Los pies de Thomas tambalearon. No podía pensar con rapidez.
– Creí que te gustaría verla antes de asearla y entregársela a su padre – anunció Woref.
Thomas se golpeó contra los barrotes.
– Chelise… Cielos, amada mía… -titubeó, luego se dirigió a Woref-. ¡Cómo te atreves a lastimar a la hija de Qurong!
– Todavía te preocupas por ella -contestó el general desvaneciéndosele la sonrisa-, ¿Crees de veras que la hija de Qurong corresponda alguna vez a tu lastimero amor? ¿No te dijo alguien que eres un albino? Ella me pertenece, ¡trozo inmundo de carne! Y te puedo asegurar que ha desaparecido cualquier duda que ella pudo haber abrigado hacia mí.
La terrible verdad del aprieto en que se hallaban envolvió a Thomas. Chelise apenas podía mantener abiertos idos ojos. Una sola mirada al rostro pálido le hizo temblar los huesos a Thomas. Woref la había maltratado en formas imaginables.
Su ira contra Woref se desvaneció al observar a la princesa. Una terrible tristeza le recorrió el pecho.
– Chelise. Lo siento -exclamó con la visión nublada; se dejó caer de rodillas.
– Perdóname, mi amor, perdóname -gritó ella.
¡Ella estaba llorando por él! Él estiró la mano a través de los barrotes.
Un puño le golpeó el brazo adormeciéndole hasta el hombro. Woref se volvió y golpeó a Chelise en la mandíbula. Ella se fue de espaldas contra el muro y gimoteó.
– ¡No la lastimes, por favor! -rogó Thomas con los ojos inundados de lágrimas.
Esto no era lo que Woref había esperado. El amor de Thomas por Chelise, sí, pero no el amor de Chelise por él. El general temblaba de la cabeza a los pies.
Thomas arremetió contra el hombre a través de los barrotes. Su rostro se dio contra el frío bronce, pero logró poner una mano en la coraza de cuero del general.
Woref lanzó otro puño… no a Thomas. A Chelise. La golpeó en el costado y ella gritó de dolor.
Thomas retrocedió horrorizado,
– Por amar a mí esposa sufrirás una terrible y dolorosa muerte -amenazó el general; luego agarró a Chelise por el pelo y la empujó delante de él, por el corredor.
Ella no era la esposa de ese hombre. Ella no lo amaba. Ella despreciaba a la bestia que la esclavizaría. Thomas sabía todo esto, Pero no podía hacer más que caer al piso de piedra y llorar.
***
JOHAN OBSERVÓ a los veinticuatro miembros de la tribu cabalgando en fila india por el rocoso paso del barranco. Suzan se hallaba en un sudoroso caballo a la derecha, y Mikil lo miró sobre el propio corcel que ella montaba. Habían pasado casi dos días desde que el ejército de las hordas los abandonara. Habían considerado seguir, pero sabían que todo lo que Thomas hubiera intentado ya se había hecho. Y ahora aquí estaba la prueba. Él se había cambiado por los veinticuatro sin saber que habían capturado a Chelise.
Mikil acababa de encerarse de lo de Chelise y se puso furiosa.
– ¡Él la dejó al mando tuyo! ¡Firmaste la sentencia de muerte de nuestro Thomas!
– Dame el derecho de usar una espada y habríamos escapado. Woref se burló de nosotros -declaró Johan escupiendo a un lado-. Debí haberlo sabido.
– Es culpa mía -dijo Suzan-. Debí haber encontrado al ejército, pero había cornado a sus prisioneros. Sinceramente, creímos que se habían ido.
– Ya está hecho -manifestó Johan-. La pregunta es cómo ayudamos ahora a Thomas.
Mikil lanzó un gruñido e hizo girar la montura. La tribu corría a encontrar a la familia. Ni siquiera se imaginaban.
– Como yo lo veo, solo tenemos una alternativa -expresó Johan.
– Te puedo decir que ningún rescate será fácil-opinó Mikil-. La ciudad está preparada contra nosotros. Si Thomas no está muerto ya, lo tendrán oculto en alguna parte que solo Woref conoce.
