– Es probable que un antivirus de acción rápida pueda revertir el virus S1 lo administramos en las cuarenta y ocho horas después de los primeros síntomas -contestó ella respirando hondo.
– Por consiguiente, si empezamos con las ciudades de ingreso, como Nueva York y Bangkok, y en cinco días a partir de ahora inundamos el mercado con un antivirus, tendríamos una posibilidad de salvar a la mayoría. Suponiendo que el virus espere cinco días, sí. La mayor parte. ¿Noventa por ciento? Eso sería la mayor parte, sí.
– ¿Sra. Sumner?
Yo estaría de acuerdo -contestó Theresa por el parlante telefónico.
El presidente se dirigió al extremo del salón, con las manos agarradas a la espalda. Levantó la mirada hacia un televisor que mostraba el desarrollo de un motín en Yakarta, desatado por la noticia de que el estallido supuestamente controlado en Java en realidad no había sido controlado en absoluto.
– Estamos manteniendo unido al mundo con un hilo -comentó el presidente Blair-. Nuestros barcos están programados para entregar la mayor parte de nuestras armas nucleares en un período de tres días. Nuestra única esperanza de conseguir el antivirus de la Nueva Lealtad es desarmarnos y exponernos a un holocausto nuclear. Aun entonces, no creo que Francia pretenda tratar directamente con nosotros, ni con los israelíes. Les darán lo que tengan a rusos y chinos, pero no a nosotros.
Regresó a mirarlos.
– No podemos tratar con Fortier. Nuestra única esperanza verdadera reposa en ustedes.
La posición del presidente le pareció extrema a Kara, pero ella ya no confiaba en sus propios juicios en cuanto a qué era extremo. Que le constara, su única esperanza no reposaba en Monique, Theresa o alguien de la comunidad científica, sino en Thomas. Debía haber una razón para que todo esto estuviera sucediendo.
– Reúnanse conmigo cuando llegue Thomas -indicó el presidente- Pueden salir.
Ellas salieron sin decir nada. Ron Kreet le estaba diciendo al presidente que tenía una llamada del premier ruso en dos minutos.
– No parece prometedor -le comentó Kara a Monique mientras caminaban por el pasillo.
– Nunca lo fue. No puedo imaginar que la solución a esto venga desde este extremo.
¿Este extremo?
– ¿Thomas?
Monique asintió.
– No estoy afirmando que tenga sentido para mí, pero sí. Tú estuviste allá, Kara. Es real, ¿no es cierto? Quiero decir, lo sentí muy real cuando 1° soñé.
– Tan real como esto. Es como si Thomas fuera una ventana dentro de otra dimensión. Él vive en las dos realidades, y nuestros ojos se abren por medio de su sangre.
– Pero me sentí más como Rachelle cuando estuve allí. Monique solo era un sueño para mí.
– Esto no puede ser un sueño -negó Kara, mirando alrededor-. ¿Puede serlo?
Ella no contestó. No necesitaba hacerlo… ambas supieron lo que debían hacer ahora para entenderlo.
– ¿Piensas en él? -indagó Kara.
– Todo el tiempo -respondió Monique.
– Probablemente él aún esté durmiendo -comentó Kara mirándose el reloj-. Eso significa que ahora mismo está con las hordas. Si no está soñando con las hordas, no hay forma de decir cuántos días pasarán antes de que despierte.
– En esa realidad.
– Sí.
– ¿Cómo dejaría de soñar?
– Las hordas podrían saber acerca de la fruta rambután.
– ¡Entonces deberíamos despertarlo ahora! -exclamó Monique pestañeando-. ¿Y si las hordas lo ejecutan?
– No importa si lo despertamos. El tiempo que pasa allá depende de sus sueños allá, no de su despertar aquí. Créeme, tardé dos semanas en comprender eso. Él podría pasar una semana con las hordas en los escasos minutos siguientes que esté soñando en el avión.
Entraron en una pequeña cafetería. Pronto estará aquí -manifestó Kara-. Esperemos que tenga algunas respuestas.
WOREF SE paró ante Qurong en la cámara del consejo, escuchando al anciano echar chispas acerca de los libros de historias. Esa mañana, el bibliotecario, Christoph, informó que esos libros habían desparecido. Los escribanos habían revuelto todo buscándolos, pero sin éxito.
