—Creo que sí —dijo Chris. Le gustaba la elocuencia de Charlie. A él siempre le gustaba que sus entrevistados mostraran signos de pasión.
—Quiero decir, hicimos algo que era hermoso y misterioso. Muy hermoso. Muy misterioso.
—Y funcionó —apuntó Chris—. Señales sin ruido de fondo.
—Todo el mundo sabe que funcionó. Por supuesto, nosotros mismos no estábamos convencidos del todo, ni siquiera cuando estaba sucediendo. Tuvimos unos pocos de los que llamamos episodios de umbral. Casi lo llegamos a perder todo. Logramos una imagen muy clara, luego comenzamos a perderla, casi píxel a píxel. Aquello era el ruido que se sobreponía. Perdimos inteligibilidad. Pero en cada ocasión, el O/CBE logró salvar la situación. Sin nuestra intervención, ya sabe. Yo dirigía a los chalados de las matemáticas, porque hay obviamente un nivel en el que uno ya simplemente no puede extraer una señal que tenga sentido, cuando se ha perdido demasiado, pero las máquinas seguían apartando el ruido, conejo fuera del sombrero, presto. Hasta que un buen día…
—¿Hasta que un buen día?
—Hasta que un buen día un hombre trajeado entró en el laboratorio y dijo: «Chicos, tenemos confirmación de arriba, todas las terminales de Galileo han dejado de golpe de enviar señales, se han venido abajo, podéis preparar las maletas porque se cierra el chiringuito». Y mi jefa en aquel entonces, Kelly Fletcher, que ahora trabaja en Crossbank, se giró dando la espalda al monitor y dijo: «Bueno, puede ser, pero el caso es que todavía estamos procesando datos».
Charlie acabó su sandwich, se limpió la boca con una servilleta, apartó la silla de la mesa.
—Probablemente ahora ya podremos entrar en los tanques.
En Crossbank, Chris había hecho una visita guiada a los O/CBE desde el nivel de la galería. Pero no le habían invitado a las zonas de trabajo.
El traje esterilizado era cómodo y versátil (se le inyectaba aire fresco, tenía un amplio visor transparente), pero se sentía un poco claustrofóbico dentro de él. Charlie lo condujo a través de una puerta de acceso hasta la silenciosa cámara de ambiente misterioso del O/CBE. Los tanques eran cilindros de esmalte blanco, cada uno de ellos del tamaño de un camión pequeño. Estaban suspendidos en plataformas de aislamiento que filtraban cualquier vibración del suelo de la intensidad de un terremoto. Extrañas y delicadas máquinas.
—Podría acabar en cualquier momento —murmuró Chris.
—¿Qué quiere decir?
—Es algo que me contó un ingeniero en Crossbank. Me dijo que le gustaban las prisas, trabajar en un proceso que podría acabar en cualquier momento.
—Eso es una parte importante, seguro. Estas tecnologías son de un orden totalmente nuevo. —Pasó la pierna por encima de un montón de cables aislantes de teflón—. Estas máquinas están mirando planetas, pero diez años después de la primera conexión de la NASA todavía no sabemos cómo lo están haciendo.
O si lo están haciendo, pensó Chris. Había un buen número de escépticos que no creían que hubiera información real detrás de aquel as imágenes: que los O/CBE estaban simplemente… bueno, soñando.
—De modo que —dijo Charlie— estamos llevando a cabo dos proyectos de investigación a la vez: tipos en el Plaza intentando ordenar los datos, y gente aquí intentando formarse la idea de cómo obtenemos los datos. Pero no podemos observar con demasiado rigor. No podemos desmontar los O/CBE ni aplicarles rayos X o algo así de agresivo. Si lo mides, lo estropeas. Blind Lake no duplicó sin más las instalaciones de Crossbank: tuvimos que conducir nuestras máquinas a través del mismo proceso, a excepción de que aquí utilizamos los viejos interferómetros de alta definición en lugar de la serie Galileo. Fuimos bajando la intensidad de la señal a propósito hasta que las máquinas aprendieron el truco, cualquiera que este sea. Tan solo hay dos instalaciones como esta en el mundo, y los esfuerzos por crear una tercera han sido consistentemente infructuosos. Estamos haciendo equilibrios sobre la cabeza de un alfiler. Eso es de lo que hablaba el tipo de Crossbank. Algo absolutamente extraño y maravilloso está sucediendo aquí, y no lo comprendemos. Todo lo que podemos hacer es cuidarlo y esperar que no se canse y se desconecte. Podría acabar en cualquier momento. Claro que podría. Y por cualquier motivo.
