Charles Sheffield - La telaraña entre los mundos

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Charles Sheffield es uno de esos escritores de ciencia ficción que hace que el resto de nosotros piense seriamente en hacer carrera como vendedores de saldos. De hecho, la única razón por la que le permitimos vivir es que también somos lectores de ciencia ficción. Tiene la base científica de un Clarke, la capacidad narrativa de un Heinlein, la aguda ironía de un Pohl o un Kornbluth y la habilidad como constructor de universos de un Niven.
Spider Robinson

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No eran sólo las tensiones en el cable del Tallo lo que aumentaba a medida que continuaba la aproximación. Rob sintió una creciente inquietud, como una piedra en la boca del estómago. Nada en los proyectos de construcción de puentes lo había preparado para algo como esto, para la tortuosa lucha de múltiples fuerzas en juego. A pesar del panel de control, Rob se sintió de pronto impotente. En realidad todo dependía de la precisión de los cálculos y del realismo de los simulacros realizados. Nada que hiciera él, ni ningún otro hombre, podía mejorar la secuencia de aproximación. Él estaba en el Centro del Sistema de Control, y le quedaba sólo una decisión por hacer: suspender la operación o continuarla. Un simple capirotazo a un interruptor binario, a eso se reducía todo. Y Rob se sentía menos y menos capaz de comprender todos los factores que guiarían su decisión. Después de meses de trabajo, sentía la cabeza embotada, atontada y lenta, incapaz de una evaluación acertada. Rob se mordió el labio inferior hasta que le dolió, concentró toda su atención en las pantallas y esperó al siguiente dato.

No estaba solo. En cientos de naves a lo largo de toda la extensión del Tallo, en otras que seguían el curso del gran lastre, y en las oficinas calurosas y superpobladas del Control de Amarre, había hombres y mujeres sudando y mirando las mismas imágenes en las pantallas, frunciendo el ceño ante los mismos datos, y dando gracias a la Fortuna por no tener que ser ellos los que tuvieran que tomar la decisión final.

En todo el mundo la gente comenzaba a mirar el cielo. Era demasiado pronto para ver nada, pero la lógica no guiaba sus acciones.

Contacto menos 600.

La cabeza del Tallo entraba en la atmósfera superior, zambulléndose en la ionosfera y comenzando a sentir los primeros efectos del calor de fricción. También empezaba a aminorar la velocidad del descenso. La larga cola, más allá de la altura sincrónica, ya tiraba hacia arriba proporcionando una colosal tensión que haría más lento el movimiento hacia abajo. La copa que pendía del extremo del Tallo subía más y más, expulsada de la primera espiral de aproximación para alejarse de la Tierra. A ochenta y cinco mil kilómetros por encima de la superficie, formó el punto final de un Tallo que se elevaba cada vez más cerca de la vertical.

Mirando desde la copa exterior, un observador habría visto la forma del Tallo que se extendía gradualmente hacia abajo, moviéndose en una clara línea que caía sin pausa rumbo a la lejana Tierra. El mismo observador, mirando hacia arriba por el cable oscilante, vería el asteroide lastre, aún a miles de kilómetros de distancia, pero más cerca cada vez.

La tensión en el cable de carga se había duplicado en dos horas. Era todavía menor a la cifra final del Tallo instalado, pero la energía almacenada ya excedía la de cualquier arma de fusión. Las ondas longitudinales de compresión y tensión hormigueaban constantemente a lo largo del cable de carga, transmitiendo fuerzas compensadoras desde el extremo superior a la plomada del cable inferior.

Los observadores en Quito oyeron el crujido cuando la cabeza atravesó la barrera del sonido. Y esperaban verla enseguida. Sobre el ecuador, al oeste del Control de Amarre, se vislumbró por fin una delgada línea de vapor. Se desprendía de la veloz cabeza del Tallo; era una estela de turbulentos cristales de hielo. La sombra formaba una franja oscura sobre el ecuador, dividiendo nítidamente en dos el globo, en un hemisferio norte y un hemisferio sur. Ya se oía un ruido sordo como el de un trueno lejano.

