Las formas de la escarcha sobre la ventana eran más como copos de nieve, como si uno no hubiera doblado el papel una vez, sino dos, tres, cuatro… Pero nadie había doblado el cristal. ¿Cómo sabía el hielo qué formas hacer? ¿Tenía el hielo espejos dentro de él?
—¿Tess?
Su madre, en la ventana.
—Tess, son más de las nueve… Hoy no hay clase, pero ¿no te quieres levantar?
¿Más de las nueve? Miró al reloj de su mesilla de noche para confirmarlo. Nueve cero ocho. ¿Pero no eran las siete en punto hacía un momento?
Se echó hacia delante impulsivamente y puso su mano sobre el cristal, dejando una huella que se iba desvaneciendo.
—¡Voy!
Su mano se enfrió al instante.
—¿Cereales para desayunar?
—¡Copos de avena!
Casi había dicho «copos de nieve».
En el desayuno, la madre de Tessa le recordó que iba a venir un huésped aquel día, «suponiendo que despejen las calles para el mediodía». Aquello agradó inmensamente a Tess. Su madre iba a trabajar en casa durante todo el día, lo que lo hacía más parecido aún a un fin de semana, excepto por la posibilidad de aquel a nueva persona viniendo a la casa. Su madre le había explicado que algunos de los trabajadores de día estaban todavía durmiendo en el gimnasio del centro de ocio, que no era nada cómodo, y que le habían pedido a la gente con habitaciones libres que les ayudasen si podían. La madre de Tessa había sacado su equipo de hacer ejercicio, una cinta para correr y una bicicleta estática, de la pequeña habitación enmoquetada en el sótano junto al calefactor del agua. Ahora había allí una cama plegable. Tess se preguntó cómo sería tener a un extraño en el sótano. Compartir las comidas con un extraño.
Después del desayuno, su madre subió escaleras arriba para trabajar en su despacho.
—Sube y dime si necesitas lo que sea —le dijo.
Tess había visto a su madre menos de lo normal en los últimos días. Algo estaba pasando en su trabajo, algo que tenía que ver con el Sujeto. El Sujeto se estaba comportando de manera extraña. Había gente que pensaba que estaba enfermo. Aquellas preocupaciones habían absorbido la atención de su madre.
Tess, todavía en camisón, leyó durante un rato en el salón de estar. El libro se titulaba Más allá del cielo estrel ado. Era un libro sobre estrellas para niños, sobre cómo se formaban, cómo las estrellas viejas creaban nuevas estrellas, cómo los planetas y la gente se formaban a partir de su polvo condensado. Cuando se le cansaron los ojos puso el libro boca abajo y observó a la nieve amontonarse contra el cristal de la puerta. El mediodía se iba acercando poco a poco, y el cielo todavía estaba oscuro. Podía haberse preparado un sandwich para comer, pero decidió que no tenía hambre. Subió las escaleras, se vistió y l amó a la puerta de su madre para decirle que se iba afuera durante un rato.
—Te has abrochado mal los botones de la camisa —le dijo su madre, y salió al pasil o para abotonárselos bien. Le desordenó el pelo con la mano—. No te alejes mucho de casa.
—No.
—Y sacúdete las botas antes de entrar.
—Sí.
—Pantalones de nieve, no solo la chaqueta.
Tess asintió con la cabeza.
Estaba entusiasmada por salir fuera, aunque aquello significara luchar contra su traje de nieve en el pasil o, cálido y sudoroso. La nieve era tan profunda, tan prodigiosa, que sentía la necesidad de verla y sentirla desde más cerca. En una noche, pensó Tess, el mundo más allá de la puerta se había convertido en un sitio diferente y mucho más extraño. Terminó de atarse las botas y salió fuera. El aire no era tan frío como había esperado. Se sentía bien cuando l enaba profundamente sus pulmones de él y después lo dejaba salir de nuevo en bocanadas de humo. Pero la nieve que caía aquella mañana era diminuta y dura, para nada suave. Le mordía la piel de la cara.
