James Morrow - Remolcando a Jehová

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Remolcando a Jehova

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—El sínodo ha llegado a un consenso —dijo alguien llamado cardenal Tullio Di Luca—. Bajo ninguna circunstancia se puede profanar la sangre de Dios con petróleo seglar. Antes de la transfusión, deben fregar a fondo los tanques de carga.

—¿Fregarlos? —gemí—. ¡Eso nos llevará dos días!

—Entonces será mejor que empecemos de inmediato —dijo el padre, sonriendo y frunciendo el ceño a la vez.

Come más yogur, le había recomendado el médico a Neil Weisinger al comprobar los calambres, la diarrea y el dolor general que se había apoderado de sus intestinos poco después de cumplir los veinte años. El yogur, explicó el Dr. Cinsavich, aumentará el número de acidófilos y le ayudará en la digestión. Hasta aquel momento, Neil ni siquiera se había dado cuenta de que los intestinos almacenaban bacterias y mucho menos de que los bichos realizaran una función benigna. Así que probó la cura de yogur y, aunque no funcionó (de hecho sufría de intolerancia a la lactosa, una condición que con el tiempo venció a base de abstenerse de tomar productos lácteos), se quedó con un respeto intenso por su ecosistema interno.

Cuatro años después de la visita al Dr. Cinsavich, mientras Neil se metía en el tanque central número dos a bordo del vapor Carpco Valparaíso, se vio identificado totalmente con el proletariado microbiano que hervía en su interior. Era un trabajo de gérmenes, ese asunto ingrato y maloliente de fregar las tripas del barco, preparándolas para recibir la sangre de Dios. Aunque la máquina de limpieza había hecho un buen trabajo, pulverizando las bolas de alquitrán más grandes y sacándolas de allá, aún quedaba un residuo considerable que eliminar, gotas pegajosas de asfalto que se adherían a las escaleras y a las pasarelas como pedazos inmensos de goma de mascar que alguien hubiera desechado. Poco a poco, descendió —una mano bajo la otra, Leo Zook a su lado—, más abajo de la sala de molinetes del ancla y de la línea de carga, por debajo de la superficie arremolinada del mar, adentrándose en lo más profundo del casco. Fregaban a medida que bajaban, recogían la porquería con sus cucharones y la dejaban caer en un cubo de limpieza enorme de acero que colgaba junto a ellos de una cadena. Cada vez que el cubo estaba lleno, transmitían la noticia por medio de un walkie-talkie a Eddie Wheatstone, que estaba en la cubierta de barlovento y subía la carga.

El abuelo Moshe, sin duda, habría encontrado la redención en esa monotonía. De hecho, al viejo le gustaba el petróleo crudo. «El petróleo es un fósil fluido», le había dicho una vez a su nieto de diez años mientras estaban en el puerto de Baltimore mirando cómo un superpetrolero se deslizaba por el horizonte. «Recuerdos del pérmico, mensajes del cretáceo, aplastados y cocidos y convertidos en mermelada. Aquel barco es un cubo de historia, Neil. Aquel barco lleva dinosaurios líquidos.»

Tener a Zook de acompañante sólo empeoraba las cosas. Últimamente, la piedad del evangélico había tomado un cariz realmente feo, ya que había degenerado en un antisemitismo auténtico. Era cierto, tenía la mente traumatizada, el alma atormentada, la visión del mundo en llamas. Pero eso no era una excusa.

—Por favor, entiéndelo, yo no creo que tú seas responsable de esta cosa terrible que ha sucedido —dijo Zook, con gotas de sudor que le caían de debajo del casco y le corrían por la cara llena de pecas.

—Eso sí que es misericordioso por tu parte —dijo Neil con sorna. Su voz resonaba locamente en la gran cámara, ecos de ecos de ecos.

—Pero si tuviera que señalar a alguien con el dedo, que no va conmigo, pero si tuviera que señalar, lo único que podría decir es esto: «tu gente ya mató a Dios una vez, así que quizá también lo han hecho esta vez».

—No tengo ganas de oír estas gilipolleces, Leo.

—No me refiero a ti personalmente.

—Pos supuesto que sí.

—Hablo de los judíos en general.

