James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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Tras sacar su Handicam del compartimiento trasero, el sacerdote se volvió hacia el lago vidrioso del ojo izquierdo del cargamento. Ambos iris eran de un azul verdoso vibrante, el tono lujurioso de la sangre sin oxigenar. (Y Dios dijo: «Tenga yo ojos escandinavos».) Puso la cámara en pausa. Poco a poco, la escena se dibujó en la pantalla del visor: un marinero asustado en su turno de vigilancia de depredadores, bazuka lista, de pie junto a la costa de la córnea acuosa mientras escudriñaba el cielo en busca de buitres de Camerún. Más allá estaba la gran sonrisa congelada, cada uno de los dientes visibles centelleando como un glaciar tocado por el sol.

Dientes, ojos, manos, gónadas, tanto que contemplar y, sin embargo, Thomas también se vio reflexionando sobre aquellas partes que en ese momento estaban ocultas. ¿Se arremolinaba el pelo en el sentido de las agujas del reloj, como el de un ser humano? ¿Tenía las palmas de la mano encallecidas? ¿Tenía los molares dispuestos de un modo que sugerían una dieta en concreto? (Dada la popularidad del sacrificio animal en el Antiguo Testamento, era poco probable que hubiera sido vegetariano.) ¿Tenían algo singular las nalgas, evocadas de forma tan enigmática en el Éxodo 33:23?

—Entonces, claro —gritó Miriam por encima de Así habló Zaratustra —, está la cuestión del por qué. ¿Tienes alguna teoría, Tom?

Apretó el botón de la Handicam, conservando la mirada ciega y el rictus sonriente de Dios en una cinta de vídeo de un centímetro.

—Tengo planeado organizar mis pensamientos esta noche y enviarlos a Roma. Por instinto diría que fue una muerte por empatía. Murió de un caso grave de siglo veinte.

Miriam asintió con la cabeza.

—Últimamente, le hemos matado cien millones de veces, ¿no? Y ni siquiera nos molestamos en esconder los cuerpos.

«Qué mente tan ágil y sensual», pensó él.

—«Esconder los cuerpos» —repitió—. ¿Te importaría que te citara en mi fax para el cardenal Di Luca?

—Me sentiría halagada —confesó la monja, sonriendo de un modo espectacular. Como Dios, tenía los dientes perfectos: no era una sorpresa, la verdad, puesto que la pobreza de las carmelitas era rigurosamente digna, una pobreza con un plan dental.

Después de salir con dificultad del asiento del pasajero, Miriam sorteó la superficie alquitranada de una espinilla y fue con toda tranquilidad y seguridad hasta él. Su atuendo, reconoció él —salacot, vaqueros, sahariana ceñida y cerrada con botones de hueso—, despertaba en él cierta lascivia. Durante toda su juventud, Thomas había albergado una noción vaga de que, al levantar el borde del hábito de una monja, allí no se encontraría nada. Qué equivocado había estado. El tejano se le pegaba a las caderas, los muslos y las pantorrillas, perfilándola como la nieve amontonada en la que había caído el moribundo Claude Rains en el climax de El hombre invisible.

—«El loco saltó entre ellos y les atravesó con sus miradas» —dijo ella, recitando un pasaje famoso de La gaya ciencia —. «¿Adónde se ha ido Dios?», gritó. «Yo os lo diré. Nosotros le hemos matado, vosotros y yo. Todos somos sus asesinos.»

—«Pero, ¿cómo ocurrió?» —dijo Thomas, continuando el pasaje. Aquel día no podían escaparse de Nietzsche: Zaratustra en el radiocasete, La gaya ciencia en la lengua—. «¿Cómo pudimos bebernos el mar?» —apagó la Handicam—. «¿Quién nos dio la esponja para borrar el horizonte entero?»

Regresaron al Wrangler, bajaron por la pendiente nasal occidental e improvisaron un camino a través de los pelos de la mejilla izquierda. En los bordes, la barba se había convertido en una especie de red de pesca, una inmensa telaraña natural que los apóstoles marineros tal vez habrían envidiado, atestada de meros, marsopas y agujas enredados. El Wrangler dio sacudidas y bandazos pero siguió su rumbo, serpenteando a velocidad constante en dirección este, hacia el bigote.

