James Morrow - Remolcando a Jehová
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- Название:Remolcando a Jehová
- Автор:
- Издательство:Norma
- Жанр:
- Год:2001
- Город:Barcelona
- ISBN:84-8431-322-0
- Рейтинг книги:3 / 5. Голосов: 1
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Con los brazos alzados y las palmas de las manos hacia arriba, los doce hombres movían las aletas, llevando el anclote sobre la cabeza como si fueran iroqueses transportando una canoa de guerra descomunal. A los veinte minutos, apareció la coronilla divina, ligeramente calva. Thomas levantó la muñeca, comprobó el indicador de profundidad. Dieciocho metros, perfecto: los compensadores de flotación estaban lo bastante inflados para contrapesar al anclote, pero no estaban tan llenos como para que los submarinistas flotaran por encima de su objetivo. Los vecinos del lugar pasaban junto a ellos —un mero gigante, un pez sierra verde guisante, un banco de roncadores—, sufriendo en silencio o lamentándose por debajo del umbral del oído de Thomas, ya que los únicos sonidos que percibía eran su propia respiración burbujeante y el sonido metálico ocasional de un tanque de oxígeno al golpear el anclote.
Serpenteando hacia la izquierda, los submarinistas pasaron nadando junto a una gran alfombra de cabello que se mecía y se distribuyeron a lo largo de la oreja. Cuando Rafferty dio la señal, cada uno de los hombres bajó la mano y encendió el reflector que llevaba sujeto con una correa al cinturón multiusos. Un juego de rayos recorrió los numerosos pliegues y rincones de la oreja, dibujando sombras curvadas profundas a lo largo del rasgo conocido como el tubérculo de Darwin. Thomas se estremeció. Al menos en el caso del Homo sapiens sapiens, el tubérculo de Darwin se consideraba un argumento fundamental a favor de la teoría de la evolución: el vestigio manifiesto de un antepasado con orejas erguidas. ¿Qué diablos significaba que Dios mismo luciera esa protuberancia cartilaginosa?
Avanzaron moviendo las aletas a través de la concha y entraron en el meato auditivo externo. Una sensación de mareo recorrió al sacerdote. ¿De verdad deberían estar haciendo esto? ¿Realmente tenían derecho? Estalactitas de cera calcificada colgaban de la pared del conducto del oído. Había vida adherida a las paredes: macizos de sargazos, una cosecha extraordinaria de cohombros de mar. La aleta izquierda de Thomas rozó un equinodermo, una Asterias rubens de cinco puntas que flotaba por la caverna como una estrella de Belén olvidada.
Al sacerdote le había llevado toda la mañana convencer a Crock O’Connor y al resto de la tripulación de la sala de máquinas de que abrir las membranas del tímpano de Dios no sería sacrílego —el cielo quería este remolque, Thomas había insistido, mostrando la pluma de Gabriel—, y ahora el fruto de sus esfuerzos surgía imponente ante él. Creado con picos, punzones para el hielo y moto-sierras sumergibles, el tajo irregular se extendía dieciséis metros en vertical, como la entrada de una carpa de circo salida directamente de los sueños más grandiosos de P. T. Barnum.
Cuando los doce hombres llevaron su cargamento a través del tímpano violado, el sobrecogimiento de Thomas se hizo absoluto. La oreja de Dios, el mismo órgano a través del cual Él se había oído decir: «Haya luz», el aparato exacto a través del cual la réplica del Big Bang le había llegado al cerebro. Rafferty volvió a hacer una señal y los submarinistas sacudieron las aletas con fuerza, provocando tornados de burbujas y vorágines de células desprendidas. Centímetro a centímetro, el anclote ascendió, pasando junto a los cilios ondulantes que cubrían la superficie interna de la membrana, hasta apoyarse al final contra los huesos enormes y delicados del oído medio. Malleus, incus, stapes, recitó Thomas para sí mientras los reflectores alcanzaban la tríada masiva. Martillo, yunque, estribo.
Otra señal de Rafferty. El Equipo A se movía con una sola mente, guiando la uña derecha del anclote sobre la protuberancia larga y firme del yunque, amarrando el Valparaíso a Dios.