– ¿Cómo pueden mil volúmenes desaparecer así no más en el aire? – refunfuñó Qurong-. Quiero hallarlos. No me importa si tienen que buscar en todas las casas de la ciudad.
– Lo haremos, su alteza. Pero ahora tengo otros asuntos.
– ¿Qué otros asuntos? ¿Son más urgentes tus asuntos que los míos?
El necio vejete no podía mantener un pensamiento fijo por más de unos cuantos minutos. Su obsesión con estos libros estaba interfiriendo con asuntos más importantes; sin duda él lo sabía.
Una imagen de Teeleh relampagueó en la mente de Woref, y él apretó la mandíbula. Había decidido rechazar a la bestia. Poseería a Chelise, sí. Y la amaría como él sabía amar. Ella sería suya y si se le resistía usaría cualquier forma de persuasión adecuada en el momento. Pero Teeleh habló de amor como si fuera una fuerza aplastante. El pensamiento le produjo náuseas.
– Tengo una boda mañana.
– ¿Y tienen tus bodas prioridad sobre mis libros? ¿Esperas que yo asista en este estado a la boda de mi propia hija?
– No, señor. Nunca -contestó el general, por cuyo corazón corrió un rayo de ira al comprender que Qurong podría posponer la boda por un asunto trivial como este.
– Esto tiene prioridad -declaró Qurong andando de un lado a otro} refunfuñando-. Nada sucede hasta que hallemos los libros.
– Señor, me atrevo a sugerir que tal vez a su esposa no le parezca muy comprensivo un aplazamiento…
– Mi esposa hará lo que yo diga. Se trata de ti, Woref. Tu encendida pasión compromete tu propia lealtad a tu rey. Has estado acosando por años a mi hija y, cuando finalmente te la entrego, ¡de inmediato cuestionas mi autoridad! Debería olvidarme de todo el asunto.
Woref reprimió su furia. Tomaré a tu hija. Y luego tomaré tu reino.
Las palabras de Teeleh le susurraron en la memoria. La haré mía.
– Usted tiene mi lealtad eterna, mi rey. Suspenderé nuestra búsqueda de los albinos restantes y personalmente me encargaré de ver sus libros.
En vez de expresar la debida ansiedad ante la sugerencia de Woref de hacer una pausa en la campaña militar, Qurong estuvo de acuerdo.
– Bueno. Revuelve cada piedra. Eso es todo -ordenó, recogió su copa y se alejó, dejando a Woref en un ligero estado de shock.
Qurong se detuvo en la puerta como si de pronto se le acabara de ocurrir algo.
– ¿Quieres casarte con mi hija? Entonces empieza con ella. Nadie conoce la biblioteca como ella -manifestó, se volvió y miró cuidadosamente a Woref-. Veremos si tienes las habilidades necesarias para domar a una moza. Ella está en su recámara.
Woref tembló de ira. ¿Cómo podía un padre hablar de tal manera respecto de la mujer que iba a ser suya? Una novia tan preciosa, que conserva su belleza natural, que descansa en este mismo instante en su habitación mientras su propio padre la difama.
Teeleh, sí. ¡Pero el padre!
Woref puso la mano sobre la mesa para calmarse. El día de atravesar una daga por el vientre de Qurong llegaría más pronto de lo que cualquiera se Podría imaginar.
Estás enojado porque Qurong es siervo de Teeleh y ahora sabes que tú también lo eres.
Hizo rechinar las muelas y resopló. Sí, era cierto, y se despreció por eso. Woref atravesó el salón, entró al pasillo cubierto y miró las escaleras que Cantaban de piso en piso, hasta el quinto, donde esperaba en silencio la recámara de Chelise. El hombre miró alrededor, vio que se hallaba solo, v salió corriendo hacia las escaleras.
El deseo le hervía en el vientre. No tocaría a Chelise, naturalmente. En ese sentido él para nada era como Qurong. Y nunca le haría daño a ella. ¡S¡¡ siquiera Qurong golpeaba a su esposa. No era apropiado en la realeza. Sea como sea, Woref no podría lastimar a su tierna novia.
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