Ted Dekker - Blanco

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Nunca rompa el círculo.
En esta tercera parte de la innovadora Serie del círculo, Thomas Hunter sólo tiene días para sobrevivir en dos mundos diferentes, llenos de peligro, engaño y destrucción. El destino de ambos mundos depende de su singular habilidad de cambiar realidades por medio de sus sueños. Ahora, guiando un pequeño grupo multiforme conocido como El Círculo, Thomas se encuentra enfrentando nuevos enemigos, desafíos interminables y el amor prohibido de una mujer de lo más insólita.
Entre a la Gran Búsqueda, donde Thomas y una pequeña banda de seguidores deben decidir rápidamente en quién pueden confiar, tanto con sus propias vidas como con el destino de millones de personas.

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No había motivo para hablar. Las lágrimas, el toque, el cálido aliento en sus cuellos hablaban mucho más alto que las palabras.

¡Para vergüenza de los demás! Ellos estaban demostrándose un verdadero amor que había sido condenado por la religión que con descaro llamaban el Gran Romance.

¡Aquí estaba el romance!

Woref trepó a la plataforma.

– Basta -anunció Qurong-. Acaben esto antes de que obligue al resto de ustedes a estar con ellos.

– ¡Pónganlos frente a los demás! -ordenó Ciphus.

– Tú diste tu vida por mí -le susurró Chelise al oído-. Ahora moriré por ti.

Ella aspiró profundamente.

– ¡No tienes que hacerlo! -exclamó Thomas-. No es demasiado tarde… tu padre aceptará que te retractes. Por favor, me consta tu amor, pero tienes que hallar un estanque rojo…

Manos la halaron desde atrás. Los ojos de la joven miraban los de él.

– Tú eres mi estanque rojo -declaró ella.

***

– ¡NO VAMOS a lograrlo! -gritó Mikil-. Ya los tienen en la plataforma. ¡Apurémonos!

Ella había vuelto corriendo hasta donde estaban los demás, sabiendo que necesitaría la ayuda de ellos si había alguna posibilidad de salvar a Thomas. Pero se acababa el tiempo.

– Aún no sabemos si esto funcionará -expresó Suzan-. Aún tenemos tiempo de detener la ejecución. ¡Cuatro de nosotros con espadas pueden dispersarlos!

– No tan fácil como crees -objetó Johan-. Si ellos portan las bandas de verdugos no huirán como aquellos con quienes nos encontramos el otro día.

– No lo podemos salvar matando a los encostrados -exclamó bruscamente Mikil-. Muy bien podríamos ser encostrados nosotros mismos. ¡Solo caven!

Jamous echó su peso sobre la afilada pala. El pasadizo tenía ahora un poco más de un metro de profundidad y ellos se abrían paso en ambos extremos. Cerca, muy cerca. Cualquier movimiento de tierra y se abriría una brecha en cualquiera de las paredes que permanecían. Habían sacado más de cien rocas de tamaño mediano y ahora trabajaban febrilmente con manos ampolladas en la tierra que separaba las dos masas de agua.

Mikil arrojaba la tierra a un lado tan rápido como podía, cuidando de no recibir un golpe de una de las palas con que cavaban. Su esposo hizo una. pausa, jadeando.

– Suzan tiene razón, no sabemos si esto…

– ¡Solo cava! ¡Nada hay que diga que se necesite más que una gota! ¿Es mejor un océano de lodo que un balde? Una gota de la sangre de Thomas y puedo entrar en su mundo de sueños. Te estoy diciendo que una gota de esto hará lo mismo. Ahora…

– ¡Atravesé! -gritó Johan.

Se quedaron helados. ¿Se habría oído la exclamación al otro lado del lago? Ya no importaba. Se les acababa el tiempo.

– ¡Está fluyendo! -exclamó Johan cayendo de rodillas y haciendo a un lado terrones de tierra. Agua roja se te desbordó sobre los dedos y chapoteó en el fondo de la trinchera que habían hecho.

– ¡El otro lado! -gritó Mikil-. ¡Échenlo abajo!

***

– ¡SUÉLTENME! -EXCLAMÓ Woref furioso.

A empellones los guardias los posicionaron, tres de frente al otro lado de la amplia plataforma. A la izquierda del muelle se hallaban varias torres altas parecidas a la que usaran para ahogar a Justin. Era evidente que Qurong había ordenado un método que le evitaría ver a su hija luchando mientras colgaba de los pies, medio sumergida. Los pesados grilletes de bronce alrededor de los tobillos los arrastrarían hacia el fondo donde se ahogarían sin ser vistos.

