James Morrow - Remolcando a Jehová
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- Название:Remolcando a Jehová
- Автор:
- Издательство:Norma
- Жанр:
- Год:2001
- Город:Barcelona
- ISBN:84-8431-322-0
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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De algún modo, de alguna forma —costara lo que costara—, enviaría al Dios del Patriarcado Occidental al fondo del mar.
Entonces, sólo entonces, de pie en el ala de estribor mientras el viento aullaba, el mar rugía y el gran cadáver cabeceaba detrás de él, sólo entonces se le ocurrió a Anthony que el remolque podría no funcionar. Su cargamento era grande, mayor de lo que había imaginado jamás. Suponiendo que las anclas aguantasen, que las cadenas siguiesen enteras, que las calderas continuasen de una pieza y que las maromas de los cabrestantes no se desgarrasen y éstos no se soltasen y volasen al océano, suponiendo todas estas cosas, el mero arrastre aún podría ser excesivo para el Val.
Se llevó el walkie-talkie a los labios, giró el selector de canales y sintonizó con la sala de máquinas.
—Van Horne al habla. ¿Tenemos vapor en cubierta?
—Como para hacer sudar a un cerdo —dijo Crock O’Connor.
—Vamos a probar ochenta revoluciones, Crock. ¿Podemos hacerlo sin cargarnos ninguna pieza interna?
—Sólo hay un modo de saberlo, capitán.
Anthony se volvió hacia la timonera para hacerle una señal con la mano al cabo de maniobra y darle la aprobación a Marbles Rafferty. Hasta entonces el Primer oficial se había desenvuelto de forma brillante en la consola, manteniendo la carcasa directamente a popa y a dos mil metros, haciendo que el Val llevara perfectamente el ritmo de la marcha de tres nudos de su cargamento. (Era una pena que la Operación Jehová fuera un secreto, ya que ésta era exactamente la clase de empresa que podría valerle a Rafferty el documento codiciado que le declarase «Capitán de los Estados Unidos de barcos a vapor o a motor de cualquier gran tonelaje en océanos».) El chico del timón también sabía lo que se hacía: Neil Weisinger, el mismo marinero preferente que había respondido de un modo tan magnífico durante el huracán Beatrice. Pero incluso con Simbad el marino a cargo de los reguladores y Horatio J. Hornblower al timón, Anthony sabía que levantar con el cabrestante este cargamento en concreto seguiría siendo la maniobra más peliaguda de su carrera.
Virando hacia popa, el capitán inspeccionó los cabrestantes: dos cilindros gigantescos de seis metros de diámetro, como bombos construidos para darle ritmo a la música de las esferas. Un kilómetro y medio más allá se alzaba el cráneo casi calvo de Dios, la melena blanca destellando a la luz del sol matutino, cada cabello tan grueso como un cable de transatlántico.
Los dolientes se habían ido. Quizá habían concluido con su deber —«una shivah [3] Shivah: siete días de luto judío. (N. de la T.)
acuática», como le gustaba decir a Weisinger—, pero lo más probable era que fuera el barco lo que los había echado. Hasta cierto punto, creía Anthony, conocían toda la historia: la tragedia de la Bahía de Matagorda y lo que le había hecho a sus hermanos. No podían soportar estar en el mismo océano con el Carpco Valparaíso.
Alzó los Bushnells y enfocó. El agua estaba increíblemente clara, veía incluso las orejas sumergidas, las cadenas del anclote derramándose desde el interior como pus plateado. Veinticuatro horas antes, Rafferty había llevado un grupo de exploración en la Juan Fernández. Después de navegar hasta la plácida cala delimitada por los bíceps de sotavento y el pecho correspondiente, habían conseguido amarrar un embarcadero inflable, usando los pelos del sobaco como norays, y luego habían ascendido en rapel por el gran acantilado de carne. Cruzando el pecho, caminando alrededor del esternón, el primer oficial y su equipo no habían oído nada que con sinceridad pudieran llamar latidos. Anthony no lo había esperado. Aun así, seguía prudentemente optimista: la estasis cardiovascular no era lo mismo que la muerte cerebral. ¿Quién podía negar que una neurona o dos pudieran estar reponiéndose debajo de aquel cráneo de cinco metros de grosor?