Durante la primera hora en el tanque, el sol del mediodía iluminaba su camino, los rayos brillantes y dorados atravesaban inclinados la escotilla abierta, pero dieciséis metros más abajo tuvieron que encender las linternas eléctricas que llevaban sujetas a los cascos. Los haces de luz salían disparados hacia adelante unos cuatro metros y desaparecían, engullidos por la oscuridad. Neil carraspeó y se tragó sus mocos. Escupió. Un maldito minero submarino, eso es lo que era. ¿Cómo le había pasado aquello? ¿Por qué su vida había llegado a ser tan poca cosa?

Al final alcanzaron el fondo, una cuadrícula de paredes altas de acero que se extendían hacia afuera desde la sobrequilla, dividiendo el tanque en veinte sombríos compartimientos de carga, cada uno del tamaño de un garaje para dos coches. Neil desenganchó el cubo y respiró hondo. Por el momento todo iba bien: no apestaba a hidrocarburo. Buscó a tientas en su cinturón multiusos y sacó el walkie-talkie.

—¿Estás con nosotros, contramaestre? —le transmitió a Eddie.

—Roger. ¿Qué tiempo hace por allá abajo?

—Fenomenal, creo, pero estáte listo para echarnos un cable, ¿vale?

—Capisco.

Con el cubo de la limpieza a punto, Neil empezó la inspección, arrastrándose de un compartimiento a otro por unas alcantarillas de setenta centímetros de largo abiertas en los tabiques de contención, con Zook justo detrás. El compartimiento uno resultó estar limpio. El compartimiento dos no tenía ni una mancha. Uno podía comerse la comida en el suelo del tres y lamer alegremente las paredes del cuatro. El cinco era el espacio más puro hasta entonces, hogar de la misma máquina de limpieza, una montaña cónica de tubos y boquillas que se alzaba unos diecisiete metros. En el seis por fin encontraron algo que valía la pena quitar, un cuajarón de parafina pegado a una empuñadura. Lo metieron con el cucharón en el cubo y siguieron adelante.

Sucedió en el instante en que Neil puso el pie en el compartimiento siete. Al principio sólo notó el olor, el aroma espantoso de una burbuja de gas reventada, perforándole la nariz. Luego vino el cosquilleo en las puntas de los dedos y los dibujos en la cabeza: molinillos plateados, mandalas rojos, estrellas fugaces. Se le descolgó el estómago y se precipitó hacia abajo.

—¡Gas! —gritó por el walkie-talkie. No cabía duda de que la esfera maligna llevaba meses esperando allí, agazapada en la prisión de su propia superficie, y ahora la bestia había salido, liberada por las pisadas de Neil—. ¡Gas!

—¡Por Dios! —gimió Zook.

—¡Gas! —volvió a gritar Neil—. ¡Eddie, tenemos gas aquí abajo! —miró hacia el cielo. La escotilla flotaba a setenta metros sobre su cabeza, titilando en el aire viciado como una luna llena—. ¡Tira los Dragens, Eddie! ¡Compartimiento siete!

—¡Dios santo!

—¡Gas! ¡Compartimiento siete! ¡Gas!

—¡Dios!

—¡Quedaos ahí, tíos! —la voz de Eddie se oyó entre el ruido del walkie-talkie—. ¡Ya llegan los Dragens!

Ambos marineros lloraban, los conductos lacrimales se les contraían espasmódicamente, las mejillas bañadas en agua salada. A Neil se le hinchó la carne y se le durmió. Le picaba la lengua.

—¡Date prisa!

Zook se cogió el pulgar con la otra mano y se estiró los dedos. Uno… dos… tres… cuatro.

Cuatro. Era algo que aprendías durante la instrucción en el arte de la navegación. Un hombre gaseado en el fondo de un tanque de carga tiene cuatro minutos de vida.

—Ya llegan —dijo el evangélico, ahogándose con las palabras.

—Los Dragens —afirmó Neil, metiéndose la mano, inseguro, en el bolsillo lateral del mono. Sus manos habían cobrado vida propia y temblaban como cangrejos epilépticos.

—No, los jinetes —jadeó Zook, aún con los dedos levantados.

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