Vladimir Dudincev - Lo mejor de la ciencia ficción rusa

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Lo mejor de la ciencia ficción rusa: краткое содержание, описание и аннотация

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Teniendo en cuenta que el libro es de la época de la Guerra Fría, resulta sumamente interesante ver lo que se escribía por allí en materia de ciencia-ficción. Los cuentos (como cabría esperar) no son todos del mismo nivel, pero aún así el libro no tiene desperdicio. Gran trabajo como compilador de Jacques Bergier (compañero de Louis Pauwels en «El retorno de los brujos» y «La rebelión de los brujos»). Recomendable.

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«En un tiempo, el oro era un metal sin nombre, que dormitaba en la tierra. Luego los humanos le dieron un nombre y un valor. El colmo de la elegancia fue exhibir el brillo del oro sobre los trajes, sobre las armas. Pero hoy ninguno de nosotros se atrevería a mostrarse en público con una cadena de oro sobre la panza, ni con un imperdible de oro en la corbata. El prestigio del oro está en decadencia. ¿Y dónde fue a parar el prestigio de las telas preciosas? Puedo asegurarles que los más preciados tejidos actuales se hallan a punto de pasar definitivamente de moda. Presumir de cosas costosas es hoy índice de atraso espiritual.

— Vaya, vaya, con que ese bandido ha sabido deshacerse de los valores materiales. Y bien, ¿qué sustituirá a los objetos? — preguntó el jefe de personal.

El relato le había herido en lo vivo, porque presumía, precisamente, de ir trajeado con lujo y su mujer había venido una vez al laboratorio con un costoso zorro plateado bajo el brazo.

— ¿A qué objetos se refiere? Hay objetos y objetos. El bandido se había dado cuenta de ello y reflexionó. Comprendió que, en lugar del culto a lo material, se afirmaba inexorablemente la belleza del alma humana, que no puede ser comprada con dinero ni robada. No puedes obligar a nadie a amarte con la fuerza de las armas. La belleza del alma es libre. Por ello se ha situado en primer plano. Pero el oro y el terciopelo han perdido posiciones. Hoy, las cenicientas vestidas de percal vencen a las princesas ataviadas con sedas. Porque la belleza del talle es lo que confiere valor a un vestido barato, y esta belleza ya no es un valor material. El modelo del vestido representa el gusto, el carácter del que lo ha creado y escogido para sí. Por esto muchas princesas, que han conservado su alma, imitan a las cenicientas en el vestir. Y si encontramos alguna envuelta en pieles y en tejidos caros, ya no admiramos la riqueza de su ropaje, sino que retrocedemos ante su deformidad espiritual, que la señala ante la opinión de los hombres.

«Y, por fin, nuestro hombre recogió todos sus pensamientos en una larga carta dirigida a sus «hermanos», declarando que renunciaba a su grado, que volvería a la sociedad de los hombres normales que vivían de su trabajo, y que intentaría, con algún acto de relieve, conquistarse una vida hasta entonces fuera de su alcance, que anhelaba, como se suele decir, con todo su corazón. La administración de la prisión publicó aquella carta en un folleto. Comprenderán que se trataba de un documento de enorme eficacia. Era importante aprovecharlo.

«Pero no olviden su situación. Sumando las varias condenas, había merecido doscientos años de prisión sin amnistía. El Estado no le perdonaría ese tiempo. Por otra parte, al conocer mejor que nadie las reglas de la hermandad, sabía que su traición no sería consentida, y que ya se estaba afilando un cuchillo para él. Sin embargo, quería gozar, por lo menos un año, de la nueva vida que había elegido. Antes de que se reuniese el tribunal de la hermandad, llevó a cabo su última evasión. Era lo suficientemente rico para que, como en las novelas, los médicos cambiaran por completo su apariencia. Transformaron hasta su voz. Eran grandes maestros.

«El ladrón obtuvo documentos irreprochables y se convirtió en otro hombre. En tres años obtuvo tres títulos. Ahora está llevando a término su propia obra. Tiene en la mente una empresa muy grande. Quiere hacer un regalo a la humanidad…

— Pero, bueno — le interrumpí, ya que me miraba continuamente—. Pero, ¿qué relación tiene esto con nuestra conversación? ¿Con el hecho de que el tiempo pueda estar inmóvil o corra, o con la inscripción de la lápida?

