James Morrow - Remolcando a Jehová
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- Название:Remolcando a Jehová
- Автор:
- Издательство:Norma
- Жанр:
- Год:2001
- Город:Barcelona
- ISBN:84-8431-322-0
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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«Antiguamente —pensaba Neil Weisinger—, los barcos mercantes tenían galeotes: ladrones y asesinos que morían encadenados a sus remos.» Hoy en día, tenían marineros preferentes: tontos e inocentones que se desplomaban sujetando sus pistolas de aguja neumáticas Black and Decker. Descascarillar y pintar, descascarillar y pintar, lo único que hacían era descascarillar y pintar. Incluso en un viaje tan extraordinario como éste —un viaje en el que había una isla enorme y carnosa junto a la aleta de estribor, atendida incansablemente por ballenas que gemían y aves que graznaban—, no se podía escapar del descascarillado, ni descansar de la pintura.
Neil estaba en la cubierta del castillo de proa, desconchando herrumbre de un puntal, cuando una voz chilló por el sistema de megafonía, acallando el ruido de su pistola de aguja y penetrando los tapones de goma que tenía en los oídos.
—¡Compañía del barco! —gritó Marbles Rafferty, el jaleo de la pistola entrecortaba sus palabras en sílabas—. ¡A-ten-ción! ¡Que-to-dos-los-ma-ri-ne-ros-se-pre-sen-ten-en-la-sa-la-de-o-fi-cia-les-a-las-die-ci-séis-quin-ce-ho-ras!
Neil apagó la pistola, se quitó los tapones.
—Repito: que todos los marineros se presenten…
Desde que la tía Sarah había ido con Neil al Yeshiva [2] Yeshiva: seminario para judíos ortodoxos en el que estudian el Talmud. ( N. de la T.)
y había insistido en que dejara de regodearse en la pena —habían pasado más de cinco años, señaló ella, desde las muertes de los padres de Neil—, el marinero preferente se había esforzado para evitar la autocompasión. La vida es intrínsecamente trágica, le había sermoneado su tía. Ya es hora de que te acostumbres.
—… dieciséis quince horas.
No obstante, había momentos, como el de ahora, en los que la autocompasión parecía ser la única emoción adecuada. 1615 horas: justo después de que acabara el turno. Había estado planeando pasar el descanso en su camarote, leyendo una novela de Star Trek con una Budweiser de contrabando en la mano.
Tras meter el cepillo de alambre en la botella de ácido clorhídrico, Neil levantó las cerdas empapadas de ácido y empezó a rociar el palo corroído. Un diálogo le corría por la mente, gemas verbales de Los diez mandamientos: «La belleza no es sino una maldición para nuestras mujeres…» «Que se escriba, que se haga…» «¡La gente ha sufrido la plaga de la sed! ¡Ha sufrido la plaga de las ranas, de los mosquitos, de los tábanos, de las enfermedades, de las pústulas! ¡Ya no puede soportar nada más!» El Val había partido de Nueva York con sólo una película en la bodega, pero al menos era buena.
Tardó unos veinte minutos en lavarse. A pesar de los tapones, las gafas protectoras, la mascarilla, la gorra y el mono, la herrumbre había traspasado y se le pegaba al pelo como caspa roja y le cubría el pecho como un eccema metálico, de modo que fue el último marinero en llegar.
Nunca había estado en la quinta planta. A los marineros preferentes del siglo veinte les invitaban a la sala de oficiales tan a menudo como invitaban a la Alhambra a los judíos del siglo catorce. Mesa de billar, candelabros de cristal, paneles de teca, alfombra oriental, cafetera de plata, barra de caoba… así que éste era el secretito escabroso de sus jefes: pasa las guardias mezclándote con el populacho, fingiendo que sólo eres otra urraca, luego escabúllete al Waldorf-Astoria para un cóctel. Que Neil supiera, toda la gente de abordo estaba allí (oficiales, marineros, sacerdote, incluso aquella náufraga, Cassie Fowler, que aún estaba roja y se le pelaba todo el cuerpo, pero en general con un aspecto mucho más sano que cuando la habían sacado de las Rocas de Saint Paul), con la excepción de Lou Chickering, probablemente en el cuarto de máquinas, y Big Joe Spicer, sin duda en el puente asegurándose de que no chocasen con la isla.
Van Horne se subió a la barra de caoba, vestido con su traje azul, la sobriedad de la sarga oscura rota de forma intermitente por botones y ribetes dorados.