En las cumbres de los Andes, los campesinos indios dejaban por un momento su trabajo diario de arañar la tierra empecinada, lo suficiente para elevar sus plegarias a los antiguos dioses de la tormenta. Luis Merindo miró por los telescopios en el Control de Amarre, y buscó el mismo consuelo en las diosas más modernas de la aerodinámica y la electrónica. La cabeza del Tallo se había desviado un milisegundo en el primer punto de triangulación. ¿Cuánto supondría al llegar al pozo? Respiró al ver un cálculo de Santiago en la pantalla. Sería de algunos metros. Tenían margen más que suficiente.

Apenas terminó la primera entrada atmosférica, la atención de Rob se concentró en los sensores de temperatura colocados a lo largo del Tallo. El cambio en el potencial gravitatorio cuando el Tallo cayera aparecería en parte como energía cinética y en parte como energía disipada dentro del interior tenso del cable. El estiramiento y la flexión aparecerían como calentamiento y enfriamiento adiabáticos, aumentando y disminuyendo la temperatura local a lo largo del Tallo. Quinientos grados era el límite. Con una fuerza amplia y a temperaturas normales, el cable se debilitaría drásticamente por encima de quinientos. Este cálculo había sido uno de los más difíciles en todo el diseño del Tallo, pues era una compleja combinación de dinámica orbital, elasticidad no lineal y difusión térmica. Hasta el momento, Rob se felicitaba por su prudencia al prever en sus cálculos un amplio margen de error.

Contacto menos 60.

El extremo superior del Tallo, al moverse casi tangencialmente a la curva de la superficie de la Tierra, se había tragado el asteroide lastre. El conjunto de silicona que formaba la copa comenzaba a absorber la tensión a medida que el lastre buscaba continuar su camino ascendente. Poco después, las fuerzas se estabilizaron. La trayectoria del extremo superior del Tallo se había vuelto geoestacionaria, y se movía para quedar vertical sobre el punto de amarre en Quito. La tensión del cable se acercaba al valor máximo de diseño de ochenta millones de newtons por centímetro cuadrado. Aunque la cabeza seguía bajando, el movimiento era cada vez más lento.

Ya se veía desde el Control de Amarre el romo extremo inferior del Tallo. Su descenso parecía casi indolente, pues se movía como un gusano ciego lento y curioso dirigiéndose hacia el pozo que lo albergaría en su amarre. Luis Merindo observó las pantallas cuando la cabeza desapareció detrás de las pilas altísimas de roca alrededor del agujero. Verificó las lecturas. En treinta segundos comenzaría el rellenado. Después de eso, sólo tendría una preocupación: ¿resistiría el amarre el estirón de miles de millones de toneladas de fuerza ascensional que soportaría el cable cuando el lastre se tensara encima de la órbita sincrónica?

En una sala anexa en Santiago, Howard Anson también miraba la cabeza del Tallo. Al no tener problemas de ingeniería que le ocuparan la mente, había desenterrado otros recuerdos, recuerdos de otro tipo de apocalipsis. «Correré entonces y me meteré dentro de la Tierra» susurró para sí mismo. «La boca de la Tierra. Ah, no, no me albergará. Montañas y colinas, venid, venid y caed sobre mí, y ocultadme de la ira terrible de Dios.» Esto le mereció una mirada curiosa del asistente del Senado sentado a su lado. Anson se preguntó si el hombre desaprobaba sus libertades con el texto. Sonrió y se encogió de hombros en un gesto avergonzado, mientras el otro volvía la atención a las pantallas.

Ya no había posibilidad de suspender la operación. El gran signo de interrogación que quedaba era el amarre. Si no resistía, el Tallo sería arrancado de su ubicación temporal en Quito y subiría otra vez hasta más allá de la Luna. La inmensa inercia del sistema significaba que incluso esta pregunta tardaría en ser respondida a simple vista, si bien los sensores lo sabrían en un instante.

Contacto.

La base del Tallo había tocado el fondo del pozo, a cinco kilómetros por debajo del nivel del suelo. Al hacerlo, las montañas comenzaron a moverse. Un corrimiento de tierras siguió a la amplia cabeza del Tallo a las profundidades del abismo preparado. El estruendo de detonaciones, dispuestas convenientemente alrededor del borde del pozo, se confundieron con el rugir incesante de mil millones de toneladas de roca que cayeron al pozo y se apisonaron bajo la presión de la tierra y los pedruscos que les siguieron.

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