– Entonces moriremos en el intento -decidió Johan-. No podría vivir sabiendo que dejé que pasara esto.
– Estoy de acuerdo -concordó Suzan-. Es probable que William también esté en la mazmorra. O muerto.
– ¿William? -exigió saber Mikil-. ¿Qué le sucedió a William?
Johan se lo contó. Solo podían suponer que él habría estado de acuerdo en traicionar a Thomas sabiendo que era inútil traicionarlo. William había salvado a la tribu. Era un alborotador cascarrabias, pero la sangre del Círculo le corría en lo profundo.
– Déjenme ver a Jamous. Debo bañarme y ensillar un caballo fresco. Entonces salimos -dijo Mikil apretando la mandíbula.
***
QURONG SE puso de pie sobre la cama, mirando a su hija, quien dormía plácidamente. Estaba magullada y tenía un poco de sangre en el cuero cabelludo y en la mejilla, pero por lo demás estaba sana, dijo el médico. Woref se había encargado de que ella estuviera recién bañada y cubierta con morst al llevarla al castillo, cargándola en brazos.
– Dejémosla dormir -pidió la esposa de Qurong estirando las cobijas sobre el hombro de Chelise.
Qurong la siguió al pasillo.
– ¡La han martirizado! -susurró Patricia con dureza-. ¡Cualquier tonto puede ver eso!
– Ella estuvo en cautiverio con los albinos. Por supuesto que la martirizaron. Pero estará bien. Lo verás. Probablemente estará en pie esta tarde, corriendo hacia la biblioteca o algo así. Es una mujer fuerte, como su madre.
– No estoy segura de que esto sea obra de los albinos. ¿Desde cuándo martirizan ellos a sus prisioneros?
– Que sepamos, quizás se cayó de un barranco. En el desierto suceden cosas. Woref cree que se podría haber caído de un caballo -anunció Qurong, quien llegó a las escaleras y se detuvo-. Ella está a salvo. He recuperado otra vez a mi hija. Ahora déjame ir a ver qué puedo hacer para mantenerla a salvo.
– Creerías a una cabra que te dijera lo que quisieras oír -cuestionó Patricia-. Mi hija no se deshonraría a sí misma. Les hablaré contigo.
Él empezó a objetar pero luego decidió que podía usar a su esposa. No sabía qué pretendían probar Woref y Ciphus, pero mejor dos contra dos.
El sumo sacerdote y el comandante de los ejércitos los esperaban en el comedor como les ordenaran. Se hallaban parados al pie de la larga mesa cuando Qurong abrió la puerta. Los dos inclinaron la cabeza en respeto.
El rostro de Woref había recibido arañazos. De tres delgadas líneas en la mejilla le salía sangre a través del morst. Si Qurong no se equivocaba, también le habían amoratado un ojo. Todo esto desde que trajeran temprano a Chelise. ¿Habían golpeado a su comandante?
– Veo que ustedes se han tomado la libertad de comer mi fruta – declaró Qurong.
– Nos dijeron que…
– Está bien -dijo él agitando la mano a Ciphus-. Mi casa es su casa. Al menos cuando son invitados,
Patricia entró y ellos volvieron a hacer reverencia, por respeto a Qurong, lo a la esposa. Si ella hubiera llegado sola la habrían tratado como a cualquier otra esposa. Patricia nunca había aprobado la costumbre, pero la indignación de ella no había cambiado nada. Los hombres eran honrados por sobre las mujeres; siempre había sido así.
– ¿De qué se trata esto? -exigió saber Patricia.
Woref miró a Ciphus, quien asintió. La serpiente siempre se sometería pensó Qurong. Su trasero era su única reliquia, y él lo cubriría bien.
– Hay algunas cosas que usted debería saber, mi señor -contestó Woref-. Me tomé la libertad de aconsejar a Ciphus antes de acudir a su majestad.
– Sí, por supuesto. Digan lo que tengan que decir.
– Es la condición de su hija. Le puedo asegurar después de traerla a la seguridad, que no es ella misma. Temo que haya sido embrujada por el Círculo. No sé por medio de qué clase de tortura o brutalidad, pero despertó una vez gritando terribles mentiras. Le han interferido la mente.
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