James Morrow - Remolcando a Jehová
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- Название:Remolcando a Jehová
- Автор:
- Издательство:Norma
- Жанр:
- Год:2001
- Город:Barcelona
- ISBN:84-8431-322-0
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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Escudriñó las olas grandes y revueltas. Eddie tenía razón: un pez martillo de seis metros, nadando a lo largo de la costa como un enorme mazo orgánico criado para cerrar con clavos el ataúd divino. Sosteniendo en equilibrio el WP-17 sobre el hombro, Neil se llevó la mira telescópica al ojo y se arrancó el walkie-talkie del cinturón.
—¿Velocidad?
—Doce nudos.
—No nos corresponde hacer esto —Neil informó al contramaestre—. Te apuesto lo que sea a que va en contra de las reglas del sindicato. Sencillamente no nos corresponde. ¿Alcance?
—Dieciséis metros.
Curioso, pensó, cómo cada depredador se había delimitado su territorio culinario. Desde lo alto llegaban los buitres de Camerún, abatiéndose como ángeles degenerados al reivindicar las córneas y los conductos lacrimales. Desde abajo venían las serpientes marinas liberianas, que devoraban sin piedad la carne suculenta de las nalgas. La superficie pertenecía a los tiburones —los fieros marrajos, los maliciosos azules, los enloquecidos martillos— que mordisqueaban las mejillas blandas y barbudas y picoteaban la membrana tierna que había entre los dedos. Y, en efecto, en el instante en que Neil apuntó al pez martillo, éste se volvió bruscamente y nadó hacia el oeste, con toda la intención de morder la mano que le creó.
Rastreó al tiburón por medio de la mira telescópica, alineando la retícula con la joroba cartilaginosa del pez martillo mientras enlazaba el dedo alrededor del gatillo. Apretó. Con una explosión súbita y gutural el arpón saltó de la boca. Cruzando el mar como una bala, golpeó al atónito animal en la frente y le horadó el cerebro.
Neil aspiró una gran bocanada de aire húmedo africano. Pobre bestia, no se lo merecía, no había cometido ningún pecado. En el mismo momento en que el tiburón giraba sesenta grados e iba derecho hacia la rodilla, el marinero preferente no sintió nada más por él que piedad.
—¡Dale al interruptor, tío!
—¡Roger, Eddie!
—¡Dale!
Gritando de dolor, arrojando chorros de sangre, el tiburón se lanzó sobre la costa carnosa, rugiendo con tanta furia que Neil casi esperaba que le salieran patas y se pusiera a perseguirle a gatas. Asió con fuerza el cañón lanzaarpones contra su camisa de malla, bajó la mano hacia el transmisor del cinturón multiusos y le dio al interruptor.
—¡Corre! —gritó Eddie—. ¡Corre, por el amor de Dios!
Neil se dio la vuelta y corrió a través del terreno blanduzco. Segundos después oyó explotar la ojiva, el gruñido horrible de la dinamita triturando tejido vivo y vaporizando sangre fresca. Miró hacia atrás. La onda expansiva era húmeda y roja, una flor brillante que llenaba el cielo salpicándolo de trozos bulbosos de cerebro.
—¿Estás bien, tío? ¿No estás herido, verdad?
Mientras Neil se subía a la rótula, los despojos caían, una lluvia pegajosa de pensamientos de tiburón, todas las esperanzas muertas y todos los sueños rotos del pez martillo, salpicando los tejanos y la camisa del marinero.
—¡Lo juro, voy a ir directo a por Rafferty! —gimió—. ¡Voy a clavarle este arpón en la mismísima cara y a decirle que yo no me enrolé para aguantar esta mierda!
—Cálmate, Neil.
La sangre del pez martillo olía a pelo quemado.
—¡Mi abuelo nunca tuvo que volar tiburones!
—Dentro de treinta y cinco minutos habremos salido de aquí.
—¡Si Rafferty no me saca de esta guardia estúpida, le voy a arponear a él! ¡No bromeo! ¡Bang, justo en medio de los ojos!
—Piensa en lo bien que te sentará la ducha.
