Robert Wilson - Testigos de las estrellas

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En Blind Lake, una gran instalación federal de investigación, los científicos están empleando una tecnología que apenas comprenden para observar la vida diaria en una ciudad de alienígenas, moradores de un lejano planeta. No son capaces de contactar con ellos, ni comprenden su lengua. Lo único que pueden hacer es observar.
Sin previo aviso, se impone un cordón militar alrededor de Blind Lake. Todas las comunicaciones quedan cortadas. La comida y demás suministros son entregados por control remoto. Nadie conoce el motivo, aunque los científicos siguen con sus investigaciones. Hasta que uno de ellos llega a la conclusión de que aquellos seres, aunque parezca imposible, son conscientes de la observación del proyecto.

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—Pareces un folleto explicativo.

Se recostó en la sil a.

—¿Por qué? ¿Crees que estoy demasiado arrugada y soy demasiado cínica para reconocer algo genuinamente impresionante cuando lo veo?

—No quería decir eso. Yo…

—Digamos que has tenido suerte de haberme pillado en un momento de sinceridad.

—Elaine, no estoy de humor para el sermón de la profesora.

—Bueno, realmente no creía que estuvieras de humor. De acuerdo, Chris. Haz lo que creas que es mejor. —Hizo un ademán con las manos mostrando el plato—. Cómete este pobre pescado maltratado.

—Una tienda de campaña en el desierto de Gobi.

—Bueno, una especie de tienda. Una especie de refugio hinchable que nos mandaron desde Pekín. Células de combustible recargables, calefacción nocturna, todos los canales vía satélite.

—¿Justo como Roy Chapman Andrews?

—Eh —dijo el a—, soy una periodista, no una mártir.

5

Para el pesar de Marguerite y la profunda decepción de Tessa, el video y la conexión a la red exterior no mejoraron a lo largo del fin de semana. No era posible conseguir una llamada telefónica o conectarse a la red más al á del perímetro vallado de Blind Lake.

Marguerite dio por supuesto que todo aquel o era el resaltado de la implementación de nuevos protocolos de seguridad. Había vivido situaciones similares en Crossbank durante el tiempo en el que había trabajado allá. La mayoría de los casos tan solo habían durado unas pocas horas, aunque en una ocasión (una violación del espacio de seguridad aérea que resultó no ser nada más que un piloto aficionado con los chips de navegación y los transmisores quemados) la situación había creado un pequeño escándalo y se había sel ado el perímetro de seguridad durante casi una semana.

Allí, en Blind Lake, el aislamiento con el exterior, al menos para Marguerite, no suponía un gran inconveniente, o al menos no tan grande. No había planeado ir a ningún lugar y no había ninguna persona en el exterior con la que tuviera que ponerse en contacto urgentemente. Su padre vivía en Ohio y la l amaba cada sábado, pero él estaba al tanto de las condiciones de seguridad del complejo y no se preocuparía innecesariamente si no podía hablar con ella. Para Tess, sin embargo, sí suponía un problema.

No se trataba de que Tessa fuera uno de aquellos niños que vivía de cara al panel de video. A Tess le gustaba jugar fuera, aunque la mayoría de las veces jugaba sola, y Blind Lake era uno de los pocos lugares de la Tierra donde un niño podía vagabundear solo sin que hubiera nada que temer en cuanto a drogas o delincuencia. Aquel fin de semana, sin embargo, el tiempo no estaba acompañando. La fresca luz del sol del sábado se transformó hacia el mediodía en un ir y venir de nubes de color asfalto y en breves pero violentas ráfagas de l uvia. Octubre soplaba ya el cuerno del invierno. La temperatura cayó hasta los diez grados centígrados, y aunque Tess se aventuró una vez hasta el garaje para recoger una caja de muñecas que todavía no había abierto desde la mudanza, tuvo que volver enseguida temblando bajo su chaqueta de franela.

El domingo fue más de lo mismo, con viento que aul aba por los canalones del tejado y las tuberías y se colaba por las aberturas del techo del baño. Marguerite le preguntó a Tess si había alguien del colegio con quien le gustaría jugar. Tess se mostró dudosa al principio, pero al final nombró a una niña llamada Edie Jerundt. No estaba segura de poder deletrear correctamente el apellido, pero gracias a Dios había únicamente unos pocos apel idos que comenzaran por jota en el directorio de acceso intramural de Blind Lake.

