James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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La táctica prudente era obvia: desbloquear las ruedas, soltar las cadenas, timón a la derecha en ángulo cerrado, avante a toda máquina.

Pero a Anthony no le habían contratado para ir a la segura. Le habían contratado para llevar a Dios al norte y, si bien no le entusiasmaba la idea de ser responsable de la segunda colisión del Valparaíso en dos años, o aquel maldito aparejo funcionaba o no lo hacía.

—¡Marbles, ochenta revoluciones!

—¿Ochenta?

—¡Ochenta!

—¡Ochenta! —dijo el oficial.

—¿Velocidad?

—¡Nueve nudos!

Nueve, bien: más rápido, seguro, que el cadáver que se aproximaba. Estudió las cadenas. ¡Estaban tensas! ¡Estaban tensas y el barco se estaba moviendo!

—¡Cabo de maniobra, diez grados del timón izquierdo! —Riéndose al viento, el capitán alzó los prismáticos y estudió la frente brillante e inmensa de Dios—. ¡Curso tres-cinco-cero!

—¡Tres-cinco-cero! —dijo Weisinger.

Anthony se volvió hacia la proa.

—¡Avante a toda máquina! —le gritó a Rafferty, y ya estaban en marcha, en marcha como una actuación de esquí acuático grandiosa, como una interpretación demente de Aquiles arrastrando a Héctor alrededor de los muros de Troya, como un anuncio absurdo de Boys Town, USA, el joven angelical llevando a su hermano lisiado a la espalda (No pesa, padre, es mi Creador) —, en marcha, remolcando a Jehová.

SEGUNDA PARTE

Dientes

A medida que el Valparaíso cargado avanzaba lentamente hacia el norte a través del golfo de Guinea, Cassie Fowler se dio cuenta de que su deseo de ver el cargamento destruido era más complicado de lo que había supuesto al principio. Sí, el cuerpo amenazaba con conferir aún más poder al patriarcado. Sí, era un golpe terrible a la razón. Sin embargo, estaba pasando algo más, algo un poco más personal. Si su querido Oliver era capaz de llevar a cabo una hazaña espectacular como aquella, utilizando el cerebro y su riqueza para la destrucción de Dios, surgiría ante sus ojos como un héroe, superado sólo por Charles Darwin. Cassie podría incluso, después de tantos años, aceptar su antigua proposición de matrimonio.

El 14 de julio, a las 0900 horas, Cassie fue al cuarto de radiotelegrafía y le soltó su discurso a Lianne “Chispas” Bliss. Tenían que enviarle un fax secreto a Oliver. Era necesario hacer un sabotaje inmediato y total. El futuro del feminismo pendía de un hilo.

No era que no amara a Oliver tal como era: un hombre tierno, un ateo comprometido y probablemente el mejor presidente que la Liga de la Ilustración de Central Park Oeste había tenido jamás, pero también era, le parecía a Cassie, un náufrago como ella cuyo barco había zozobrado en las costas de su inutilidad esencial, no sólo un pintor de domingo sino también un ser humano de domingo.

¿De qué mejor manera podía una persona adquirir un poco de amor propio que salvando a la civilización occidental de un regreso a la teocracia misógina?

—¿El futuro del feminismo? —dijo Lianne, jugueteando nerviosa con su colgante de cristal—. ¿Hablas en serio?

—Totalmente.

—¿Sí? Pues nadie excepto el padre Thomas tiene permiso para ponerse en contacto con el mundo exterior. Órdenes del capitán.

—Lianne, este maldito cuerpo es justo lo que el patriarcado ha estado esperando, una prueba de que el mundo fue creado por el matón machista del Antiguo Testamento.

—Vale, pero incluso si enviáramos un mensaje, ¿te creerían tus amigos escépticos?

—Claro que mis amigos escépticos no me creerían. Son escépticos. Tendrían que volar hasta aquí, hacer fotos, discutir entre ellos…

—Olvídalo, cielo. Podrían sacarme a patadas de la Marina Mercante por algo así.

—El futuro del feminismo, Lianne…

—Te he dicho que lo olvides.

A la mañana siguiente, Cassie lo volvió a intentar.

—Siglo tras siglo de opresión falocrática y al fin las mujeres están ganando un poco de terreno. Y ahora, bang, volvemos a la primera casilla.

—¿No estás reaccionando de forma un poco exagerada? Vamos a enterrarlo, no vamos a presentarlo en el puto programa de Oprah.

—Sí, pero ¿qué impedirá que alguien se encuentre con la tumba dentro de uno o dos años y descubra el pastel?

—El padre Thomas habló con un ángel —dijo Lianne, defendiéndose—. Está claro que hay una necesidad cósmica detrás de este viaje.

