– ¡Cuidado con las piernas! Aterrizaje en cinco. Corra conmigo ¡amigo! ¡Toque tierra mientras corre!
Se prepararon para un aterrizaje, cayeron con fuerza y corrieron a tropezones hacia delante. Silencio.
El paracaídas se agitó una vez como si se doblara sobre sí y se posó en tierra. Thomas se quitó el arnés y revisó el equipo. Pantalones negros con un cuchillo atado a un muslo y una semiautomática de nueve milímetros atada al otro. Cantimplora, brújula, radio con un rastreador que se podría detectar desde el monte Cheyenne. Camiseta negra, gorra negra de esquiador, suéter negro que le cubría hasta la cintura. Anteojos de visión nocturna.
La posibilidad de usar un arma le produjo sentimientos mezclados, pero no estaba seguro de que debiera ser pacifista en esta realidad. Aún no estaba seguro de lo que sentía acerca de la gran cantidad de asuntos aquí, en particular de asuntos religiosos. No era religioso, ¡por el amor de Dios! Era un hombre profundamente afectado por sus sueños de otra realidad, pero en estas pocas semanas de viajar entre los mundos no había tenido tiempo para desenredar la teología aquí como hiciera allá. Quizás nunca tuviera tiempo.
– ¿Sano y salvo? -inquirió MacTiernan arrodillado, iluminando un pequeño mapa, brújula en mano.
– Así parece -respondió Thomas-. ¿Dónde nos colocaron?
– Kilómetro y medio en esa dirección -dijo el mayor señalando a la derecha-. Lo tengo a usted en GPS; si debe ir a la izquierda le doy un clic. A la derecha, dos clics. ¿Entendido?
– Izquierda un clic, derecha dos clics.
– Ninguna otra comunicación a menos que sea absolutamente necesario. Recuerde, dos horas. Tenemos que despejar este sector y estar en nuestro punto de encuentro en cinco horas. Si nos perdemos, perdemos el helicóptero. Este ya está en camino. Perderlo nos costará diez horas… este no es como un ala fija.
Habían venido en el transporte más rápido para descender esta noche, pero no tendrían el mismo lujo en el viaje de regreso. Con algo de suerte no lo necesitarían.
– Dos horas -asintió Thomas revisando su reloj de pulsera.
– SÍ se mete en un aprieto, yo vengo detrás. Ese es el plan.
Thomas no se molestó en responder. Se trataba de mucho más que esto, y a la vez de mucho menos, dependiendo de la realidad, dependiendo del enemigo, dependiendo del día.
En treinta minutos de andar con cuidado llegó al borde del complejo. MacTiernan le corrigió el curso solo dos veces. El viaje de regreso, suponiendo que lo hubiera, tardaría solo diez minutos. Tenía una hora y veinte minutos para llevar a cabo la misión.
La casa de la granja se hallaba en medio del campo, a cien metros de distancia. Excepto por un pálido brillo de las ventanas en el primer piso, la oscuridad era total.
Thomas se puso los anteojos de visión nocturna, entrecerró los ojos ante la luz verde, y luego examinó lentamente el perímetro. Un guardia en el costado norte. Dos en el camino que serpenteaba dentro del bosque en el lado más lejano. Más fácil de lo que había imaginado. ¿Se habrían ido ya? Ellos sabían que ya no estaban seguros aquí. Para protegerse habían dependido del secreto, no de la seguridad de alta tecnología, pero no habían planeado que uno de los cadáveres resucitara y escapara para informar al mundo de la situación. La única opción que les quedaba habría sido abandonar las instalaciones.
Corrió agachado, directo hacia la ventana del sótano por la que él y Monique escaparan antes. La eficacia de la misión dependía ahora de rapidez y sorpresa.
Se puso de cuclillas con la espalda contra el muro de piedra y contuvo el aliento. Ninguna luz del pasillo atravesaba la ventana. No había luz en el piso superior. Ese sería su punto de entrada.
