Vladimir Dudincev - Lo mejor de la ciencia ficción rusa

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Lo mejor de la ciencia ficción rusa: краткое содержание, описание и аннотация

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Teniendo en cuenta que el libro es de la época de la Guerra Fría, resulta sumamente interesante ver lo que se escribía por allí en materia de ciencia-ficción. Los cuentos (como cabría esperar) no son todos del mismo nivel, pero aún así el libro no tiene desperdicio. Gran trabajo como compilador de Jacques Bergier (compañero de Louis Pauwels en «El retorno de los brujos» y «La rebelión de los brujos»). Recomendable.

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Expliqué todo esto con un susurro a mi compañero. Me estrechó la mano y contestó:

— Gracias. Yo también he comprendido algo. Y ahora váyase. Debo darme prisa. Como ve, el tiempo me aprieta. Tampoco haría usted mal en acelerar los tiempos. No sabemos qué puede suceder.

Ambos trabajábamos en el mismo problema, pero desde puntos de vista diferentes. Uno de nosotros tenía razón, el otro se equivocaba. Pero el problema era de tal magnitud, que justificaba un error mientras indicase a los otros el justo camino. Buscábamos el modo de condensar la luz solar. El producto que hubiésemos obtenido habría asegurado meses y años de fúlgida luz solar y de calor al lejano continente cuyos habitantes no sabían lo que era el sol. Porque una parte de nuestro planeta nunca es iluminada por el sol. Allí reinan eternos la noche y el invierno. El hecho de que mi compañero hubiese afrontado precisamente este esencial problema constituía para mí una prueba suplementaria de su verdadera identidad: el extraordinario jefe de bandidos que tenía prisa por vivir. ¿Sería capaz de realizar en un año, incluso en dos, su plan?

Siempre he considerado las cosas con sobriedad, contando el paso de cada año, pensando continuamente por dónde había que empezar, pues el inicio de una investigación significa dejar a un lado cualquier otro trabajo y encerrarse en el laboratorio durante una buena docena de años. Si hubiese podido movilizar al laboratorio entero con este objetivo… Pero por ahora podíamos agradecer a Dios que nos hubieran permitido, por lo menos a nosotros, ocuparnos de esta idea. Teníamos muchos oponentes. Casi todos los miembros del consejo científico nos consideraban como unos visionarios. Esto significaba diez años. ¿Cómo podría él hacerlo sólo en dos?

Pero ni siquiera le quedaban dos años, sino unas pocas horas. A la mañana siguiente me telefonearon desde el hospital. Mi singular amigo había aparecido, desangrado, la noche anterior, cerca de nuestro portal (vivíamos en la misma casa). Presentaba profundas heridas de cuchillo en la espalda. Todo el instituto estaba alborotado. Se pidió consejo a los más célebres médicos del policlínico. Demasiado tarde. Hacia mediodía los empleados del instituto dieron ya aviso a la funeraria.

Su muerte, que en cierto modo él mismo había predicho, nos conmovió por la mañana, cambiábamos miradas significativas. Descubrí mi carácter pusilánime: desde un principio cedí ante el pánico, hasta adelgacé. No podía soportar ningún diálogo que no se refiriese estrictamente al trabajo, al que me entregué con ensañamiento durante una semana. Pero transcurrida ésta, al recibir el último número de nuestra revista científica y leer en el índice el nombre del miembro correspondiente, S., me sentí enrojecer y olvidé todo lo que no fuera aquel trozo de papel cubierto de signos impresos.

Hojeé nerviosamente la revista y vi en seguida la nota, compuesta en menudos caracteres (las expresiones más cáusticas siempre están compuestas en tipos minúsculos). Rodeado de palabras corteses y venenosas, 15 leí mi apellido. Mi vida volvió a su curso habitual. ¡Papel, papel, quién te ha inventado! Abandoné mi trabajo. Instigado por mis partidarios, escribí un artículo e incluí en él no una, sino tres notas. Estaban destinadas a anonadar a mi adversario. Todo el personal participó en la redacción de aquellas notas. Si quieren ver ustedes aquel trabajo, les sugiero que vayan a la galería Tretjakov y den una ojeada al cuadro de Repin, Los Zaporojci, En aquel cuadro está pintado todo nuestro grupo: nuestro director, que se ríe aguantándose el vientre, y yo, sentado a la mesa, con gafas y pluma en mano.