— La relación más directa. Los ejecutores de la condena están a la caza de ese hombre. Siguen sus huellas sin piedad. Sin duda alguna le descubrirán. No le queda más que un tiempo brevísimo. Tiempo, ¿comprenden? Cuando, en un par de años, intenta vivir de golpe toda su vida. ¿Qué sucedería de haber vivido así durante toda su existencia? Los años de su vida serían quizá más de novecientos.

— ¿Se refiere entonces al contenido de su vida, no a la duración? — preguntó el director.

— ¡Se nota que no economizan demasiado el tiempo! — Exclamó mi vecino—. Pues sí, es a eso a lo que me refiero, a eso con lo que llenamos el recipiente de la vida. Que hay que llenar únicamente con los goces más fuertes, con las alegrías más intensas…

— ¡Escúchenlo! — Se oyó otra vez la voz del jefe de personal—. Predica el egoísmo más puro. Todo lo que pretende es su propia satisfacción. Me parece a mí que también se debe trabajar por el bien del pueblo. ¿Eh? ¿Qué le parece?

— Que su retraso mental es lamentable. Supone usted que la alegría y el gozo son pecado, al que se abandona, cuando trabajar por la humanidad es su público deber. Nuestro bandido, por el contrario, es un hombre de vanguardia. Ha gozado de todas vuestras alegrías y ya no las aprecia. Ahora sólo reconoce una alegría: la que usted considera un duro deber.

— Dígame… — titubeó, tras un largo silencio, el director—. ¿Cómo ha llegado a conocer tantos detalles? Ese hombre ha cambiado de rostro y de personalidad… No será tan estúpido como para confiarse con el primero que llegue.

— Yo no soy para él el primero que llega.

— Si es usted un hombre de conciencia debe denunciarlo — observó de improviso el jefe de personal—. Tiene que hacerlo. Ha cometido delitos y se ha evadido de la cárcel…

— No — contestó nuestro compañero—. Absolutamente no. Ya no es un bandido. Ahora no es peligroso. Aún más, es útil. Cuando haya dado fin a su trabajo, él mismo se denunciará.

En aquel momento sacó del bolsillo su famoso reloj, una especie de pesada cebolla con una cadenita de acero.

— Perdónenme. Debo controlar los aparatos — salió. Bajo el dintel de la puerta se detuvo—. Todos deberían reflexionar acerca de esta historia. Sobre todo usted. — Me miró fijamente—. Si aprovecha la experiencia de ciertas personas, dejará de preocuparse por bagatelas, y pondrá fin a su infructuosa polémica con ese miembro correspondiente.

Nunca hubiera imaginado que la vida fuera a ligarme a aquella historia, que hubiese hecho de mí su segundo protagonista, el sosias.

Para asegurarme de una duda imprevista, una hora más tarde bajé al subterráneo e hice girar la puerta, tras la cual se hallaba el hombre, rodeado de brillantes aparatos de vidrio y de cobre. La puerta casi no había chirriado, pero él sufrió un violento sobresalto, rompiendo algunas probetas.

— Discúlpeme — le rogué.

— ¿Quiere aclarar sus dudas? — repuso, calmándose.

— Es usted un imprudente — contesté.

— No le tengo miedo. — Y se volvió hacia sus aparatos. Lo que había sido sólo una sospecha, era ahora certidumbre. Comprendí lo que hasta entonces había sido un misterio.

Poco antes de estos acontecimientos, había notado que mi persona provocaba un incomprensible interés en alguien. Una sombra me seguía, de lejos, por todas partes, por las calles de la ciudad. Pero nunca había conseguido ver una sola vez el rostro del perseguidor, aunque no tuviera prisa en ocultarse. El desconocido escogía como punto de observación un arco o un portón oscuro. Salía a plena luz del sol, pero apenas me llevaba la mano al bolsillo, donde guardaba mis gafas, se escondía en un portal. Muchas veces me había acercado a la cancela o a la entrada por donde había desaparecido aquel individuo, pero sin hablar a nadie. Hacía pocos días que cayó la primera blanda y purísima nieve. Caminaba, ya de noche, por la desierta calle, cuando oí pasos a mis espaldas. Antes de que tuviese el tiempo de volverme, comprendí: era él, o ella. Giré la cabeza y adiviné algo como una capa o una cola de frac, que se esfumaba tras la esquina. Me puse a seguirlo, pero al llegar al otro lado de la calle vi una callejuela blanca completamente desierta. Miré la nieve y no encontré ninguna huella. Más tarde recordé que en aquella ligera y espumosa nieve se adivinaban algunas huellas cruciformes, semejantes a las de una inmensa pata de gallina.

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