Se aventuró a bajar la colina un poco más, hasta que el suelo comenzó a rezumar agua bajo la presión de sus pies y las espadañas se perfilaban amenazadoramente ante el a como centinelas pardos con cabezas de lana. En una charca de agua estancada a su izquierda podía ver su propio reflejo.
A no ser que fuera la Chica del Espejo mirándola a ella.
Tess ni siquiera quería pensar en aquella posibilidad en la privacidad de su propia mente. Había causado demasiados problemas allá en Crossbank. Asesores, psiquiatras y todas aquellas interminables y enloquecedoras preguntas que había tenido que contestar. La forma en la que la gente la había mirado; la forma en la que incluso su padre y su madre la habían mirado, como si hubiera hecho algo vergonzoso sin ser consciente de el o. No, aquel o no. Otra vez no.
La Chica del Espejo había sido tan solo un juego.
El problema era que el juego había parecido real.
No real real, de la forma en la que una roca o un árbol eran algo real y tangible. Pero más real que un sueño. Más real que un deseo. La Chica del Espejo era físicamente igual a Tess, y no solo estaba en los espejos (donde se le había aparecido por primera vez), sino también en el aire. La Chica del Espejo le susurraba preguntas que Tess nunca habría pensado en preguntar, preguntas que no siempre podía responder. La Chica del Espejo, le había dicho la terapeuta, era tan solo una invención suya; pero Tess no creía que el a pudiera inventar una personalidad tan persistente y frecuentemente molesta como la Chica del Espejo había demostrado ser.
Se arriesgó a echar otra mirada a la balsa junto a sus pies. El agua estaba l ena de nubes y cielo. Agua desde la que su propio rostro le devolvía la mirada en un ángulo oblicuo, y parecía sonreír reconociéndola.
Tess, dijo el viento, y su reflejo desapareció entre una sucesión de ondas.
Pensó en el libro de Astronomía que había estado leyendo. En la profundidad del tiempo y el espacio, para la cual la Edad de Hielo no había sido más que un instante.
Tess, susurraban las espadañas y los juncos.
—Márchate —dijo Tess enfadada—. No quiero más problemas contigo.
El viento se agitó y murió, aunque persistía aquel a sensación de una presencia incómoda.
Tess se marchó de las marismas, repentinamente inhóspitas. Cuando se encaminó al oeste vio el sol sobresaliendo por una brecha entre las nubes, casi al nivel de la cima de la colina. Miró su reloj. Las cuatro. La l ave de la casa que llevaba atada a una cadena alrededor del cuello le parecía un bil ete al paraíso. No quería estar fuera en aquella solitaria zona húmeda durante más tiempo. Quería estar en casa, sin su pesada mochila a la espalda, echada en el sofá con algo bueno en el panel de video o un libro en las manos. Le sobrevino un sentimiento de indecisión y culpabilidad, como si hubiera estado haciendo algo malo por el solo hecho de estar allí, aunque no había prohibiciones al respecto. (Lo único que el señor Fleischer remarcaba era la posibilidad de perderse en la marisma y de que las aguas poco profundas en ocasiones eran más profundas de lo que parecían.)
Una enorme garza azul echó a volar desde los juncos a unos pocos metros de ella, restal ando el aire con sus alas. Llevaba algo verde que se movía en la punta del pico.
Tess se dio la vuelta y comenzó a correr hacia la cima de la colina, buscando con ansiedad la seguridad de la vista de Blind Lake (la ciudad). El viento silbaba en sus oídos, y el sonido de sus pantalones al rozar parecía el de una conversación precipitada.
Las torres del Paseo la tranquilizaron cuando pasó junto a ellas a toda prisa. El suave color negro del asfalto de la carretera que se iba hundiendo entre las casas de la ciudad la tranquilizó. La cercanía de los altos edificios del Hubble Plaza la tranquilizó.
Pero no se interesó por el sonido de sirenas de coches de policía en el acceso sur del complejo. Las sirenas siempre le habían parecido a Tess como niños l orando, hambrientos y solitarios. Querían decir que algo malo estaba sucediendo. Tuvo un escalofrío y continuó corriendo durante el resto del camino a casa.
