Charles Sheffield - La telaraña entre los mundos

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La telaraña entre los mundos: краткое содержание, описание и аннотация

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Charles Sheffield es uno de esos escritores de ciencia ficción que hace que el resto de nosotros piense seriamente en hacer carrera como vendedores de saldos. De hecho, la única razón por la que le permitimos vivir es que también somos lectores de ciencia ficción. Tiene la base científica de un Clarke, la capacidad narrativa de un Heinlein, la aguda ironía de un Pohl o un Kornbluth y la habilidad como constructor de universos de un Niven.
Spider Robinson

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Se dio cuenta entonces de que su búsqueda de los Duendes había llegado a su fin.

A lo largo de la pared habían puesto una hilera de camastros. Tenían menos de setenta centímetros de largo, y casi todos estaban ocupados por pequeñas figuras dormidas. Rob se acercó más. Iluminó a los dos más próximos, lo suficiente para grabar la escena con el vídeo en miniatura que había sacado del bolsillo. Los Duendes eran un macho y una hembra adultos, ambos bien formados y simétricos en cara y cuerpo. Ninguno de los dos tenía ropa alguna. Cuando la luz le iluminó la cara, la hembra masculló algo entre sueños y levantó un brazo diminuto y regordete para cubrirse los ojos.

Rob apagó la linterna y permaneció en silencio en medio de la oscuridad. Éstos eran los Duendes, sin duda, pero no tenían que ver con la descripción que le habían dado. Lenny Pascal había dicho que eran espantosos. Las formas dormidas frente a Rob eran hermosas y bien formadas, con piel suave y delicada y rasgos casi infantiles. El macho tenía una hermosa barba rubia.

Después de pensar un momento, Rob recorrió despacio la línea de camas, iluminando fugazmente a todos los durmientes. Todos estaban desnudos. Al llegar al vigésimo se detuvo y lo miró con mayor atención. Este Duende, un macho, era de un tipo diferente. La cara era la de un viejo, arrugada como la corteza de un árbol, y la respiración era pesada y trabajosa, como el sueño de alguien drogado. Rob se inclinó sobre él, mirando cada rasgo. Grabó la imagen de lo que veía, y siguió recorriendo la hilera.

Había dos tipos básicos, más o menos en cantidades iguales: los hermosos como hadas y los espantosos gnomos. Al parecer no había ejemplares jóvenes, pero Rob recordó haber oído el llanto de un niño, tan débil que lo había considerado fruto de su imaginación, mientras inspeccionaba los catres. Los niños dormirían en otra habitación contigua. Recorrió con rapidez el resto de la habitación. Había recipientes para comida, agua e instalaciones sanitarias, pero nada de muebles ni ninguna otra cosa que no fueran los camastros donde dormían los Duendes.

Fue hacia el otro lado, de donde había visto salir la luz verde de la esfera de agua a través de la puerta abierta.

Esta habitación estaba completamente vacía. En la pared opuesta al panel transparente que conducía a la esfera de agua, Rob vio unas abrazaderas bajas montadas en la pared. Se inclinó para verlas mejor, preguntándose si se usarían para tener prisioneros a los Duendes. En eso estaba cuando de pronto se encendieron las luces de la habitación en toda su intensidad. Rob se incorporó y se volvió hacia la puerta. De pie en la entrada estaba Joseph Morel. La cara no tenía los colores de siempre y miraba a Rob con un odio frío e intenso.

Antes de que Rob pudiera atinar a explicar la razón de su presencia, Morel dio dos rápidos pasos hacia atrás, más allá de la puerta. El pesado sello de metal se cerró. Rob oyó el ruido causado al correr de nuevo los cerrojos exteriores.

Con las luces encendidas, Rob pudo confirmar su primera impresión. Se hallaba en una habitación cuadrada, de casi diez metros de lado y dos metros y medio de alto. Había una única y gran ventana que daba a la esfera de agua. Había sólo una puerta, ahora cerrada por Morel. Rob la miró con atención, pero pocos segundos le bastaron para comprobar que las herramientas que llevaba consigo serían inútiles para mover los pesados cerrojos del otro lado.

