Hal Clement - Estrella brillante

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Dhrawn era un planeta que, entre otros inconvenientes, tenía una gravedad aplastante, cuarenta veces superior a la terrestre. Era evidentemente imposible para los terrícolas explorarlo. Por lo tanto, para llevarlo a cabo necesitarían colocar sobre aquella superficie a alguien dotado de inteligencia e iniciativa, pero psicológicamente más apropiado que los humanos.
Los seres vivientes que mejor se ajustaban a esas exigencias eran los pequeños mesklinitas, dotados de una constitución resistente. Aunque se encontraban en un estadio cultural inferior, los humanos pensaban que no convenía suministrarles una elevada ayuda tecnológica para su cometido. En cambio, deberían controlar la exploración desde su seguro satélite en órbita a seis millones de millas de Dhrawn.
Hasta el momento de descender allí, los tenaces, valientes e inteligentes mesklinitas estaban decididos a no ser contratados y deseosos por sí mismos de aceptar el fantástico desafío que las fuerzas de Dhrawn les presentaban.
Nominado por el premio Hugo en 1971.

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Low Alfa no es la región más cálida de Dhrawn, pero los efectos de la zona del deshielo, que tendían a concentrar los elementos radiactivos del planeta, la habían calentado hasta llegar al punto de fusión del hielo en muchos lugares, unos docientos grados Kelvin más que lo que Lalanda 21.185 hubiese conseguido sin ayuda. Un ser humano podría vivir únicamente con una modesta protección artificial en aquella zona, si no fuese por la gravedad y la presión. La parte realmente caliente, Low Beta, está sesenta mil kilómetros al norte; es el principal rasgo que controla el clima de Dhrawn.

El movimiento del Kwembly lo estaba llevando hasta regiones de alta temperatura, que conservaban la fluidez del río, aunque ahora perdía amoníaco en el aire. El curso de la corriente lo controlaba casi por completo la topografía, y no al revés; geológicamente, el río resultaba demasiado joven para haber alterado mucho el paisaje por su propia acción. Además, parte de la superficie expuesta del planeta en aquella zona, era roca ígnea y dura, en lugar de una cubierta de sedimentos blandos en los que la corriente pudiese elegir su curso.

A unos quinientos kilómetros del punto en el que había sido abandonado, el Kwembly penetró en un amplio y profundo lago. Rápida, pero suavemente, tocó el fondo del blando delta de barro, donde el lago confluía con el río. El enorme casco desvió naturalmente la corriente a su alrededor, lanzándola a la excavación de un nuevo canal. Después de media hora se inclinó a un lado y se deslizó en el nuevo canal, enderezándose al flotar libremente. Fue el balanceo implicado en esta última liberación lo que atrajo la atención de los timoneles y les indujo a salir a echar un vistazo.

XIV. RESCATE

No hubiese sido cierto decir que Benj reconoció a Beetchermarlf desde el primer momento. De hecho, la primera de las figuras en forma de oruga en salir del río y trepar por el casco fue Takoorch. Sin embargo, fue el nombre del joven timonel el que salió de cuatro micrófonos de Dhrawn. Uno de ellos estaba en el puente del Kwembly, y no fue oído; dos, en el campamento de Dondragmer, a unos centenares de metros del borde del ancho y rápido río; el cuarto, en el helicóptero de Reffel, aparcado al lado de la masa del Gwelf.

Las máquinas voladoras se encontraban un kilómetro al oeste del campamento de Dondragmer; Kabremm no quería acercarse más, pues no deseaba arriesgarse ni lo más mínimo a repetir su error anterior. Probablemente no se habría movido en absoluto del sitio donde lo había encontrado Stakendee si el río no hubiese subido. Para empezar, estaba rodeado por la niebla, y no tenía ningún deseo de volar. Reffel todavía menos. Sin embargo, no había elección, de forma que Kabremm había dejado que su nave flotase hacia arriba con su propio impulso, hasta que estuvo en el aire claro. Reffel siguió a la otra máquina tan cerca de sus luces de posición como se atrevió a llegar. En cuanto sobrevolaron unos cuantos metros de gotitas de amoníaco, pudieron navegar hacia las luces de Dondragmer, hasta que el comandante del dirigible decidió que estaban bastante cerca. Permitir que el Gwelf llamase la atención de los hombres en órbita arriba hubiese sido un error más serio que el ya cometido. Kabremm todavía estaba intentando qué le diría a Barlennan la próxima vez que se encontrasen.

