseca al sacerdote, las cosas que le faltaban al cargamento del Val también le llamaban la curiosidad. No había suciedad debajo de las uñas, por ejemplo, nada de barro de la Creación —más pruebas para decir que el cadáver era una falsificación, aunque la acción limpiadora del mar ofrecía una explicación igualmente posible—. Las muñecas no exhibían ninguna marca de la crucifixión: un ejemplo de auto-curación divina, supuso Thomas, aunque un unitario podría aprovechar, y con razón, esta circunstancia para clamar contra la obsesión con la Trinidad del cristianismo convencional. La carne no mostraba ninguna de las quemaduras que normalmente resultarían de una zambullida a través de la atmósfera de la Tierra; era como si la carcasa no hubiera “caído” en el sentido literal sino que se hubiese materializado, o quizá había estado vivo durante la caída e, intencionadamente, se había eximido de la fricción y se había dejado perecer sólo al alcanzar el golfo de Guinea.
Cuando llegaron a la cima, Miriam dijo:
—Es una paradoja, ¿no?
—¿A qué te refieres?
—A cómo el hecho de Dios nos roba nuestra fe en Dios.
Thomas apagó el motor, luego giró un punto la llave de contacto para que la cinta siguiera sonando.
—Reconozco que la literalidad de todo esto es muy deprimente. Pero es importante intuir el misterio que hay tras la carne. ¿Qué es la carne en realidad? ¿Qué es la materia? ¿Lo sabemos? No. A su manera, la carroña es tan numinosa como la Hostia.
—Tal vez —dijo Miriam sin alterarse—. Podría ser —añadió sin emoción—. Seguro. Ya. Quiero recuperar mi fe, Tom. Quiero volver a sentir esa religión antigua.
Tirando del freno de mano con una mano, Thomas le dio un apretón afectuoso con la otra al hombro de su amiga.
—Supongo que podríamos intentar creer en un Dios sinónimo de algo que esté más allá del cuerpo: un Dios fuera de Dios. Pero Gabriel no nos dejó esa opción. Era un buen católico, mi ángel. Entendía la indivisibilidad final del cuerpo y el espíritu.
El sacerdote salió de la cabina y puso la palma de la mano sobre el capó de acero caliente. Un motor de Wrangler, un Homo sapiens sapiens, un ser supremo, en cada caso, el alma del objeto no se podía abstraer del objeto en sí. Igual que Einstein había demostrado la equivalencia fundamental entre la materia y la energía, también la iglesia de Thomas enseñaba la equivalencia fundamental entre la existencia y la esencia. No había ningún fantasma en la máquina.
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