Rob recorrió con rapidez toda la habitación, examinando paredes, suelo y techo. Las luces podían ser reguladas desde dos lugares, uno cerca de la puerta y el otro en el extremo opuesto. Podía oscurecer la habitación cuando regresara Morel, pero era difícil ver en qué podría beneficiarle. Rob terminó su primera inspección sin mucho entusiasmo. Como era de esperar, no había otra salida posible. Sin embargo, sentía que debía hallar una. Morel no había dicho ni una palabra al descubrir a Rob, pero su mirada fue inconfundible. Fuera cual fuese el secreto de los Duendes (y Rob se sentía cada vez más seguro de haber comprendido ese secreto) Morel estaba decidido a mantenerlo. Había matado antes, volvería a matar. Rob sabía que debía salir de allí.

Se sentó en el suelo, cerca de la gran ventana y se descubrió el antebrazo izquierdo. Presionando en puntos cuidadosamente elegidos a lo largo de la cara interna del brazo, halló los contactos que apagaban todo impulso sensorial proveniente de la mano izquierda. Como antes, estaba fijada a sus propios huesos, nervios y tendones, pero ya no tenía sensibilidad. De ser necesario, podría utilizarla como una potente porra o como un escudo sin temor al dolor.

Pero Rob debía poder acercarse a Morel para que le sirviera de algo. No tenía esperanzas de que tuviera esa oportunidad. Cuando el otro hombre regresara, tendría, con toda seguridad, armas o ayuda, y su instintiva cautela al encerrar a Rob de inmediato sin esperar a oír ninguna explicación hablaba bien a las claras de la imposibilidad de engañarle para hacer que se acercase lo suficiente como para un ataque físico. A juzgar por las apariencias, Morel era además igual de fuerte que Rob, por lo menos.

Usando el insensible brazo izquierdo como martillo, Rob volvió a recorrer todas las paredes, golpeando y escuchando el sonido que producían los golpes. Confirmó su primera impresión: no había salida por ese lado. Las superficies de las paredes, suelo y techo, sin junturas, no ofrecían posibilidad de ser perforadas por nada que no fuera un taladro o un láser.

Rob se sentó otra vez a pensar. Necesitaba enfocarlo de otro modo.

Transcurridos unos minutos, fue hasta el control de las luces y las amortiguó. No engañaría a Morel con la oscuridad, pero Rob quería ver mejor lo que había afuera, en la tranquila esfera de agua. Sabía que por allí no había salida. Aunque pudiera llegar a ella, se ahogaría antes de poder nadar hasta un orificio de entrada a la esfera central.

El mundo acuático estaba normalmente iluminado sólo por las luces del enrejado interior. Pero en esos momentos, con la luz extra irradiada por Lutecia, había un nuevo resplandor en todo. Rob podía ver más allá de los recipientes de nutrientes y la enmarañada vegetación alrededor de éstos. Durante casi quince minutos esperó en la oscuridad y el silencio. ¿Era su imaginación? Le pareció ver un atisbo de una forma inmensa y oscura justo detrás de las plantas. Estaba cerca del lugar donde viera a Caliban en su primera excursión a la esfera de agua. ¿Era tan improbable que estuviera otra vez allí, mirando una de las grandes pantallas que le proporcionaban su conocimiento del mundo exterior? La forma distante era exasperantemente vaga.

Rob volvió al control de la pared, aumentó un poco la intensidad de las luces y volvió a examinar la ventana. Era una construcción estándar para uso espacial, utilizada cuando era necesario un cierre hermético. Una lámina entera de un plástico muy resistente se aseguraba al marco de la pared por medio de doce gruesos tornillos y se agregaba una espesa capa de adhesivo sobre ellos para que el panel fuera a prueba de agua y de aire. Esa capa no oponía resistencia alguna. Rob pudo pelar uno o dos centímetros, y mirar los tornillos. Eran de aluminio templado, con cabezas de casi ocho centímetros de diámetro al nivel de la pared.

Rob arrancó con minuciosidad toda la capa de adhesivo alrededor del perímetro de la ventana, utilizando la mano y el antebrazo izquierdos como espátula. Intentó hacer girar uno de los tornillos con el extremo de una ganzúa electrónica.

Fue inútil. La herramienta no había sido diseñada para ejercer fuerza y se dobló a la menor presión. Rob soltó un taco. Necesitaba algo con una cabeza de un grosor de medio centímetro y un ancho de ocho centímetros, algo que transmitiera toda su fuerza cuando él lo hiciera girar. Buscó otra vez en la habitación. No había nada, nada que pudiera arrancar de algún lado y usar como improvisado destornillador.

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