El capitán cambió de canal para dirigirse a los hombres que estaban junto a los cabrestantes.
—¿Listos en la cubierta de popa?
Los maquinistas auxiliares se sacaron los walkie-talkies de los cinturones.
—Cabrestante de babor listo —dijo Lou Chickering en su voz de barítono de actor.
—Cabrestante de estribor listo —replicó Bud Ramsey.
—Soltad los ganchos —dijo Anthony.
Ambos maquinistas entraron en acción.
—Gancho de babor soltado.
—Gancho de estribor soltado.
—Conectad las ruedas dentadas —ordenó el capitán.
—Rueda de babor conectada.
—La de estribor conectada.
—Soltad frenos.
—Freno de babor fuera.
—El de estribor fuera.
Anthony se llevó el antebrazo a la boca y le dio un beso a su querida Lorelei.
—Bien, chicos, vamos a acercarle.
—Motor de babor encendido —dijo Chickering.
—El de estribor encendido —repitió Ramsey.
Arrojando humo negro, echando vapor caliente, las ruedas dentadas empezaron a girar, enrollando las grandes cadenas de acero. Uno a uno, los eslabones surgían del mar, goteando espuma y escupiendo rocío. Se deslizaban a través de los calces, se arqueaban por encima de los ganchos y caían en las cajas como pelotas de skee-ball anotando puntos.
—Necesito los largos de los cables, caballeros. Dádmelos.
—Dos mil metros en la cadena de babor —respondió Chickering.
—Dos mil en estribor —dijo Ramsey.
—¡Marbles, pongámonos en marcha! ¡Cuarenta revoluciones, por favor!
—¡A la orden! ¡Cuarenta!
—¡Mil quinientos en la cadena de babor!
—¡Mil quinientos en la de estribor!
Anthony y el primer oficial habían estado despiertos toda la noche, enfrascados en el Manual del salvador de la marina de EEUU de Rafferty. Con un remolque tan colosal, un espacio de más de mil cien metros haría que el Val no se pudiera gobernar. Pero una correa corta, de menos de novecientos metros, también podía significar un problema: si se aminoraba la marcha de pronto por cualquier razón —un eje partido, la explosión de una caldera— el cargamento se estrellaría contra la popa por el mero impulso.
—¡Cincuenta revoluciones! —ordenó Anthony.
—¡Cincuenta! —contestó Rafferty.
—¿Velocidad?
—¡Seis nudos!
—¡Rumbo franco, Weisinger! —le dijo Anthony al cabo de maniobra.
—¡Rumbo franco! —repitió el marinero preferente.
Las cadenas seguían llegando, por encima de los cabrestantes y a través de las escotillas, llenando los armarios cavernosos de acero como cobras amaestradas al volver a sus cestas de mimbre después de un duro día de trabajo.
—¡Mil metros en la cadena de babor!
—¡Mil metros en la de estribor!
—¿Velocidad?
—¡Siete nudos!
—¡Frenos! —gritó Anthony por el walkie-talkie.
—¡Freno de babor puesto!
—¡El de estribor puesto!
—¡Sesenta revoluciones!
—¡Sesenta!
Ambos cabrestantes se pararon al instante, chirriando y humeando mientras regaban la cubierta de popa de chispas de un naranja brillante.
—¡Desconectad las ruedas!
—¡Rueda desconectada!
—¡La de estribor desconectada!
—¡Enganchad los ganchos!
—¡Gancho de babor enganchado!
—¡El de estribor enganchado!
Algo ocurría. La velocidad del cadáver se había doblado, ocho nudos por lo menos. Por un momento, Anthony se imaginó una sacudida sobrenatural que hubiera impulsado el sistema nervioso divino, aunque la explicación real, sospechaba, estaba en la conjunción súbita de la corriente de Guinea y los vientos alisios del sudeste. Bajó los prismáticos. El Corpus Dei se levantó hacia adelante, de forma aplastante, inexorable, con espuma que salía volando de la coronilla mientras se venía encima del petrolero como un torpedo primigenio.
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