Tres semanas antes habría sido imposible una escalada como la que lo desafiaba ahora. Trepar las piedras que formaban el muro de cinco metros Seria difícil, pero no imposible. El problema sería pasar al techo que sobresalía algo más de un metro.
Con los anteojos nocturnos aún puestos revisó los alrededores, y lueg0 mano a mano, pie a pie, escaló el muro. El alero le asomaba exactamente encima de la cabera. Se echó hacia atrás y miró la canaleta, a poco más ¿e medio metro arriba y como un metro más allá. ¿O metro y medio más allá› Si no lograba dar este salto la misión terminaría tan rápido como una bala a la cabeza.
Asentó los pies, pensó en cómo Rachelle habría reído ante lo fácil de este intento particular y saltó hacia atrás como una rana al revés.
Había sobreestimado el salto. Pero arqueó la espalda y corrigió. Aun moviéndose bocabajo y volando con buena velocidad, se agarró a la canaleta, se dobló en la cintura en posición de clavado, luego hizo oscilar las piernas hacia atrás para continuar con su arco natural. Trató la canaleta como una barra elevada de gimnasia y el impulso lo lanzó hacia arriba como a un gimnasta de primera clase.
La canaleta crujió y comenzó a ceder, pero el peso de Thomas ya había cambiado. Se soltó, flotó sobre el borde del techo y aterrizó de pies y manos, como un gato.
Se desprendió una piedrecita que se deslizó por el borde y luego cayó en el pasto abajo. Ningún otro sonido. Thomas se abrió paso hasta la única ventana inclinada en este extremo de la casa y escuchó junto a esta ventana. Aún no había ningún sonido.
El salón adentro estaba oscuro, y a través de los anteojos también logró ver que no había nadie, a menos que alguien estuviera agachado detrás de las cajas. Cuarto de almacenaje.
Thomas buscó a tientas la cinta de contacto que había llevado y pegó tres largas tiras en el vidrio. Luego se desató el suéter de alrededor de la cintura, cubrió la ventana para sofocar el sonido y la golpeó con el codo. Un crujido, pero ningún vidrio haciéndose añicos. Bastante bien.
Guardó el rollo de cinta y se metió el suéter entre el cinturón, y con sumo cuidado se introdujo por el vidrio roto. Dos minutos después se hallaba dentro del oscuro cuarto de almacenaje, mirando una docena de pilas de cajas.
Thomas sacó la pistola y abrió la puerta. Un corto pasillo. Una puerta más. Despejado.
Salió cuidadosamente. Solo había una manera de hacer esto.
La primera puerta parecía como si llevara a un clóset. Así era.
La segunda parecía conducir a un salón más grande. Así fue. Un dormitorio. Thomas extendió la pistola y abrió la puerta.
La cegadora luz lo iluminó entonces, mientras aún tenía un pie adentro y otro afuera, la puerta aun oscilando.
¡Los anteojos! Con un rápido movimiento hacia el rostro se arrancó el artefacto de los ojos.
– Hola, Thomas.
Una voz a su derecha. Se trataba de Carlos.
– Veo que usted insiste en venir por mí hasta que finalmente lo mate para siempre.
Tranquilo, Thomas. Esto es lo que esperabas. Sigue el juego.
– Debemos hablar -expresó, bajando la pistola y levantando las dos manos-. No es lo que usted cree.
Carlos sostenía una pistola a cinco pasos. Aún usaba una venda sobre la cortada en el cuello. Una sonrisa se le dibujaba en la comisura de los labios. Pequeños puntos rojos le salpicaban el rostro. Así que el hombre no había recibido el antivirus. O el antivirus no funcionaba.
– Veo a un hombre armado trepando mi techo, escabullándose por una ventana usando anteojos de visión nocturna, ¿y se espera que considere que mi juicio de sus intenciones es falso? -preguntó Carlos-. No me diga: usted vino a salvarme.
– Vine porque sé que usted se reunió ayer con Armand Portier – declaró Thomas-. Le mostró una lista de personas que espera que sobrevivan al virus. Ahora usted se estará preguntando cómo diablos pude tener esta información.
Desapareció la sonrisa. Carlos parpadeó.
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