Neil se dio cuenta de que lo más extraño de todo —vibrando por la libertad—, lo más extraño, increíble y aterrador era que no bromeaba.
—¡Ya no hay Dios, Eddie! ¿No lo entiendes? ¡No hay Dios, no hay reglas, no hay ojos que nos vigilen!
—Piensa en los McNuggets de pollo de Follingsbee. Hasta te pasaré una de mis Budweisers.
Neil apoyó el cañón contra el tallo de un pelo especialmente grueso, se inclinó hacia delante y, tras mojarse los labios endurecidos por el sol, besó el metal caliente y vibrante.
—No hay ojos que nos vigilen…
A Oliver Shostak le daba la sensación de que era adecuado que la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste siguiera sólo una aproximación flexible de las Reglas de orden de Robert, ya que ni las reglas ni el orden tenían nada que ver con la razón de ser de la organización. La gente no lo entendía. Le decías «racionalista» al cretino medio de la nueva era y le hacías pensar en imágenes poco apetecibles: aguafiestas obsesionados con las reglas, zafios con una fijación con el orden, paladines de la lógica que pasan de puntillas sobre las cosas, que se pierden la esencia cósmica. Fiiiu. Un racionalista podía sentir el sobrecogimiento con la misma facilidad que un chamán. No obstante, tenía que ser un sobrecogimiento de calidad, creía Oliver, un sobrecogimiento sin ilusiones, del tipo que había sentido al intuir el tamaño del universo o al sentir la improbabilidad de su nacimiento o al leer el fax del vapor Carpco Valparaíso que en esos momentos llevaba en el bolsillo del chaleco.
—Empecemos —dijo, haciéndole una señal a la atractiva y joven estudiante de Juilliard que estaba tocando el clavicémbalo en el otro extremo de la habitación. La chica levantó las manos del teclado; la música se detuvo en mitad del compás, la Fantasía en re menor de Mozart deliciosamente complicada. No había mazo, por supuesto. No había mesa ni actas ni orden del día. Los dieciocho socios estaban sentados en un círculo informal, sumergidos en el esplendor de los mullidos sofás Récamier y los suntuosos divanes de terciopelo.
Oliver había designado la habitación él mismo. Se la podía permitir. Se podía permitir cualquier cosa. Gracias al ascenso casi simultáneo del feminismo, de la fornicación y de varias enfermedades venéreas importantes, el planeta estaba usando condones de látex en cantidades sin precedente y a finales de los ochenta el asombroso invento de su padre, el Shostak Supersensible, había aparecido como la marca de preferencia. Al final de la década, habían empezado a fluir cantidades increíbles de dinero hacia las arcas de la familia, una marea de beneficios que no dejaba de subir. A veces, a Oliver le parecía que, de algún modo, su padre había patentado el mismo acto del sexo.
Tomó un sorbo de brandy y dijo:
—El presidente reconoce a Barclay.
Descifrar el fax de Cassie había sido fácil. Estaba en Herejía, el código numérico que se habían inventado en el décimo curso del colegio para ocultar los documentos de la organización que habían fundado, el club de los Librepensadores (aparte de Cassie y de Oliver, el club había contado con sólo dos socios más, los solitarios, feos y tremendamente impopulares gemelos Maldonado). Esto no es una broma. Ven a verlo tú mismo. De verdad que estamos remolcando…
Cuando el vicepresidente de la Liga se levantó, todos los socios prestaron atención, no sólo para oír el informe de Barclay, sino también para sumergirse en su solemnidad. En los últimos años, los Estados Unidos de América habían logrado acoger a un desacreditador a jornada completa —un contrapeso a sus veinte mil astrólogos, cinco mil terapeutas de vidas pasadas y montones de sinvergüenzas que fabricaban rutinariamente éxitos de ventas sobre encuentros con ovnis y sobre la felicidad de las runas—, y aquel desacreditador era el rubio Barclay Cabot. Barclay, ese diablo guapo, tenía presencia en los medios de comunicación. La cámara le quería. Había participado en todos los programas de entrevistas importantes, demostrando cómo daba la impresión de que los charlatanes doblaban cucharas y leían mentes cuando en realidad no hacían nada parecido.
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