James Morrow - Remolcando a Jehová
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- Название:Remolcando a Jehová
- Автор:
- Издательство:Norma
- Жанр:
- Год:2001
- Город:Barcelona
- ISBN:84-8431-322-0
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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Empezó resumiendo la crisis. Dos semanas antes, la asamblea legislativa de Tejas había votado purgar todos los institutos del Estado de cualquier material del plan de estudios que no otorgara al llamado creacionismo científico una «equiparación de tiempo» con la teoría de la selección natural. No era que la Liga de la Ilustración dudara del resultado de un enfrentamiento entre la hipótesis de Dios y Darwin. Los fósiles mostraban a gritos la evolución; los cromosomas anunciaban claramente la ascendencia; las rocas declaraban su antigüedad. Lo que la Liga temía era que las editoriales de libros de texto de Estados Unidos simplemente eligieran eludir todo el asunto y volvieran a su recurso sin carácter de los años cuarenta y cincuenta, que omitieran por completo cualquier consideración de los orígenes humanos. Mientras, cada domingo, se seguiría enseñando el creacionismo sin que nadie pusiera objeciones.
En tono de complicidad, Barclay esbozó su plan para el comité. Al amparo de la noche, un pequeño subconjunto de la Liga, una especie de unidad de comandos atea, se arrastraría por el césped lujoso de la Primera Iglesia Baptista de Dallas —«el Pentágono del cristianismo», como decía Barclay—, y abriría con una palanqueta una ventana del sótano. Entraría a hurtadillas en la iglesia. Se infiltraría en la nave. Aseguraría los bancos y, entonces, tras desenfundar sus grapadoras Swingline, cogería las Biblias de una en una y, antes de volver a colocarlas en su sitio, fijaría con cuidado un resumen de treinta páginas de El origen de las especies entre el índice de materias y el Génesis.
Equiparación de tiempo para Darwin.
«Vaya un guión tan atrevido», pensó Oliver, tan audaz como la vez en que habían falseado una materialización de la Virgen María en el servicio religioso común de Boston, tan valiente como cuando habían eclipsado una concentración antiabortista en Salt Lake City contratando al grupo de rock de mala reputación Flesh Before Breakfast para que cantaran en medio de la calle Qué droga tenemos en Jesús.
—Los que estén a favor del contraataque propuesto…
Diecisiete síes retumbaron por el salón occidental de la Sala Montesquieu.
—Los que se opongan…
Inevitablemente, la secretaria encargada de los informes, la cascarrabias Sylvia Endicott, se puso en pie.
—No —dijo, gruñendo la palabra más que diciéndola—. No y no otra vez. —Sylvia Endicott: la guerrera viva más vieja del escepticismo, la mujer que en su juventud radical había dirigido una campaña perdedora para que quitaran CONFIAMOS EN DIOS de las monedas de la nación y una lucha igualmente infructuosa para que se instalara una placa en la esquina de la calle de Kansas City donde Sinclair Lewis había desafiado a Dios a que le matara—. Ya conocéis mi opinión sobre el creacionismo científico, oh, dechado de oximorones. Sabéis cuál es mi posición en cuanto a los baptistas de Dallas. Pero, vamos, gente. Este supuesto “contraataque” no es más que una travesura. Somos los hijos de François-Marie Arouet de Voltaire, por el amor de Dios. No somos los hermanos Marx, joder.
—Ganan los síes —dijo Oliver. Nunca le había gustado Sylvia Endicott, que decía cosas pomposas como «Oh, dechado de oximorones» siempre que obtenía la palabra.
—¿Cuándo dejaremos de ser una panda de diletantes y empezaremos a ser implacables? —insistió Sylvia—. Recuerdo cuando esta organización habría demandado a la asamblea legislativa de Tejas por censura de hecho.
—¿Quieres presentar una moción?
—No, quiero que adquiramos carácter.
—¿Algún asunto nuevo?
—Carácter, gente. ¡Carácter!
—¿Algún asunto nuevo? —repitió Oliver.
