Robert Wilson - Testigos de las estrellas

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En Blind Lake, una gran instalación federal de investigación, los científicos están empleando una tecnología que apenas comprenden para observar la vida diaria en una ciudad de alienígenas, moradores de un lejano planeta. No son capaces de contactar con ellos, ni comprenden su lengua. Lo único que pueden hacer es observar.
Sin previo aviso, se impone un cordón militar alrededor de Blind Lake. Todas las comunicaciones quedan cortadas. La comida y demás suministros son entregados por control remoto. Nadie conoce el motivo, aunque los científicos siguen con sus investigaciones. Hasta que uno de ellos llega a la conclusión de que aquellos seres, aunque parezca imposible, son conscientes de la observación del proyecto.

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Chris miró en la dirección que Elaine había señalado, pero en la creciente oscuridad no pudo ver nada sospechoso. «Tienes que ser rápido para cazarlos», le había dicho Elaine. Estaban camuflados, y si se activaban sin encontrar ningún blanco válido, molestados, digamos, por el ruido de un enorme camión automático sobre el pavimento, quedaban inactivos rápidamente.

Chris pensó en aquello mientras el camión se aproximaba y los cada vez más nerviosos agentes de seguridad echaban hacia atrás a los mirones. No tenía sentido, decidió. La verja interior de Blind Lake era tan solo una de las decenas de medidas de seguridad que ya existían. ¿Qué amenaza podía ser tan formidable que requiriera artil ería militar para salvaguardar el complejo?

A no ser que la idea fuera mantener a la gente dentro.

Pero tampoco tenía ningún sentido.

Lo que no significaba que los zánganos de bolsillo no estuvieran allí. Tan solo que no podía imaginar el porqué.

La multitud se fue haciendo cada vez más silenciosa conforme la oscuridad caía, y el camión se arrastraba hasta cerca del acceso y se detenía durante un momento. Algunos comenzaron a irse, aparentemente porque se sentían más vulnerables, o porque tenían más frío que curiosidad. Pero un buen número se quedó, apretujado contra los cordones de seguridad que los agentes habían colocado. No parecía importarles el creciente viento cortante o los copos de nieve fuera de estación que comenzaban a hacer remolinos frente a los faros del camión. Pero tragaron saliva y se apartaron unos pocos metros cuando las puertas de la verja comenzaron a abrirse silenciosamente.

Chris dirigió la mirada a Elaine a sus espaldas y captó una vista de Blind Lake empezando a encenderse en un frenesí de luces, las plantas concéntricas del Hubble Plaza, las parpadeantes luces de navegación de las torres Paseo Globo Ocular, la cálida luz de las casas residenciales en ordenadas y lógicas hileras.

Se volvió al oír el sonido repentino de un motor eléctrico mucho más cercano que el rumor del camión detenido.

—Video —ladró Elaine—. ¡Chris!

Buscó la pequeña agenda portátil. Tenía los dedos fríos y los controles tenían el tamaño de cagadas de mosca y picaduras de pulga. En realidad, únicamente había utilizado aquel aparato como grabadora. Al final se las arregló para encontrar la función de «RECORD VID» y apuntó con el aparato aproximadamente a la puerta de la verja.

Un coche saltó sobre la superficie alquitranada desde algún lugar cercano a la garita de seguridad. No tenía las luces puestas, sus ocupantes eran invisibles, pero la intención estaba clara. El vehículo estaba acelerando hacia la puerta medio abierta.

—Alguien quiere irse a casa a dar de comer al perro —dijo Elaine, y sus ojos se abrieron como platos—. Oh, Dios, es horrible.

Los zánganos, pensó Chris.

Parecía que el vehículo no iba a poder pasar por la garita, pero el conductor había calculado la abertura muy bien. El coche (que a Chris le parecía un Ford último modelo o un Tesla) atravesó el espacio con un margen de milímetros y se hizo a la izquierda para evitar al camión robotizado. Los faros del coche se encendieron cuando l egó al margen de la carretera y comenzó a alcanzar una alta velocidad.

—¿Lo estás cogiendo?

—Sí. —Al menos, eso esperaba él. Era demasiado tarde para comprobarlo. Demasiado tarde para apartar la mirada.

