Despierta.
Era una situación absurda. Era tan probable que fueran a morir aquí como a vivir, y la única mujer a la que recordaba haber amado alguna vez se hallaba a cinco metros de distancia, echando chispas, mordiéndose la lengua, u odiándolo, él no lo sabía.
Pero sí sabía que la extrañaba terriblemente.
Se puso de pie, fue hasta donde estaba ella, y se tendió a su lado.
– ¿Estás despierta? -le susurró.
– Sí.
Era la primera palabra que había pronunciado desde que dijo que Johan quería regresar, y fue asombroso cuánto le alegró oírla.
– ¿Estás enojada conmigo?
– No.
– Lo siento -confesó él-. No debí haberte gritado.
– Creo que ha sido un día como para gritar -reconoció ella.
– Eso creo.
Se quedaron tendidos en silencio. La mano de Rachelle estaba sobre la arena, y él alargó la suya y la tocó. Ella le agarró el pulgar.
– Quiero que me hagas una promesa -expuso ella. -Está bien, lo que desees.
– Quiero que me prometas no volver a soñar nunca más con Monique.
– Por favor…
– No me importa que ella exista o no -lo interrumpió Rachelle-. Sólo prométemelo.
– Está bien.
– ¿Lo prometes?
– Prometo.
– Olvídate de las historias; de todos modos ya no significan nada. Todo ha cambiado.
– Tienes razón. Olvido los sueños en Bangkok. Ahora parecen ridículos.
– Son ridículos -asintió ella, luego se puso de costado y se irguió en un codo.
La luz de la luna se movió en los ojos de la muchacha. Un hermoso gris.
– Sueña conmigo -concretó Rachelle inclinándose y besándolo suavemente en los labios.
Ella se acostó de lado y se acurrucó para dormir.
Lo haré-pensó Tom-. Sólo soñaré con Rachelle. Cerró los ojos sintiéndose más contento de lo que se había sentido desde que recorriera este terrible desierto. Se quedó dormido y soñó.
Soñó con Bangkok.
EL SALÓN de conferencias contaba con una enorme mesa de madera de cerezo de fino acabado, suficientemente grande para sentar a las catorce personas presentes con espacio de sobra. Como centro de mesa habían puesto una fabulosa exhibición de frutas tropicales, quesos europeos, carne perfectamente asada y varias clases de pan. Los asistentes sentados en sillas de cuero color vino tinto parecían importantes, y sin duda así se sentían.
Thomas, por otra parte, ni se veía ni se sentía mucho más de lo que en realidad era: Un novelista de veinticinco años común y corriente, a quien sus sueños lo habían tragado.
Sin embargo, él copaba la atención. Y en contraste con los acontecimientos de sus sueños, se sentía bastante bien. Catorce pares de ojos se hallaban fijos en él, sentado a la cabecera de la mesa. Por los pocos minutos siguientes fue tan bueno como erudito para ellos. Luego podrían decidir encerrarlo. Las autoridades tailandesas se habían salido de su camino para clarificar que a pesar de las circunstancias, él, Thomas Hunter, había cometido un delito federal al secuestrar a Monique de Raison. Lo que deberían hacer al respecto no estaba claro, pero sencillamente no podían pasarlo por alto.
Miró a Kara a su inmediata derecha y le devolvió la breve sonrisa. Parpadeó, pero ni cercanamente se sentía tan confiado como intentaba verse. Si había algunas destrezas que necesitaba ahora, eran las de diplomacia. Kara le había sugerido que tratara de encontrar una forma de cultivar algunas en el bosque verde, mientras obtenía sus técnicas de lucha. Claramente, esta ya no era una opción.
Últimamente la realidad del desierto le parecía más real que este mundo aquí. ¿Qué pasaría si muriera por demasiado agotamiento en la noche desértica? ¿Se desplomaría aquí, muerto?