Connie Jerundt, la madre de Edie, resultó ser una analista de secuencia del departamento de Imagen que accedió gustosa y con prontitud a l evarle a Edie para que jugara con su hija. Sin consultárselo siquiera a Edie, que, suponía Marguerite, estaría tan aburrida como Tess. Estuvieron allí en menos de una hora. La madre y la hija se parecían tanto que parecían una de aquellas muñecas rusas, descansando una confortablemente dentro de la otra, solo distintas en cuanto a sus dimensiones. Las dos tenían un aspecto ligeramente ratonil, ojos grandes y cabel o enmarañado, unos rasgos difuminados por la edad de Connie pero concentrados, casi grotescamente, en la pequeña cara de Edie.

Edie Jerundt había llevado consigo un puñado de grabaciones recientes, y las dos niñas se instalaron inmediatamente enfrente del panel de video. Connie se quedó un cuarto de hora más, manteniendo una nerviosa conversación sobre la duración de las medidas de seguridad y lo molesta que estaba resultando aquella situación, que en su caso particular le había impedido ir a Constance para hacer unas compras tempranas de Navidad. Después se excusó y prometió pasarse a recoger a Edie antes de las cinco.

Marguerite observó a las dos niñas, que estaban sentadas en la sala de estar viendo el panel de video.

Las grabaciones eran un poco infantiles para Tess ( aventuras de la Chica Panda), y Edie había traído consigo aquellas gafas de sincronización de imagen que se suponían que eran perjudiciales para la vista si se llevaban puestas más de unas pocas horas. Las dos niñas retrocedían impresionadas en las escenas tridimensionales magnificadas.

A excepción de aquello, las dos podrían haber estado solas perfectamente. Estaban sentadas en lados opuestos del sofá, inclinadas en ángulos opuestos sobre los cojines. Marguerite se compadeció inmediatamente, casi de forma inconsciente, por Edie Jerundt, una de aquellas niñas designadas por la naturaleza para ser objeto de burla y condenadas al ostracismo, con brazos y piernas desgarbadas como zancos, no demasiado despierta, la voz vacilante y una timidez perpetua y profunda.

Era bonito, reflexionó Marguerite, que Tess se hubiera hecho amiga de una niña como Edie Jerundt.

A no ser que…

A no ser que fuera Edie la que se hubiera hecho amiga de Tess.

Después de ver las grabaciones, las niñas jugaron con las muñecas que Tess había rescatado del garaje. Las muñecas formaban un conjunto de lo más variopinto. La mayoría la había comprado Tess en mercadil os al aire libre en la época en que Ray solía hacer viajes de fin de semana desde Crossbank a la campiña de New Hampshire. Muñecas pálidas de moda con articulaciones extrañamente retorcidas y vestidos que no conjuntaban; bebés demasiado grandes, la mayoría de el os desnudos; unos cuantos muñecos de acción de películas ya olvidadas con los brazos y piernas congelados en posición de jarras. Tess trató de meter a Edie en la historia de sus muñecos («esta es la madre, este es el padre; el bebé tiene hambre pero ellos tienen que ir a trabajar así que esta es la canguro»), pero Edie se aburrió enseguida y se limitó a hacer desfilar a las muñecas por la mesa de café y a darles monólogos sin sentido («soy una chica, tengo un perro, soy bonita, te odio»). Tess, como si la hubieran echado con suavidad a un lado, se retiró al sofá y observó. Comenzó a golpear la cabeza rítmicamente contra la cabecera del sofá. Al ritmo de un golpe por segundo aproximadamente, hasta que Marguerite, que pasaba por al í en ese momento, detuvo el movimiento con la mano.

Aquel movimiento rítmico, y el hecho preocupante de que apenas hablaba, habían sido para Marguerite las primeras pistas de que había algo diferente en Tessa. No algo malo, Marguerite no iba a permitir una palabra peyorativa como aquel a. Pero, sí, Tess era diferente; Tess tenía problemas. Problemas que ninguno de los bienintencionados terapeutas que Marguerite había consultado habían sido capaces de llegar a definir con garantías. La mayor parte de las veces hablaban sobre un idiosincrásico tercer nivel de autismo, o un caso de síndrome de Asperger. Lo que significaba: «tenemos un compartimento etiquetado en el que colocar los síntomas de su hija, pero no un verdadero tratamiento».

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