—¿Vamos a algún lao ? —preguntó.
Él siempre había odiado aquella forma de hablar de aparcamiento de camiones de Missouri. Había días en los que amaba a Courtney más que nada en el mundo, pero había otros en los que se preguntaba qué le había llevado a casarse con una mujer con menos cultura que los mapaches que solían rebuscar entre su basura.
—Creo que no tenemos elección, Court.
—Bueno, no veo para qué tanta prisa.
Con suerte, nunca lo vería. Bob tenía el veinticinco por ciento de las acciones de una empresa de éxito que trabajaba en negocios de paisajismo y construcción fuera de Constance. El jueves a la mañana (al día siguiente) se suponía que debía encontrarse con Ela Raeburn, una chica de diecinueve años que había dejado el instituto y que trabajaba en recepción, para l evarla en coche a la clínica de mujeres en Bixby para que abortara. Aunque no era culpa de Bob que la descuidada de Ela no se hubiera preocupado de tomar algún tipo de medida anticonceptiva o de píldora del día después (a no ser que uno considerara su predilección por las mujeres estúpidas como un defecto), él se hacía eco de su responsabilidad por la situación en la que había quedado. De modo que el jueves a la mañana la l evaría a Bixby, le pagaría el alojamiento de unos pocos días en un motel para que se recuperara, le firmaría un cheque de cinco mil dólares, y al í acabaría todo.
Si él se negaba (o si aquella putada gubernamental de Blind Lake le tenía encerrado otro día más), Ela Raeburn le mandaría cierta grabación de video a Courtney, la esposa de Bob. Este dudaba de que Courtney se divorciara de él por aquello, el matrimonio no era un mal negocio para el a después de todo, pero tendría grabada a fuego en su cabeza, para el resto de su vida, la imagen de la cabeza de su marido entre los generosos muslos de Ela Raeburn. El video había sido idea suya. No se había dado cuenta de que Ela se haría una copia para su uso personal.
Y aquel o no era lo peor de todo. Ni por asomo. Si Bob no podía ocuparse del aborto, Ela estaría obligada a pedirle ayuda a su padre. Su padre era Toby Raeburn, un vendedor de hardware, diácono de la iglesia luterana y entrenador de baloncesto a media jornada. Su apodo era «Dientes», porque una vez le había arrancado un molar de un puñetazo a un supuesto ladrón de coches, y desde entonces llevaba el souvenir, recubierto de lucita, como amuleto de buena suerte. Toby «Dientes» Raeburn quizás extendiera el perdón cristiano a su hija, pero seguramente no a un contratista de mediana edad que, como había mencionado Ela, la había introducido en el consumo de barbitúricos que siempre conseguían que fuera más cooperativa.
No le guardaba a Ela Raeburn ningún rencor particular por todo aquel asunto. Él estaba más que dispuesto a pagarle el aborto. Ela era más tonta que un saco l eno de martillos, pero sabía cómo cuidar de sí misma. En cierta forma él admiraba aquel o.
Courtney también había sido así antes de que se casaran. Se había sumido en una agitación perpetua y sombría, y ya no era lo mismo.
—¿Han desconvocado el bloqueo o algo? —preguntó Courtney.
—No exactamente. —Se dirigió al acceso sur sin olvidarse de mantener una velocidad que no levantara sospechas. Ciertamente, el camión negro de transporte no parecía tener mucha prisa. No había avanzado más de quinientos metros desde que lo había divisado por primera vez, a juzgar por la vista desde la elevación pasado el Plaza.
—Bueno, ¿entonces, qué? No podemos irnos sin más.
—Técnicamente no, pero…
—¿Técnicamente?
—¿Quieres dejarme acabar? Cierran sitios como este por razones de seguridad, Court. No quieren que los malos entren dentro. A la gente no se le permite simplemente entrar y salir, porque entonces nadie se lo tomaría en serio. Pero básicamente nosotros no les importamos nada. Todo lo que queremos es volver a casa, ¿de acuerdo? Si rompemos las normas ¿qué nos van a dar, una charla? Probablemente una multa —seguramente de bastante dinero, pero no le podía decir a Courtney por qué estaba dispuesto a arriesgar tanto dinero—. Nosotros no les importamos —repitió.