El ministro Merton Gains se hallaba al lado izquierdo de Tom. Muy pocos en Washington estaban enterados que él había salido temprano en la mañana para esta reunión de lo más extraña. Además, muy pocos estaban conscientes que la noticia que se había intercalado en los teletipos durante las últimas cuarenta y ocho horas tenía que ver con algo más que un estadounidense chiflado que secuestrara a la directora de virología en la víspera del muy esperado lanzamiento de la vacuna Raison. Casi todos suponían que a Thomas Hunter lo motivaba una causa o dinero. La pregunta que se estaban haciendo en todos los canales noticiosos era: ¿Quién lo incitó a ello?
La mandíbula angular de Gains necesitaba una afeitada. Un rostro joven traicionado por cabello canoso. Frente a él se hallaba Phil Grant, el más alto de los dos dignatarios de Estados Unidos. Mentón alargado, nariz abultada con anteojos en el extremo. La otra estadounidense era Theresa Sumner de los CDC, una mujer sin complicaciones que ya se había disculpado por el trato que recibiera Tom en Atlanta. Al lado de ella, un británico de Interpol, Tony Gibbons.
A la derecha, un delegado del servicio de inteligencia australiano, dos funcionarios tailandeses de alto rango, y sus asistentes. A la izquierda, Louis Dutétre, un tipo presuntuoso de rostro delgado con cejas caídas, de la inteligencia francesa a quien Phil Grant parecía conocer bastante bien. A su lado, un delegado de España, y luego Jacques de Raison y dos de sus científicos.
Todos aquí, todos por causa de Tom. En el lapso de sólo una semana había pasado de ser expulsado de los CDC en Atlanta a encabezar una cumbre de líderes mundiales en Bangkok.
Gains había explicado su motivo para convocar la reunión y había expresado su confianza en la información de Tom. Este había expuesto su caso de manera tan sucinta y clara como pudo, sin enloquecerlos con detalles de sus sueños. Jacques de Raison había mostrado la simulación y presentado su evidencia sobre la variedad Raison. Una serie de preguntas y comentarios había consumido casi una hora.
– ¿Está usted afirmando que Valborg Svensson, a quien a propósito algunos de nosotros conocemos bastante bien, no es después de todo un magnate farmacéutico de renombre mundial sino un villano? -preguntó el francés-. ¿Algún tipo oculto en lo profundo de las montañas suizas, retorciéndose las manos antes de destruir el mundo con un virus invencible?
Unas ligeras risitas respaldaron varias carcajadas en cada lado de la mesa.
– Gracias por el colorido, Louis -comentó el director de la CÍA-. Pero no creo que el ministro y yo habríamos hecho el viaje si pensáramos que el asunto fuera tan sencillo. Es cierto, no podemos verificar ninguna de las afirmaciones del Sr. Hunter acerca de Svensson, pero sí tenemos aquí una serie más bien extraña de acontecimientos que considerar; sin que sea el menos importante el hecho de que la variedad Raison parece ser muy real, como todos hemos visto esta noche con nuestros propios ojos.
– No exactamente -objetó Theresa, la representante de los CDC-. Tenemos algunas pruebas que supuestamente muestran mutaciones, de acuerdo. Pero no tenemos verdadera información conductual sobre el virus. Sólo simulaciones. No sabemos exactamente cómo afecta a humanos en ambientes humanos. Que sepamos, el virus no puede sobrevivir en un anfitrión humano complejo y vivo. Sin ofender, pero simulaciones como esta son sólo, ¿qué, setenta por ciento?
– En teoría, setenta y cinco -contestó Peter-. Pero yo le daría más.
– Por supuesto que lo haría. Es su simulación. ¿Ha inyectado ratones en la realidad?
– Ratones y chimpancés.
– Ratones y chimpancés. El virus parece cómodo en estos anfitriones, pero todavía no tenemos ningún síntoma. ¿Tengo razón? Han sobrevivido dos días y han crecido, pero tenemos que recorrer un largo tramo para saber su efecto verdadero.
– Cierto -indicó el empleado de Raison-. Sin embargo…
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