Hileras de casas de la ciudad se extendían a su izquierda y a su derecha. En la casa de enfrente, la señora Colangelo estaba despejando su acceso a la carretera. Tess fingió no verla, preocupada porque la señora Colangelo le pidiese ayuda. Pero la señora Colangelo no le prestó atención; parecía inmersa en su tarea, con la cara enrojecida y los ojos entrecerrados, como si la nieve fuera su propio enemigo personal. Nubes blancas saltaban de la hoja de su pala y se dispersaban en el viento.
La nieve amontonada al lado del jardincillo exterior le l egaba a Tessa casi hasta los hombros. Soy pequeña, pensó. Su cabeza se alzaba sobre las dunas de nieve poco más de un metro, haciéndola sentirse no más alta que un perro. El punto de vista de un perro. Se contuvo las ganas de saltar y enterrarse en la blancura. Sabía que la nieve se le metería por el cuello del abrigo y tendría que volver dentro mucho antes.
En lugar de eso caminó junto a la acera a grandes pasos, imitando a los astronautas en la Luna. Habían quitado la nieve de la carretera principal, aunque la recién caída ya formaba una fina sábana sobre el asfalto. Las palas habían apartado tanta nieve a los lados que no se podía ver más al á. El árbol del jardín estaba tan cargado que sus ramas se habían convertido en arcos de catedral. Tess pasó por debajo y se maravilló de estar en una especie de caverna nívea. Podía haber sido un escondrijo perfecto de no ser por el aire helado que se colaba en su traje invernal y le hacía temblar de frío.
Estaba debajo del árbol cuando vio a un hombre caminando por la carretera (las aceras eran impracticables) hacia la casa.
Tess adivinó enseguida que aquel era el huésped. No l evaba mucha ropa de abrigo. El hombre se detuvo para comprobar los semilegibles números cubiertos de nieve de las casas. Caminó hasta que estuvo frente a la casa de Tessa; después sacó las manos de los bolsil os, fue avanzando a duras penas entre los montículos de nieve y se dirigió a la puerta. Tess se acurrucó en la sombra del árbol para que no la pudiera ver. Para cuando llamó al timbre, el hombre tenía nieve hasta las rodillas de sus pantalones vaqueros.
La madre de Tessa abrió la puerta. Le estrechó la mano al extraño. El hombre se sacudió la nieve y entró. La madre de Tessa se quedó durante un momento en la puerta, siguiendo con la mirada las huellas de las pisadas de su hija. Luego la localizó y le apuntó con la mano como si fuera una pistola. «Te tengo, vaquera», solía decirle en ocasiones como aquel a. Aquel a vez vocalizó las palabras sin hablar.
Tess se quedó bajo el refugio del árbol durante un rato. Observó cómo la señora Colangelo acababa de retirar la nieve de su acceso a la carretera. Vio un par de coches bajar por la calle con cuidado, como tanteando la velocidad. Decidió que le gustaban los días nevados de invierno. Cada superficie, incluso la gran ventana de la fachada frontal de su casa, estaba opaca y de una textura más rugosa, nada reflectante. Y en aquella escasez de superficies reflectantes no tenía miedo de ver de repente a la Chica del Espejo.
La Chica del Espejo a menudo posaba como un reflejo de Tess. Tess, sin saberlo, le devolvía la mirada a la Chica del Espejo desde el espejo del baño o del dormitorio, virtualmente indistinguible de su propio reflejo a excepción de los ojos, que eran inquisitivos, acuciantes y entrometidos. La Chica del Espejo hacía preguntas que nadie más podía oír. Preguntas tontas, a veces; en ocasiones preguntas adultas que Tess no sabía responder; a veces preguntas que la hacían sentirse inquieta e incómoda. Precisamente el día anterior la Chica del Espejo le había preguntado por qué las plantas del interior de la casa eran verdes y estaban vivas, mientras las de la cal e eran marrones y no tenían hojas. («Porque es invierno», había dicho Tess, exasperada. «Vete. No creo en ti».)
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