Caminó con Chris, dejando atrás el último de los tanques de O/CBE, a través de una serie de salas hasta una habitación donde se quitaron los trajes esterilizados.
—Lo que tiene que recordar —le dijo Charlie— es que no diseñamos estas máquinas para que hicieran lo que hacen. No hay un proceso lineal, no hay un A luego un B y después un C. Simplemente lo pusimos en marcha, y lo que sucedió después fue un acto de Dios.
Se quitó el traje esterilizado sin dificultad y lo dejó en un montón de ropa para lavar.
Charlie lo condujo a través del sector más atareado del Paseo, dos gigantescas cámaras con las paredes prácticamente embaldosadas de monitores de video, habitaciones l enas de hombres y mujeres atentos revoloteando sobre pantallas cambiantes de ordenadores. A Chris le recordó las instalaciones de la NASA en Houston.
—Se parece a la sala de control de una misión espacial.
—Por una buena razón —dijo Charlie—, la NASA solía controlar la serie Galileo con interfaces como estas. Cuando los problemas se hicieron imposibles de manejar trasladaron su material a los O/CBE. Aquí es donde nos comunicamos con los tanques en materia de alineamiento, profundidad de campo, factores de enfoque y cosas de ese tipo.
Trabajando hasta el más mínimo detalle. Un monitor en la pared más alejada mostraba un video. Villa langosta. Excepto que Elaine tenía razón. Era un nombre que no le hacía ninguna justicia. Los aborígenes no se parecían ni remotamente a una langosta, excepto quizás por la textura rugosa de su piel. De hecho, Chris a menudo había pensado que había algo más de bovino en ellos, algo sobre su lentitud de movimientos de aire indiferente, aquellos grandes ojos blancos.
El Sujeto estaba en un cónclave de comida, bien metido en un pozo de comida débilmente iluminado. Había musgo y vainas vegetales por todas partes, y criaturas parecidas a gusanos arrastrándose a través de los húmedos desperdicios. Observar comer a aquellas criaturas, pensó Chris, era una forma genial de perder el apetito. Se volvió a Charlie Grogan.
—Sí —dijo Charlie—, podría acabar en cualquier momento, esa es la verdad. ¿Ustedes están en el centro de ocio, me dice Ari?
—Por ahora, en cualquier caso.
—¿Quiere que lo lleve de vuelta? Básicamente ya he acabado aquí por hoy.
Chris miró su reloj. Casi las cinco.
—Parece mejor que caminar.
—Si damos por hecho que han despejado la carretera de nieve.
Habían caído sus buenos cinco centímetros de nieve mientras Chris estuvo dentro del Paseo, y el viento había arreciado. Chris se encogió por el frío tan pronto salió al exterior. Había nacido y se había criado en el sur de California, y a pesar de todo el tiempo que había pasado en el este, aquel os duros inviernos todavía le afectaban. No era mal tiempo sin más, era un tiempo que te podía matar. Caminar en la dirección equivocada, perderse, morir de hipotermia antes del amanecer.
—Es malo este año —admitió Charlie—. La gente dice que son los casquetes de hielo que se están reduciendo, toda esa agua helada que fluye por el Pacífico. Tenemos todos esos frentes canadienses supercargados pasándose por aquí. Se irá acostumbrando después de un tiempo.
Quizás sea así, pensó Chris. De la misma forma en la que uno se acostumbra a vivir sitiado.
El coche de Charlie Grogan estaba estacionado en la planta más alta del aparcamiento, conectado a una toma de electricidad. Chris se deslizó con satisfacción en el asiento del pasajero. Era el coche de un soltero: el asiento trasero estaba lleno de revistas de crucigramas y juguetes para perros. En cuanto Charlie salió de la plaza de aparcamiento, los neumáticos resbalaron sobre la nieve condensada y la parte trasera del coche fue oscilando de un lado a otro hasta que finalmente se agarró al asfalto. Unas columnas de una luz áspera de sulfuro señalaban el camino hasta la carretera principal, centinelas abrigados en vórtices de nieve.
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