—Bueno, marineros, todos lo hemos visto, todos lo hemos olido —le dijo a la compañía reunida—. Creedme, nunca ha habido un cadáver así, ninguno tan grande, ninguno tan importante.
La tercera oficial Dolores Haycox se pasó el peso de la pata de palo a la otra pierna.
—¿Un cadáver, capitán? ¿Ha dicho que es un cadáver?
«¿Un cadáver?», pensó Neil.
—Así es, un cadáver —dijo Van Horne—. Veamos… ¿Alguien quiere adivinar de qué?
—¿Una ballena? —aventuró Charlie Horrocks, el operador de bombeo que tenía aspecto de gnomo.
—Ninguna ballena podría ser tan enorme, ¿verdad?
—Supongo que no —dijo Horrocks.
—¿Un dinosaurio? —sugirió Isabel Bostwick, una limpiadora del Amazonas con los dientes salidos y un corte de pelo moderno.
—No estáis pensando en la escala correcta.
—¿Un alienígena del espacio sideral? —soltó el contramaestre alcohólico, Eddie Wheatstone, con la cara tan desfigurada por el acné que parecía una diana de tiro al arco gastada.
—No. No es un alienígena del espacio sideral… no exactamente. Nuestro amigo el padre Thomas tiene una teoría para vosotros.
Lentamente, con mucha dignidad, el sacerdote caminó en un círculo amplio, rodeando a la compañía, cercándoles con sus pasos.
—¿Cuántos creéis en Dios?
La sala de oficiales se llenó de muestras de sorpresa que resonaron contra la teca. La mano de Leo Zook se alzó. A Cassie Fowler le entró un ataque de risa.
—Depende de lo que quiera decir con Dios —dijo Lianne Bliss.
—No analicéis, limitaos a contestar.
Uno a uno, los marineros extendieron las manos hacia el cielo, moviendo los dedos, balanceando los brazos, hasta que la sala se asemejó a un jardín de anémonas. Neil se unió al consenso. ¿Por qué no? ¿Acaso no tenía su enigmático no-se-qué, su En Sof, su Dios de la guardia de las cuatro de la madrugada? Contó apenas seis ateos: Fowler, Wheatstone, Bostwick, un marinero corpulento llamado Stubby Barnes, un pastelero negro flaco llamado Willie Pindar y Ralph Mungo, el tío decrépito de la sala del sindicato que llevaba el tatuaje de AMO A BRENDA, y de esos seis sólo Fowler parecía segura de sí misma, yendo tan lejos como para meterse las manos en los bolsillos de sus pantalones cortos caquis.
—Yo creo en Dios, Todopoderoso —dijo Leo Zook—, creador del cielo y de la tierra, y en su único hijo, Jesucristo nuestro Señor…
El sacerdote carraspeó y la nuez chocó contra su alzacuello católico.
—Mantened la mano alzada si pensáis que Dios es esencialmente espíritu, un espíritu invisible e informe.
Nadie bajó la mano.
—Vale. Ahora, mantened la mano alzada si pensáis que, a fin de cuentas, nuestro Creador se parece bastante a una persona, una persona poderosa, tremenda, gigante, con huesos, músculos y todo…
La inmensa mayoría de los brazos bajaron, el de Neil entre ellos. Espíritu y carne: Dios no podía ser ambos. Los tres marineros que seguían con los brazos en alto le hicieron pensar.
—Ahora se refiere a Jesucristo —dijo Zook, con la mano revoloteando como un colibrí borracho.
—No —dijo el sacerdote—. No me refiero a Jesucristo.
A Neil le dio la sensación de que se caía. Metió la mano en el bolsillo de los tejanos y apretó la medalla de bronce que su abuelo había recibido por llevar clandestinamente refugiados al Estado naciente de Israel.
—Un minuto, padre, señor. ¿Está diciendo…? —tragó saliva y se repitió—. ¿Está diciendo…?
—Sí. Así es.
Con lo cual, el padre Thomas levantó una bola blanca y reluciente de la mesa de billar, la tiró hacia arriba, la atrapó y pasó a explicar la historia más grotesca y desorientadora que Neil había oído desde que supo que el Datsun en el que estaban sus padres había caído entre los arcos de un puente levadizo abierto en Woods Hole, Cape Cod, y había desaparecido bajo el barro. Entre la colección de absurdidades, el relato del sacerdote incluía no sólo a una divinidad muerta y un ordenador profético, sino también a ángeles que lloraban, a cardenales confundidos, narvales acongojados y un iceberg ahuecado atascado contra la isla de Kvitoya.
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