Silencio, incluso por parte de Sylvia. La vieja bruja de la razón se arrellanó en su silla. El fuego crepitó alegremente en el hogar. Por toda la ciudad, la noche calurosa de julio hervía a fuego lento, pero dentro de la Sala Montesquieu una utilización ingeniosa del aislamiento y de los aparatos de aire acondicionado simulaba perfectamente una noche helada de febrero. Era idea de Oliver. Él había cubierto los gastos. ¿Una extravagancia? Sí, pero ¿para qué ser rico si uno no satisfacía una o dos debilidades personales de vez en cuando?
—Yo tengo un asunto nuevo —dijo Oliver, metiendo la mano en su chaleco de seda y sacando el comunicado perturbador—. Este fax es de Cassie Fowler, que actualmente está a bordo del superpetrolero Carpco Valparaíso en algún lugar cerca de la costa de Liberia. Veréis el logo de Carpco —Oliver señaló el famoso estegosaurio—, justo aquí en el membrete. Así que está claro que el telegrama que su madre recibió la semana pasada era auténtico y que Cassandra está muy viva. Ésa es la buena noticia.
—¿Y la mala? —preguntó Pamela Harcourt, una mujer bonita y de ojos como piedras preciosas que era el norte de la revista batalladora y nada rentable de la Liga, El investigador escéptico (tirada: 1.042).
—La mala se divide en dos posibilidades. —Oliver levantó el dedo índice—. O Cassandra está sufriendo una crisis psicótica —añadió el dedo del corazón al ejemplo—, o el Valparaíso está remolcando el cadáver de Dios.
—¿Remolcando qué? —Taylor Scott, un joven delicado cuyo afecto por la Ilustración se extendía a llevar sobretodos y volantes, abrió su pitillera de plata.
—El cadáver de Dios. Obviamente es bastante grande.
Taylor sacó un cigarrillo turco y se lo metió entre los labios.
—No lo entiendo.
—Tres kilómetros de largo, dice aquí. Humanoide, desnudo, caucásico, macho y muerto.
—¿Eh?
— Corpus Dei. ¿Cómo puedo decirlo más claro?
—Tonterías —dijo Taylor.
—Sandeces —dijo Barclay.
—Cassandra supuso que ésa sería nuestra reacción —dijo Oliver.
—Eso espero —dijo Pamela—. Oliver, querido, ¿de qué va todo esto?
—No sé de qué va —con la copa de coñac en la mano, Oliver se puso en pie y, saliendo del círculo de los racionalistas, caminó por el perímetro lentamente. En circunstancias normales, el salón occidental de la Sala Montesquieu era el sitio que más le gustaba del mundo, una conjunción relajante de ventanas con parteluces, paredes forradas de tela, grabados florales redouté franceses del siglo dieciocho y sus propios cuadros al óleo de famosos librepensadores adoptando poses características: Thomas Paine lanzando un ejemplar de La edad de la razón por la ventana de una catedral, el barón d’Holbach ofreciéndole una pedorreta al Papa León XII, Bertrand Russell y David Hume jugando al ajedrez con figuras de pesebre. (Dos semanas antes Oliver había añadido un autorretrato a la galería, un gesto que podría haber parecido presuntuoso si el cuadro no hubiese incluido una representación despiadadamente fiel de su barbilla vacilante y de su nariz mal proporcionada.) Sin embargo, esa noche el salón no le reconfortaba. Parecía lúgubre y húmedo, sitiado por ejércitos ignorantes.
—El petrolero tiene una especie de misión funeraria —continuó Oliver—. Hay una tumba en el Ártico. Se han visto ángeles. Mirad, reconozco que todo esto parece una locura absoluta, pero Cassandra nos invita a que inspeccionemos la prueba.
—¿La prueba? —preguntó Pamela—. ¿Cómo puede haber una prueba?
—Sugiere que volemos a Senegal, fletemos un helicóptero y reconozcamos el cargamento del Valparaíso.
—¿Por qué, di, por qué nos haces perder el tiempo así? —Winston Hawke, un hombrecito nervioso e intenso para quien la caída del comunismo soviético simplemente anunciaba la Verdadera Revolución que les esperaba, se puso en pie de un salto—. ¡Los baptistas lo están dominando todo —gritó el marxista—, los palurdos ya están en camino, los patanes han llegado a las puertas y tú nos estás soltando un rollo sobre un superpetrolero!
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