Ted Dekker - Blanco

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Nunca rompa el círculo.
En esta tercera parte de la innovadora Serie del círculo, Thomas Hunter sólo tiene días para sobrevivir en dos mundos diferentes, llenos de peligro, engaño y destrucción. El destino de ambos mundos depende de su singular habilidad de cambiar realidades por medio de sus sueños. Ahora, guiando un pequeño grupo multiforme conocido como El Círculo, Thomas se encuentra enfrentando nuevos enemigos, desafíos interminables y el amor prohibido de una mujer de lo más insólita.
Entre a la Gran Búsqueda, donde Thomas y una pequeña banda de seguidores deben decidir rápidamente en quién pueden confiar, tanto con sus propias vidas como con el destino de millones de personas.

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Mike no sabía qué hacer. Hasta donde podía ver, la multitud se movía. Hacia delante. Hacia él.

Una ametralladora repiqueteó… unos reflejos pasaron veloces por sobre la turba.

Las tropas del ejército ya estaban de pie. Las advertencias resonaban por sus "Megáfonos, pero se perdían entre el rugido de la multitud. La primera fila pasó corriendo la plataforma.

Marcy gritaba algo, pero Mike no logró entenderla. La gente iba a pasar exactamente por sobre estas defensas y a correr hacia la Casa Blanca. Nadie Podía detener esto. Él no tenía idea…

¡Puní!

Gritos de terror. ¡Pum! ¡Pum!

– ¡Retrocedan o nos veremos obligados a disparar! ¡Pum!

De un bote salió una nube que fue a parar a siete metros del escenario.

– ¡Gases lacrimógenos! -gritó alguien; tan pronto como lo dijo, e| ardor golpeó los ojos de Mike. ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

Paletas de helicóptero giraban cerca con fuerza, muy cerca para hacer cualquier daño que se les ordenara hacer.

La turba avanzó con violencia entre las nubes de gas. Otra ametralladora rugió. Siguió un silencio momentáneo.

Cuando se reanudó el griterío, sonaba muy diferente y Mike supo que habían alcanzado a alguien.

– ¡Sube aquí! -gritó, dando la vuelta.

Pero el camarógrafo ya corría entre la multitud.

La guerra había empezado. Los brazos se le pusieron como carne de gallina.

La guerra de Mike.

***

– LA RESPUESTA es no -manifestó bruscamente el presidente Blair-. Me quedo aquí, punto. Encuentren a Mike Orear y su pandilla y tráiganlos. Quiero salir al aire tan pronto como sea posible. Phil Grant frunció el ceño.

– Señor, firmemente le insto a considerar las consecuencias…

– Las consecuencias son que a menos que andemos con sumo cuidado durante los próximos dos días, ninguno de nosotros tiene esperanza. Hace más de dos semanas que lo sé; ahora la gente también lo está entendiendo. Me sorprende que hayan necesitado tanto tiempo para derribar las barricadas. Debido a la vacilación del presidente, el director de la CÍA no estaba seguro de la respuesta imparcial de Blair a los disturbios.

– No estoy seguro de que estén equivocados al respecto, señor -opinó finalmente.

Por primera vez se cruzó en la mente de Blair la posibilidad de que Phil Grant pudiera estar trabajando con Armand Fortier. ¿Quién mejor que él? pensó de repente en los últimos años, buscando incongruencias en la actuación del hombre. Si Blair no recordaba mal, no había habido ninguna. El presidente estaba buscando fantasmas detrás de todo aquel que entraba a su despacho en estos días.

– Los disturbios se desataron solo hace una hora y ya hay seis cadáveres en el césped, por Dios -dijo Grant resaltando su punto-. El perímetro de la Casa Blanca se podría restaurar, pero están destrozando la ciudad. La gente de esta nación quiere una cosa, señor: sobrevivir. Démosle a Fortier sus armas. Consigamos el antivirus. Vivamos para luchar otro día.

Blair se alejó deliberadamente. Este era el mismo argumento, casi palabra por palabra, que Dwight Olsen había defendido casi quince minutos antes. Las motivaciones de Dwight eran transparentes, pero Phil Grant era una bestia distinta. Esto no le gustaba. Sabía que eran casi nulas las posibilidades de conseguir el antivirus de parte de Fortier. Mostrar militarmente los dientes al francés y luego rogarle un antivirus era sencillamente inaceptable. Mientras tuvieran alguna influencia, los Estados Unidos estaban en el juego. Tan pronto como renunciaran a esa ventaja se acabaría el juego.

