– Perdóneme, ¿podría usted repetir su nombre? -interrumpió Gains.
– Striet, Peter Striet. Todo lo que vemos acerca de este virus nos deja pasmados. Es verdad, las pruebas sólo tienen un día de duración, pero hemos visto bastantes virus para hacer algunas conjeturas con muy buenas bases, con o sin simulaciones.
– Debemos saber cuánto tiempo vivirá en un anfitrión humano – objetó Theresa.
– ¿Se ofrece usted de voluntaria?
Más risas.
A ella no le pareció gracioso.
– No, estoy recomendando precaución. El estallido inicial de MILTS infectó sólo a cinco mil y a duras penas mató a mil. No precisamente una epidemia de proporciones asombrosas. Pero el temor que propagó tuvo que ver con un durísimo golpe económico para Asia. Se calcula que sólo en la industria turística cinco millones de personas perdieron sus empleos. ¿Tiene usted alguna idea de la clase de pánico que se produciría si llegara al Drudge Report un rumor acerca de un virus capaz de acabar con el planeta? Se detendría la vida como la conocemos. Wall Street cerraría. Nadie se arriesgaría a ir a trabajar. No me diga: ¿Ha comprado usted un cargamento de cinta de conducto?
– ¿Perdón?
– Seis mil millones de personas se encerrarían en sus casas forradas con cinta de conducto. Usted se haría rico. Mientras tanto, millones de ancianos y discapacitados morirían en sus hogares por desatención.
– Exagerado, quizá, pero creo que ella resalta un punto excelente – opinó el francés; varios más hicieron saber su conformidad-. Acepté venir precisamente porque comprendo la naturaleza explosiva de lo que se está insinuando con poca exactitud.
Así sería si se estuviera insinuando con poca exactitud, percibió Tom. La mandíbula de Kara se flexionó. Por un momento él creyó que ella iba a decirle algo al francés. No esta vez. Esto era diferente, ¿verdad? El verdadero asunto. No precisamente un debate universitario.
– Fácilmente esto podría tratarse sólo de un alarmista gritando que el cielo se está cayendo -presionó su punto el francés-. Se debe considerar el asunto de la irresponsabilidad.
– Me molesta ese comentario -expresó Gains-. Tom ha demostrado en más de una ocasión que me equivoqué. Sus predicciones han sido increíbles. Tomar sus declaraciones a la ligera podría ser una terrible equivocación.
– Y también podría serlo tomar en serio sus declaraciones -objetó Theresa-. Supongamos que exista un virus. Bueno. Cuando se presente, tratamos con él. No cuando se convierta en un problema generalizado, claro está, sino cuando asome por primera vez su horrible cabecita. Cuando tengamos un sólo caso. Pero no insinuemos que es un problema hasta que estemos absolutamente seguros de que lo sea. Como dije, el temor y el pánico podrían ser problemas mucho mayores que cualquier virus.
– Estoy de acuerdo -opinó el representante de España; el cuello del hombre era muy ceñido, y la mitad del cuello le sobresalía sobre la camisa -. Sólo se trata de prudencia. A menos que tengamos una solución, no ganamos nada aterrando al mundo con el problema. Especialmente incluso si hay la más mínima posibilidad de que tal vez no sea un problema.
– Exactamente -continuó el francés-. Tenemos un virus, y estamos buscando la manera de tratar con él. No tenemos un verdadero indicio de que el virus sea usado de modo nocivo. No veo la necesidad de entrar en pánico.
– Él tiene a mi hija -intervino Raison-. ¿O eso ya no le importa?
– Le puedo asegurar que haremos todo lo posible por encontrar a su hija -manifestó Gains, luego miró a Louis Dutétre-. Hemos tenido por varias horas un equipo sobre el terreno de los laboratorios de Svensson.
– Deberíamos recibir un informe en cualquier momento -anunció Phil Grant-. Nos solidarizamos profundamente con usted, Sr. Raison. La hallaremos.