La mañana del miércoles, Sebastian Vogel se sentó con Chris en una diminuta mesa improvisada en la cafetería del centro de ocio comunitario.
El desayuno consistía en croissants , huevos revueltos, zumo de naranja y café, todo el o gratis para los invitados forzosos. Chris empezó por el café. Quería un poco de refuerzo neuroquímico.
Sebastian sacó sin prisas un ejemplar de Dios & el vacío cuántico y lo depositó sobre la mesa.
—Elaine dijo que tenías curiosidad. Le he escrito una dedicatoria.
Chris trató de parecer agradecido. El libro era una edición de lujo, impreso con papel de verdad y encuadernado con lomo, tan duro como un ladrillo y casi tan pesado. Se imaginó a Elaine conteniendo una sonrisa cuando le decía a Sebastian lo «ansioso» que estaba Chris por leerlo. Sebastian debía de haber llevado consigo una maleta llena de libros a Blind Lake, como si estuviera en una gira promocional.
—Gracias —dijo Chris—, te debo un ejemplar del mío.
—No lo necesito. Me descargué una copia de Weighted Answers antes de que se cortaran las conexiones. Elaine lo recomienda encarecidamente.
Chris se preguntó cómo podría recompensar a Elaine por aquel o. Estricnina en su tazón de cereales, quizás.
—Ella cree —continuó Sebastian— que esta crisis de seguridad puede ayudarnos en nuestro trabajo.
Chris fue hojeando el libro de Vogel, leyendo los títulos de cada capítulo. «Tomar prestado a Dios», leyó. «Por qué los genes crean mentes & dónde encontrarlos». Aquel pernicioso «&»…
—¿Cómo nos puede ayudar?
—De esta manera podemos observar a la institución en crisis. Especialmente si el bloqueo se prolonga más. Dice que podemos ir más allá de la máquina de publicidad de Ari Weingart y hablar con gente real. Ver un lado de Blind Lake que nunca ha sido abordado por la prensa.
Elaine tenía razón, por supuesto, y por una vez Chris le llevaba la delantera. Durante aquellos dos días había estado entrevistando a los trabajadores del turno de día atrapados en el complejo, sacándole así partido al bloqueo.
No había necesitado la charla de Elaine de la otra noche. Sabía a ciencia cierta que aquella era su última oportunidad de salvar su carrera como periodista. La única cuestión era si quería aprovecharla. Como Elaine había dicho también, había otras opciones. Alcoholismo crónico o adicción a las drogas, por ejemplo, y él había coqueteado lo suficiente con ambas como para conocer su poder de atracción. O podía encontrar algún trabajo de poca monta escribiendo copias de anuncios o manuales tecnológicos, e ir deslizándose hacia una edad madura sedante y respetable. No era la primera persona adulta en enfrentarse a unas expectativas más modestas, y no se sentía inclinado a alegrarse por ello.
El encargo de Crossbank y Blind Lake le había llegado como un sueño largo tiempo postergado. Un sueño que se había convertido en pesadilla. Había crecido enamorado del espacio, había atesorado fotografías antiguas de la NASA y de las tentativas de los interferómetros ópticos de EuroStar, imágenes llenas de fuerza entre las que había incluido los dos gigantes de gas del sistema de UMa 47(cada uno con su enorme y complejo sistema de anillos), y la sorpresa que significaba un planeta rocoso dentro de la zona habitable de la estrella.
Sus padres no habían frenado su entusiasmo, pero nunca lo habían llegado a comprender. Únicamente su hermana menor, Porcia, había estado dispuesta a escucharle hablar sobre ello, y aun así interpretaba aquel as historias como cuentos para dormir. Para Porcia todas las cosas formaban historias. A ella le gustaba oírle hablar de mundos lejanos y perfectamente visibles, pero siempre quería que fuese más al á de la información científica disponible. ¿Había gente en aquellos planetas? ¿Qué aspecto tenían?
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