Entonces: el momento de la verdad. Rafferty dio un empujón, deslizándose para liberarse del anclote y haciendo señas a los demás para que hicieran lo mismo. Thomas —todos— se soltaron. El anclote se balanceó colgado del yunque, el gran arganeo de acero oscilando como el péndulo de un formidable reloj newtoniano, pero los ligamentos aguantaron y el hueso no se rompió. Los doce hombres se aplaudieron, dando palmadas con sus guantes de neopreno en una ovación sorda y a cámara lenta.
Rafferty saludó al sacerdote. Thomas le devolvió el saludo. Sonrojado por el éxito, se abrazó a la cadena y, como Teseo enrollando el hilo, empezó a seguir aquel camino seguro de regreso al barco.
Cristo sonreía con suficiencia. Cassie estaba segura. Ahora que se fijaba, veía que la cara del crucifijo del padre Thomas tenía una expresión de total suficiencia. ¿Y por qué no? Jesús había tenido razón desde el principio, ¿no? El mundo sí había sido creado por un Padre antropomórfico.
Padre, no Madre: ésa era la cuestión. De algún modo, aunque pareciera increíble, los patriarcas que habían escrito la Biblia habían intuido la verdad de las cosas. El de ellos era el género que el universo refrendaba totalmente. La mujer era una mera sombra del prototipo.
Cassie daba más y más vueltas por el camarote, marcando un sendero irregular en la alfombra verde de pelo largo.
Por supuesto que quería encontrar una explicación convincente para el cuerpo. Por supuesto que estaría encantada si se pudiera demostrar que cualquiera de las fantasías paranoicas de la tripulación —plan de la CIA, conspiración trilateral, lo que fuera— era correcta. Sin embargo, no podía negar sus instintos: en cuanto el sacerdote había nombrado la cosa, había experimentado los presentimientos estremecedores de su autenticidad. Incluso si fuera una patraña, pensó, la infinidad de bobos e ignorantes del mundo, en caso de enterarse de su existencia, la aceptarían y explotarían de todas formas, del mismo modo en que habían aceptado y explotado el Sudario de Turín, las alucinaciones de Santa Bernadita y mil idioteces parecidas ante una absoluta refutación. Así que, fuera realidad o invención, verdad o ilusión, el cargamento de Anthony Van Horne amenazaba con marcar el comienzo de la Nueva Edad de las Tinieblas con la misma seguridad que el Proyecto Manhattan había marcado el comienzo de la Época de la Bomba.
Cassie se retorcía las manos, frotando un callo contra otro, consecuencias de las horas que había pasado desconchando el óxido de la pasarela que iba de babor a estribor.
De acuerdo, estaba muerto, un paso en la dirección correcta. No obstante, creía que ese hecho solo, si bien era de una relevancia indudable para personas como el padre Thomas y el marinero preferente Zook, no eliminaba el peligro. Un cadáver era algo demasiado fácil de racionalizar. El cristianismo lo había estado haciendo durante dos mil años. La esencia intangible del Señor, dirían los falócratas y los misóginos, su mente infinita y su espíritu eterno eran tan viables como siempre.
Inevitablemente, se acordó de su momento favorito en su irascible versión de cuando Abraham casi había sacrificado a Isaac: la escena en que la mujer de Runkleberg, Melva, se embadurna las manos con su flujo menstrual. «Protegeré la sangre de mi hijo con mi sangre», jura Melva. «De algún modo, de alguna forma —cueste lo que cueste—, impediré que ocurra esta cosa monstruosa.»
Lenta y metódicamente, Cassie quitó el crucifijo del mamparo, agarró el clavito y lo arrancó.
Apretando los dientes, se clavó la punta diminuta en el pulgar.
—Ay…
Al sacar el clavo, apareció una perla grande y roja. Entró en el cuarto de baño, se puso delante del espejo y empezó a pintar, mejilla izquierda, mandíbula izquierda, barbilla, mandíbula derecha, mejilla derecha, haciendo pausas frecuentes para extraer más sangre. Cuando se produjo el coagulo, una línea gruesa y borrosa se extendía alrededor de la cara de Cassie, como si llevara una máscara de sí misma.
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