—¡Vía libre hasta casa! —gritó Bob Krafft cuando su parachoques trasero rozó el cuerpo del camión negro. No era cierto, por supuesto. Probablemente serían interceptados por un vehículo militar, quizás incluso pasarían la noche siendo sermoneados, amenazados y multados por violar reglamentaciones escritas en letra pequeña, pero él no se había alistado y nunca había firmado un acuerdo para pasar la puta eternidad en Blind Lake. En cualquier caso, la tierra que se extendía más allá de sus faros delanteros era una vista muy bienvenida—. ¡Vía libre hasta casa! —repitió de nuevo, más que todo para tapar el sonido de los jadeantes chil idos de miedo de Courtney.

Tomó suficiente aire para gritarle «gilipollas».

—Estamos fuera, ¿no es así? —dijo él.

—Por Dios, sí, pero…

Algo fuera de la ventanilla atrajo su atención. Bob también pudo ver algo. Una cosa pequeña que saltaba por encima de la hierba alta.

Probablemente un pájaro, pensó él, pero de repente el coche se l enó de aire helado, de pequeños copos de nieve. Los oídos le dolían, había cristales de ventanas por todos los lados y parecía que Courtney estaba sangrando: veía sangre en el salpicadero, sangre sobre su chaqueta buena de cuero…

—¿Court? —dijo. Su propia voz sonaba extraña, como bajo el agua.

Su pie apretó el pedal del freno, pero la carretera estaba resbaladiza y el Tesla comenzó a virar violentamente a pesar de los esfuerzos de sus servofrenos puestos al límite. Algo había hecho que el motor explotara en una montaña de fuego azul. El cuerpo del coche se salió de la carretera. Bob se vio aplastado contra el asiento, vio cómo la carretera, la hierba y el cielo oscuro se iban revolviendo sobre él, y durante una fracción de segundo pensó: ¡Dios, estamos volando! Después el coche cayó sobre su flanco derecho y su cuerpo fue arrojado contra Courtney. Al menos, contra la ruina viscosa en la que se había convertido: contra Courtney manchada de color rojo y acariciada por las llamas.

—¿Qué coño…? —preguntó Ray Scutter cuando vio la bola de fuego. Dimitry Shulgin, el jefe de Seguridad Civil, tan solo pudo murmurar algo como «artil ería». ¡Artillería! Ray trató de comprender el significado de todo aquello. Un coche había cruzado la verja. El coche había comenzado a arder y a dar vueltas de campana. Finalmente dejó de rodar. Después todo quedó paralizado. Incluso la multitud que esperaba junto al acceso estaba momentáneamente en silencio. Era como una fotografía. Una imagen congelada. Tiempo detenido. Parpadeó. Bolitas de nieve cayeron sobre su cara.

—Zánganos —pronunció Shulgin. Era como si hubiera roto el caparazón del silencio. Varias personas entre la multitud comenzaron a gritar.

Zánganos: ¿aquellos objetos que revoloteaban hacia el automóvil en llamas? ¿Bolas de béisbol con alas?

—¿Qué significa? —preguntó Ray. Tuvo que gritar la pregunta dos veces. Los espectadores comenzaron a correr hacia sus coches. Los faros se encendieron, iluminando la l anura. De pronto, todo el mundo quería volver a casa.

Despreocupada, como un mal sueño, la puerta del acceso continuó abriéndose hasta que estuvo paralela a la carretera.

El camión negro continuó avanzando muy lentamente, atravesando la verja y dirigiéndose a Blind Lake.

—Nada bueno —respondió Shulgin. Ray, para entonces, ya había olvidado la pregunta. El jefe de seguridad dio un paso más allá del asfalto, dando la impresión de que luchaba contra su propio impulso por correr—. Miren.

Lejos de la verja, en el vacío hostil, la puerta del conductor del coche en llamas se abrió con un quejido.

Ahora que el coche se había detenido, Bob apenas pudo pensar en nada que no fuera salir de allí, escapar del fuego y del sangrante y negruzco objeto en el que de alguna forma se había convertido Courtney. En el fondo de su mente estaba la necesidad de pedir ayuda, pero también, en el mismo lugar, la comprensión no bienvenida de que Courtney estaba más al á de toda ayuda humana. Él amaba a Courtney, o al menos eso le gustaba decirse a sí mismo, y a menudo sentía un cariño genuino por ella; pero lo que necesitaba en aquel momento más que nada en el mundo era poner distancia entre él y el cuerpo destrozado, entre él y el coche en llamas. No había gasolina en el motor pero sí otros líquidos inflamables, y algo los había hecho estallar todos a la vez.

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