Tanto él como Reffel habían pasado también unas horas incómodas antes de concluir, a falta de comentarios apropiados, que éste había obturado su visor muy rápidamente después de avistar el Gwelf.

En cualquier caso, Dondragmer y Kabremm habían alcanzado por lo menos una comunicación casi directa y podían coordinar lo que dirían y harían si había más repercusiones del reconocimiento de Easy. La mente del capitán quedó libre de un peso. Sin embargo, todavía estaba dando pasos en relación con aquel error.

El grito de «¡Beetch!» en la inconfundible voz de Benj le distrajo de una de aquellas ocupaciones. Había estado buscando entre la tripulación gente que se pareciese lo más posible a Kabremm. El trabajo se complicaba, debido al hecho de que no había visto al otro oficial durante varios meses. Dondragmer todavía no había tenido tiempo de visitar al Gwelf. Kabremm no quería acercarse más al campamento, y Dondragmer nunca le había conocido muy bien, de todas formas. Su plan era que todos los tripulantes que pudiesen confundirse con el primer oficial del Esket apareciesen fugaz y casualmente, pero con frecuencia, dentro del campo de visión de los transmisores. Cualquier cosa que pudiese minar la certeza de Easy Hoffman de que había visto a Kabremm probablemente valdría la pena.

No obstante, el destino del Kwembly y sus timoneles nunca había estado muy lejos de la mente de su capitán durante las doce horas transcurridas desde que las luces del vehículo se habían desvanecido; al oír el sonido del micrófono, le dedicó toda su atención.

—¡Capitán! —continuó la voz del muchacho—. Acaban de aparecer dos mesklinitas. Están trepando por el casco del Kwembly. Salieron del agua; deben haber estado en algún lugar ahí abajo todo este tiempo, aunque vosotros no pudisteis encontrarlos. Es probable que sean Beetch y Tak. Por supuesto, no puedo hablar con ellos hasta que lleguen al puente, pero me parece que, después de todo, podríamos recuperar el vehículo. Dos hombres pueden manejarlo, ¿no es verdad?

La mente de Dondragmer iba a la carrera. No se había culpado a sí mismo por el abandono del vehículo, aunque la riada hubiese sido un anticlímax semejante. Había sido la decisión más razonable en aquel momento y con el conocimiento disponible. Cuando estuvo clara la naturaleza real de la nueva riada y resultaba obvio que podrían haberse quedado en el vehículo con perfecta seguridad, había sido imposible volver. Al ser un mesklinita, el capitán no había perdido tiempo con ideas de la variedad «si…». Cuando abandonó el vehículo sabía que las probabilidades de volver eran bastante escasas, y cuando éste había descendido por la corriente intacto, en lugar de ser una ruina destrozada, se habían reducido más aún. No habían llegado a cero quizá, pero no existían bastantes como para tomarlas en serio.

Ahora repentinamente habían aumentado otra vez. El Kwembly era no sólo utilizable, sino que sus timoneles estaban vivos y a bordo. Podría hacerse algo si…

—¡Benj! —cuando sus pensamientos llegaron a este punto, Dondragmer habló—. Por favor, ¿harás que tus técnicos determinen lo más exactamente que puedan lo lejos que está el Kwembly ahora? Es perfectamente posible que Beetchermarlf lo dirija solo, aunque hay otros problemas de mantenimiento general que los tendrán ocupados a ambos. No obstante, deberían ser capaces de hacerlo. En cualquier caso, tenemos que averiguar si la distancia implicada es de cincuenta kilómetros o de mil. Lo último lo dudo, puesto que no creo que este río hubiese podido llevarlos tan lejos en doce horas; pero tenemos que averiguarlo. Que tu gente se ponga a ello. Por favor, dile a Barlennan lo que pasa.

Benj obedeció rápida y eficientemente. Ya no estaba cansado, preocupado y resentido. Con el abandono del Kwembly doce horas antes había perdido toda esperanza por la vida de su amigo y se había marchado de la sala de Comunicaciones para conseguir un poco de sueño. No esperaba ser capaz de dormir, pero la química de su propio cuerpo le engañó. Nueve horas más tarde había vuelto a sus tareas normales en el laboratorio de aerología. Sólo una casualidad le había llevado otra vez a las pantallas a unos cuantos minutos de la emergencia de los timoneles. Le envió McDevitt para reunir datos generales de los otros vehículos, pero se había quedado unos cuantos minutos a mirar en el puesto del Kwembly. El meteorólogo dependía enormemente del conocimiento por Benj del lenguaje mesklinita.

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