Olvidé completamente a aquel individuo que me había seguido, escondiéndose tras las esquinas, bajo los arcos y en los portones. Después de las penosas jornadas que ya conocen y que finalizaron con el funeral, no volvió a aparecer. Comprendí que me había seguido uno de los miembros de la hermandad, cuya misión era ejecutar la condena.

Pero, poco después de haber recibido el periódico con el artículo de respuesta a mi inveterado enemigo S., un día en que salí de la redacción en donde se me había encargado un nuevo artículo, me di cuenta de que se me espiaba. Me giré, pero no vi a nadie. Al mirar más atentamente, descubrí en una casa semidestruida que demolían unos obreros, en una brecha oscura del primer piso una figura que se alejó en seguida, desapareciendo tras el muro.

Justamente aquel día iba a celebrar mi trigésimo cumpleaños. Quería invitar a mis compañeros con tal motivo, pero como verán, aún no se había hecho de noche que ya sobre mi fiesta caía la primera sombra.

Volví a casa, subí al primer piso. En la sala común, donde por la noche mirábamos todos la televisión, me esperaba un compañero: el petimetre amante de las bromas.

— Bueno, ¿hay juerga hoy?

— Me siento un poco indispuesto — contesté—. Lo dejaré correr.

— No hay que poner esa cara en un día como hoy. Treinta años es la mejor edad para un hombre, Y me regaló una chillona corbata.

— ¿Y si organizásemos una fiestecita? Te juro que pescarás una castaña… — prometió—. He conseguido un vino estupendo.

Pero, mientras hablaba, divisé en el rincón más alejado a una mujer desconocida. Parecía esperarme desde hacía rato, no sé cómo lo adiviné. Se levantó, dio unos pasos hacia mí, y ya no oí nada más de lo que decía mi compañero. Era una mujer que frisaba la treintena, de hombros muy torneados, bellísima. Su belleza residía en ciertas atrayentes irregularidades del rostro y, sobre todo, en su mirada recta y melancólica. Esa misma belleza se reflejó al punto, como un eco, en la voz baja y tranquila de la mujer. Recordé de repente a la otra el granito de oro, que hacía ya mucho tiempo cayó en el fondo de la clepsidra. Aquélla yacía olvidada, inexistente, mientras ésta salía a mi encuentro.

— Me han pedido que le entregue esto para su cumpleaños — dijo — con voz casi oficial y me entregó el yafamiliar reloj, pesado, con la cadenita de acero—. Y además esto otro…

Sacó del bolso un pliego y me lo entregó.

— ¿De parte de él? — preguntó.

— Sí —contestó la mujer.

¿Pensé en asegurarme por precaución de que el amigo que ya no existía hubiese conocido totalmente el amor de otro ser humano, un amor que no se pudiera comprar ni robar? No tuve tiempo para ello. Ella leyó lapregunta en mi rostro y con un gesto de la mano me detuvo.

— En efecto, así ha sido — susurró—. Y es. ¡Y será! Pero él no estaba seguro… Yo jugaba. ¿Me entiende…? Cuando me permitieron entrar en el hospital, le estuve gritando una hora entera. ¡Sí, sí, sí! Pero ya no me oyó.

Incliné la cabeza. Pobre compañero. Sí, yo sabía bien de qué se trataba.

Me metí el reloj en el bolsillo y acompañé a la mujer hasta el vestíbulo. Luego regresé.

— Es ella — murmuró nuestro petimetre—. La que venía a visitar al bandido. No se fijaba en nadie. Si te cruzabas en su camino, seguía en línea recta, como si pretendiera traspasarte. Ciega de amor.

Y añadió, sonriendo:

— Pero sí se ha fijado en ti. ¡Permanece al tanto!

Me encerré en mi habitación y rompí el sobre.

«Esta carta le será entregada si me matan — escribía mi difunto amigo—. Es usted un hombre de talento. Por eso le escribo, porque sabe más de mí que los otros y quizá sabrá valorar el tiempo en mayor medida que los demás. Sólo se vive una vez. Hay que apurar la vida sin perder el aliento, a grandes sorbos. Hay que aferrar lo que tiene de más precioso. No es el oro, ni los adornos. Desearía que viviese hasta la gran alegría. Deberá recordar el continente oscuro donde hoy viven millones de hombres. Puede que el día en que reciba esta carta sea el día de su verdadero nacimiento…»

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