Ahora se hallaban a diez metros del final de la plataforma. Chelise miraba directo al frente, con la mandíbula apretada. Pero su muestra de fortaleza no lograba detener el continuo flujo de lágrimas que le corrían por las mejillas blancas.

Thomas apartó la mirada de ella. Por favor, Elyon, te lo ruego. Rescata a tu novia. Ten compasión.

– Caminen adelante -ordenó Ciphus-. Deténganse al borde de la plataforma.

Unas manos empujaron a Thomas. Él se movió hacia delante sin ningún otro estímulo.

– Por favor, Chelise. Esta agua no significa nada para mí, pero no puedo soportar la idea de tu muerte.

– No podría vivir conmigo misma -contestó ella en voz baja-. V estás equivocado. Mi padre nunca desharía lo que ha ordenado. No deseo que lo haga.

– Te podrías salvar -insistió él llegando al borde y deteniéndose-. Podrías salvarme. Podrías impedir que mi corazón se quebrante.

Woref miraba hacia la selva adelante, sus ojos buscaban ahora con rápidos movimientos.

– Te ruego, te ruego -susurraba; las estoicas bravuconadas del general se habían reemplazado con esta extraña súplica hacia la selva.

Thomas le siguió la mirada. Esta era la misma selva en la cual él había visto los shataikis después de la muerte de Justin. ¿Qué veía Woref?

– Te suplico, mi señor -musitó el general.

Thomas creyó que Woref le estaba clamando a Teeleh. Había que permitírselo.

Thomas siguió la mirada de Chelise dentro del agua oscura a tres metros debajo de ellos. Largos postes desaparecían en las negras profundidades. ¿Cuántos cuerpos había sumergidos allí? ¿y cuántos huesos encadenados a sus anclas?

Los guardias estaban ahora atándoles las manos a la espalda.

– Mi amor, por favor…

– Te has ahogado antes.

– Pero no en esta agua.

– ¿Sabías eso cuando te sumergiste, o te hundiste en desesperación?

Habían pasado las dos cosas. Temor y un poco de fe. Pero aquí no había nada que esperar. Thomas miró a través del fago. Más allá del alcance de las antorchas el agua era negra azabache. Más negra que la medianoche. Más negra de lo que recordaba.

– Ahora enfrenten y soporten la ira de Elyon -declaró Ciphus detrás de ellos; los tablones crujían bajo los pies mientras caminaba; el sacerdote levantó la voz-. Que esta sea una lección para todo aquel que desafíe al Gran Romance acusando a aquellos que Elyon mismo ha puesto sobre esta tierra.

Chelise miró a Thomas. Las llamas le danzaban en los ojos húmedos.

– Eres mi esposo -expresó ella con labios temblorosos.

– Y tú eres mi esposa -contestó él en un susurro.

– ¡Prepárenlos! -gritó Ciphus.

Un guardia detrás de cada uno de ellos les puso un puño entre los omoplatos y tos agarró del cabello.

– ¡Jalen!

Los guardias les tiraron bruscamente el cabello hacia abajo hasta echar hacia atrás las cabezas de los condenados a muerte, obligándolos a mirar al cielo en lo alto. Los tres de frente, con las manos atadas con cuerdas de lona, y los pies cargados con pesadas cadenas, impotentes y preparados para morir.

***

MIKIL SE puso en una rodilla a la derecha de la trinchera y miró a través de las aguas negras. Jamous se arrodilló a su lado; Johan y Suzan siguieron el ejemplo en el otro lado.

– Por favor, Elyon -susurró ella-. Ten compasión. Sálvalo.

Ella miró a su izquierda. La trinchera apenas tenía cerca de sesenta centímetros de ancho y el doble de largo, y por ella fluía ahora una corriente abundante del agua roja desde el estanque rojo que habían localizado detrás de ellos. Thomas se lo había hecho saber a Kara de manera distraída, pero en el momento en que Qurong había sentenciado a muerte al líder albino junto a Chelise en la biblioteca, Mikil supo que esta era la única esperanza que tenían. Encontrar el estanque del agua de Elyon y cavar a través del espacio entre este y el lago de las hordas.

¿Pero bastaría?

El agua roja parecía un remolino negro mientras que se extendía dentro de las lodosas aguas cafés. Moviéndose rápido. Más rápido de lo que ellos habrían imaginado.

– Por favor, Justin. Salva a tu novia.

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