Dos cavernas se alzaban ante ellos, los túneles grandes y profundos por los que su cargamento había respirado y estornudado.

—Si te soy sincera —Miriam miró hacia las profundidades húmedas—, estoy aprendiendo más de lo que me gustaría.

—Tienes razón —apuntó Thomas, haciendo una mueca. Pantanos de mucosidad, rocas de mocos secos, pelos de la nariz del tamaño de un obelisco: éste no era el Señor de los Ejércitos con el que habían crecido—. Pero todavía no podemos irnos —giró el volante al máximo y, poniendo la marcha atrás, apoyó con cuidado el parachoques trasero contra la escarpadura alta que se extendía entre el labio superior y el orificio nasal derecho. Asomándose por la ventana, limpió la espuma del mar del retrovisor, un disco del tamaño de un platillo que sobresalía en el espacio sobre puntales de aluminio oxidados—. Una prueba —explicó.

—Supongo que siempre hay esperanza.

—Siempre —murmuró Thomas sin convicción.

Juntos estudiaron el espejo, observándolo con la misma intensidad absorta del profeta Daniel al contemplar como MENE, MENE, TEKEL, UPHARSIN, aparecían en la pared. La más leve nube les habría dejado satisfechos, la más ligera mancha, el más débil rastro de niebla.

Nada. La superficie permaneció burlonamente clara, obscenamente prístina. Dios, decía el espejo, estaba muerto.

Miriam le cogió la mano a Thomas y la apretó con tanta fuerza entre las suyas que se le acumuló la sangre en las puntas de los dedos.

—Entonces, claro, está la pregunta más dura de todas.

—¿Sí?

—Ahora que sabemos que ha muerto, que ha muerto de verdad, sin hacer ningún juicio, sin preparar ningún castigo, ahora que realmente sabemos todo esto —la monja brindó una sonrisita tímida—, ¿por qué deberíamos tener miedo de pecar?

26 de julio.

Latitud: 25°8’N. Longitud: 20°30’E. Rumbo: 358. Velocidad: 6 pésimos nudos. Estamos doblando el gran bulto del noroeste de África, siguiendo al revés el rastro de aquellos viajes audaces de exploración que organizó el príncipe Enrique el Navegante desde Portugal a partir de 1455. Si mi querido papá fue Cristóbal Colón en una vida previa, quizá yo fui el príncipe Enrique. Cuando el ignorante monarca murió, sus amigos le desnudaron y descubrieron que llevaba un cilicio.

Mi plan es increíblemente ingenioso. ¿Listo, Popeye? Voy a hacer volar el lastre. Todo: las 60.000 toneladas que recogimos en el puerto de Nueva York, las 15.000 (hasta ahora) con las que hemos estado compensando el combustible gastado de la carbonera. Y luego, ésta es la parte brillante, vamos a equilibrar el Val con la sangre de Dios.

Piénsalo. Una operación de bombeo sencilla y habitual que no durará más de 5 horas y habremos reducido nuestra carga de remolque en un 15 por ciento. Según Crock O’Connor, después podremos hacer funcionar ambos motores a una potencia estable de 85 revoluciones, quizá incluso de 90.

Por descontado, el padre Ockham se opondrá.

—Después de volar el lastre, estaremos a merced del cadáver —afirmó, siempre el profesor de Física—. Un viento fuerte podría separarnos cien millas de nuestro curso.

—Será como una transfusión —expliqué—. A medida que el agua sale disparada de los tanques de lastre, se verterá la sangre en los tanques de carga. Continuaremos estibados todo el tiempo.

—¿Está diciendo que va a drenar la esencia líquida de nuestro Creador y meterla en esos tanques de carga asquerosos?

Me imaginaba que debía decirle la verdad, aunque veía por dónde iba.

—Sí, Thomas, se puede decir así.

—Tendremos que obtener autorización de Roma.

—No tenemos por qué.

—Sí tenemos por qué.

El Vaticano se puso en contacto con nosotros en menos de una hora.

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