—La puerta de acceso está cerrada, bobo.
—Dentro de poco dejará de estarlo.
—¿Quién dice eso?
—Lo digo yo.
—¿Cómo lo sabes?
—Soy psíquico. Tengo poderes psíquicos de predicción del futuro.
Ya se estaba reuniendo un buen número de gente. Bob se salió de la carretera con el coche, condujo a través del césped recién cortado cercano a la verja y aparcó tan cerca como le fue posible del lado derecho de la puerta. Apagó el motor. Entonces pudo oír el silbido del viento a través de las ranuras de la carrocería. El viento se iba haciendo más frío, de un frío invernal, y Courtney temblaba deliberadamente. No había traído ropa de invierno a Blind Lake. Bob sí, y ahora era castigado por su previsión: tenía que dejarle su chaqueta a la l oriqueante Courtney y sentarse tras el volante con solo una camisa de algodón de manga corta. El sol se había ocultado detrás de una gran masa flotante de nubes grises, arrojando una luz enfermiza sobre todo lo que podía ver. Aquel tipo de clima siempre le hacía sentir triste y de algún modo despojado, como si algo que él amara hubiera sido arrastrado por el viento.
—¿Nos vamos a quedar sentados aquí?
—Hasta que la puerta se abra —dijo él.
—¿Qué te hace pensar que nos van a dejar pasar?
—Ya verás.
—¿Ver qué?
—Ya verás.
—Oh —dijo Courtney.
Ella se había quedado dormida (por efecto del calor, adivinó él, con sus brazos perdidos en la chaqueta de cuero demasiado grande y su barbil a apoyada en el cuello del abrigo) cuando el gigantesco camión negro se detuvo en su avance a no más de diez metros de distancia de la puerta. Ya había anochecido, y los faros del camión giraron para barrer el suelo a su paso, en arcos incansables.
El gentío había crecido considerablemente. Justo antes de que Courtney se quedara dormida, un par de vehículos de seguridad habían venido desde la ciudad con sus sirenas aullando. En ese momento, aquellos tipos vestidos con trajes que parecían uniformes de policía alquilados estaban apartando a la gente. Courtney estaba inmóvil y Bob se acuclil ó en el asiento del conductor, y entre toda aquel a conmoción y la oscuridad, el coche pasaba por un vehículo vacío que alguien había aparcado para luego irse. En pocos momentos, para contento de Bob, la mayoría de la gente había quedado ya a sus espaldas.
Y las puertas se comenzaron a abrir. Por alguna orden del camión, supuso. Pero era una hermosa vista. Aquella barrera reforzada de dos metros diez comenzó a abrirse hacia fuera con una facilidad y una suavidad tales que parecía una creación digital. Premio gordo, pensó Bob.
—Abróchate el cinturón —le dijo a Courtney. Sus ojos parpadearon sorprendidos.
—¿Qué?
Él hizo una estimación mental del espacio libre que tenía por delante.
—Nada —encendió el motor y apretó a fondo el acelerador.
Los zánganos de bolsillo, le explicó Elaine, eran armas voladoras con autoguía, del tamaño de un pomelo de Florida. Los había visto utilizar durante la crisis de Turquía, donde los veía en las patrullas de áreas limítrofes y fronteras en disputa. Pero nunca había oído hablar de que se los desplegase fuera de zonas de guerra.
—Son simples y torpes —le dijo a Chris—, pero son baratos y puedes utilizar muchos, y no se quedan clavados en el suelo para siempre como las minas terrestres, arrancando piernas de niños.
—¿Qué es lo que hacen?
—La mayor parte del tiempo simplemente están ahí, conservando la energía. Son sensibles al movimiento y tienen unas pocas plantil as lógicas para identificar blancos probables. Camina por una zona restringida y volarán como langostas, te localizarán y arrojarán explosivos pequeños pero letales.
Читать дальше