—También hay una necesidad cósmica detrás del feminismo.

—No deberíamos meternos con el cosmos, amiga mía. Desde luego que no.

El resto del día Cassie se propuso evitar a Lianne. Había presentado su caso completamente, subrayando las implicaciones políticas de muy mal presagio de un Corpus Dei macho . Era el momento de dejar que asumiera los argumentos.

Qué diferente era todo aquello del viaje anterior de Cassie. En el Beagle II te tiraban al suelo, te arrojaban de la litera, te sumían en ataques de náusea: sabías que estabas en el mar. Sin embargo, el Valparaíso parecía menos un barco que una gran isla de metal arraigada al fondo del océano. Para obtener alguna sensación de movimiento, tenías que bajar al puesto de observación de proa, una especie de patio de acero tendido por encima del agua, y ver cómo las olas se estrellaban contra las placas de la proa.

La tarde del 13 de julio, Cassie estaba en la proa, sorbiendo café, saboreando la puesta de sol —un espectáculo impresionante al que el rechoncho marinero de guardia Karl Jaworski parecía ajeno—, e imaginando las maravillas andróginas que había quizá a tres kilómetros bajo sus pies. El Hippocampus guttulatus, por ejemplo, el caballito de mar, cuyos machos incubaban los huevos en bolsas ventrales especiales; o los meros, que nacen como hembras (aunque la mitad están destinadas a sufrir un cambio de sexo en la edad adulta); o el lumpo, maravillosamente subversivo, una especie cuyos instintos maternales residían exclusivamente en los padres (siendo ellos los que oxigenaban los huevos durante la incubación y los que, después, protegían a los alevines). A su derecha, más allá del horizonte, se extendía el amplio y bochornoso delta del río Níger. A su izquierda, también escondida por la curva del planeta, estaba la isla Ascensión. Subió un calor sofocante que la envolvió en vapor ecuatorial, y decidió escapar al cine pequeño y agradable del Valparaíso. Cierto, ya había visto Los diez mandamientos, la última vez en la versión en laserdisc de Oliver —en concreto, la edición para coleccionistas del 35° aniversario—, de modo que no tendría demasiado impacto dramático, pero en aquel momento el aire acondicionado importaba más que la catarsis.

Bajó en ascensor a la tercera planta, abrió la puerta del cine y se zambulló al aire deliciosamente frío.

Daba la casualidad de que Cassie albergaba un afecto especial por Los diez mandamientos. Sin ella, nunca habría escrito su obra más encarnizada, Dios sin lágrimas (ahora se daba cuenta de que era un título profético), una sátira de un acto sobre las muchas expurgaciones que Cecil B. DeMille y compañía habían cometido al traspasar el Éxodo, el Levítico, los Números y el Deuteronomio a la pantalla. Había sido especialmente severa con el hecho de que DeMille no estuviera dispuesto a considerar las implicaciones morales de las Diez Plagas, con que no hubiera contado las injusticias que los hebreos habían sufrido a manos de su Padrino cuando deambulaban por el desierto (Yavé abatiendo a la gente que menospreció a Canaán, bombardeando con fuego a aquellos que se quejaron en Hormá, enviando serpientes contra los que refunfuñaron en el camino del monte Hor, azotando con una plaga a todos los que reincidieron en Peor), y con su omisión flagrante del discurso que Moisés había dado a sus generales después de subyugar a los Madianitas: «¿Por qué habéis dejado la vida a las mujeres? Fueron ellas las que arrastraron a los hijos de Israel a ser infieles. Matad de los niños a todo varón, y de las mujeres a cuantas han conocido lecho de varón; las que no han conocido lecho de varón, reserváoslas». Emparejada con Runkleberg, Dios sin lágrimas había estado en cartel dos semanas en Playwrights Horizons en la calle Cuarenta y dos oeste, un programa que obtuvo una reseña excepcional en Newsday, una crítica en Village Voice que la dejaba por los suelos y una carta de condena en la sección de cartas al director del Times, escrita por el mismo cardenal Terence Cooke. Fueran cuales fueran sus deficiencias artísticas, el homenaje de DeMille a la omnipotencia de Dios reconocía totalmente los límites de la vejiga. La película tenía un intermedio. Después de una hora y cuarenta minutos, cuando Moisés empezaba su audiencia con la zarza ardiente, surgían las ganas de orinar. Cassie decidió aguantar. No se acordaba exactamente de cuándo venía la pausa, pero sabía que era inminente. Además, se estaba divirtiendo, de un modo más o menos perverso. Las ganas aumentaron. Estaba a punto de marcharse in media res —Moisés volviendo a Egipto con el objetivo de liberar a su pueblo—, cuando la música se hizo más fuerte, la imagen se fundió y el telón se cerró.

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