– Sí, por supuesto -añadió Dutétre-. Pero todavía no sabemos que Svensson tenga algo que ver con este incomprensiblemente trágico secuestro. Sólo tenemos rumores del Sr. Hunter. Además, aunque Svensson esté relacionado de algún modo con la desaparición de Monique, no tenemos motivo para creer que el secuestro prediga de algún modo un uso doloso del virus… virus que no hemos demostrado que sea letal, añadiría yo. Ustedes están dando un salto de fe, caballeros. Algo para lo que no estoy preparado.
– La realidad es que tenemos un virus, mortal o no -cuestionó Gains-. La realidad es que Tom me advirtió que habría un virus antes de que saliera a flote cualquier evidencia física. Eso bastó para ponerme en un avión. De acuerdo, no es algo que deseemos que se filtre, pero tampoco podemos hacerle caso omiso. No estoy insinuando que empecemos por trancar las puertas, sino que preveamos cualquier contingencia.
– ¡Desde luego! -exclamó Dutétre-. Pero yo podría sugerir que su muchacho es el verdadero problema aquí. No algún virus. Se me ocurre que Farmacéutica Raison está ahora en dificultades, pase lo que pase en este juego. Me pregunto qué le están pagando a Thomas Hunter por secuestrar fabricar todas estas historias.
Un pesado silencio cayó sobre el salón como si alguien hubiera echado media tonelada de polvo silenciador sobre todos. Gains parecía aturdido. Phil Grant sólo miró al sonriente francés.
– Thomas Hunter está aquí a petición mía -rompió Gains el silencio-. No lo invitamos…
– No -terció Tom, sosteniendo en alto la mano hacia Gains-. Está bien, Sr. Ministro. Permítame tratar con la inquietud de él.
Tom echó la silla hacia atrás y se paró. Se puso el dedo en la barbilla y minó a la derecha, luego volvió a la izquierda. Parecía que habían extraído el aire del salón. Él tenía algo que decir, por supuesto. Algo sarcástico e inteligente.
Pero de pronto le pareció que lo que creía inteligente muy bien podría arecerle una tontería al francés. Y sin embargo, en su silencio, moviéndose ente a ellos en este mismo instante, tenía poder total aunque momentáneo. Comprenderlo hizo que su silencio se extendiera al menos por otros cinco segundos.
Él también podía intercambiar poder.
– ¿Cuánto tiempo ha estado trabajando en la comunidad de inteligencia, Sr. Dutétre? -indagó Tom.
Metió la mano en el bolsillo. Sus pantalones caqui de trabajo no eran exactamente la vestimenta apropiada en este salón, pero sacó el pensamiento e la cabeza.
– Quince años -contestó Dutétre.
– Bien. Quince años y fue invitado a un acto como este. ¿Sabe cuánto tiempo he estado en este juego, Sr. Dutétre?
– Ninguno, por lo que puedo deducir.
– Casi. Su inteligencia está desconectada. Apenas poco más de una mana, Sr. Dutétre. Y sin embargo también fui invitado a este acto. Usted debe preguntarse cómo me las arreglé para que el señor ministro de estado y el director de la CÍA atravesaran el océano para encontrarse conmigo. ¿Qué es lo que he dicho? ¿Qué sé realmente? ¿Por qué están reunidos aquí en Bangkok a petición mía estos hombres y estas mujeres? Ahora el salón estaba más que en silencio. Se sentía vacío.
– En resumen, Sr. Dutétre, esto es extraordinario -continuó Tom; puso las yemas de los dedos en la mesa y se inclinó hacia delante-. Algo muy extraordinario ha ocurrido para forzar esta reunión. Y ahora usted me parece muy poco intuitivo. Por tanto decidí hacer algo que ya he hecho una cantidad de veces. Algo extraordinario. ¿Le gustaría, Sr. Dutétre?
– ¿Qué es esto, un espectáculo circense? -contraatacó el francés mirando a Phil Grant.
– ¿Le gustaría verme flotar en el aire? ¿Se convencería tal vez si hiciera eso?
Alguien hizo un sonido parecido a una ligera risita.
– Está bien, flotaré para usted. No como usted espera, revoloteando en medio del aire, pero lo que voy a hacer no será menos extraordinario. Sólo porque usted no entienda no cambia ese hecho. ¿Está listo?
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