Grant sabía todo esto. Blair decidió recordárselo.

– No confío en los franceses.

– No estoy seguro de que usted aún tenga una alternativa -advirtió Grant-. Para mañana podría tener en sus manos una guerra civil declarada. Usted representa al pueblo. El pueblo quiere este intercambio.

– El pueblo no sabe lo que yo sé -contestó Blair volviéndose.

– ¿Y de qué se trata? -cuestionó Grant parpadeando.

Fácil .

La insistencia de Thomas de que no confiara en nadie, ni en una sola alma, le recorrió la mente. Gains, había dicho Thomas. Quizás Gains, así es.

– Se trata de lo que usted sabe. Fortier no tiene motivos aceptables para entregar el antivirus cuando nuestros barcos se reúnan con los de él -informó el presidente y miró el reloj de pulsera-. Dentro de treinta y seis horas.

Grant lo analizó, luego lanzó a la mesa la carpeta que tenía en las manos.

– Comprendo su renuencia. La acepto, naturalmente. Nunca se podrí confiar en absoluto en los franceses -comentó, se puso de pie y se metió las manos en los bolsillos-. Esta vez no creo que tengamos alternativa. No con estos disturbios extendiéndose. En Nueva York y Los Ángeles ya están empezando. La nación estará ardiendo para mañana al mediodía.

– Eso es mejor que morir en cuatro días.

El intercomunicador chirrió.

– Señor, tengo una llamada privada para usted.

Gains. Había dejado instrucciones muy específicas. Ni siquiera la operadora sabía que la llamada era de Gains.

– Gracias, Miriam. Dígale que la llamaré de inmediato. Ponga en espera todas mis llamadas por algunos minutos.

– Sí señor.

Blair suspiró.

– Nada como una madre amorosa -manifestó, señalando la puerta con la cabeza-. No se preocupe, Phil, no voy a permitir que esta nación arda para el mediodía. Duerma un poco… parece que podría necesitarlo.

– Gracias. Quizás así sea.

El director salió.

Fantasmas, Robert. Estás viendo fantasmas.

Sacó el pequeño teléfono satelital del cajón de su escritorio, trancó 1 puerta del despacho y se metió con cautela al clóset. Disturbios enorme ardían furiosamente en la ciudad; las primeras señales del virus Raison lo había visitado temprano con este salpullido; la mayor parte del arsenal nuclear del mundo estaba a punto de ir a parar a manos de un hombre que probablemente lo usaría; y el valiente Robert Blair, presidente del país más poderoso del planeta, se hallaba acurrucado en su clóset marcando un número con ayuda del traslúcido brillo verde de un teléfono satelital seguro.

La llamada necesitó casi un minuto completo para conectarse.

– ¿Señor?

– Rápidamente.

– Tenemos una posibilidad. Los israelíes ya han dirigido su flota como exigieran los franceses.

Blair soltó una larga y lenta espiración. Además de Thomas, quien había sugerido primero este plan, solo otros cuatro en este lado del océano conocían los detalles.

– ¿Cuántos de ellos están en esto?

– El general Ben Gurion. El primer ministro. Es todo.

– ¿Dónde están ahora sus barcos?

– Cerca del Estrecho de Gibraltar. Darán la vuelta en Portugal y llegarán a sus coordenadas en solo treinta horas, como exigieron los franceses.

– Bien. Lo quiero a usted en el USS Nimitz tan pronto como le sea posible.

– Aterrizo en España en tres horas y saldré mañana -anunció Gains, luego se oyó estática-. ¿Qué hay con Thomas?

– Está durmiendo -contestó Blair-. Dependiendo de lo que suceda en sus sueños…

Se contuvo, sorprendido por el sonido de sus propias palabras. ¿Estaban contando con los sueños?

Sí, los sueños del mismo hombre que sacara a la luz la variedad Raison.

– Si todo resulta bien, él se reunirá con usted.

Nadie, a excepción de Kara y Monique de Raison, entendía a Thomas tan bien como Merton Gains. Este sintió el bochorno de Blair.

– Es lo correcto, señor. Aunque Thomas no nos diera nada más, lo que nos ha dado hasta este momento ha sido invaluable.

– No estoy seguro de si concordar o discrepar -objetó Blair-. Él nos provocó esto, ¿no es así?

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