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Ted Dekker: Negro

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Ted Dekker Negro

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Nada es como parece cuando se estrellan los sueños y la realidad. Huyendo de sus agresores por callejones abandonados, Thomas Hunter apenas se escapa yéndose al techo de un edificio. Luego una bala silenciosa de la noche roza su cabeza… y su mundo se vuelve negro. De la negrura surge la asombrosa realidad de otro mundo, un mundo donde domina el mal. Un mundo en el que Thomas Hunter se enamora de una mujer hermosa. Pero luego se acuerda del sueño en el que lo perseguían por un callejón mientras extiende su mano para tocar la sangre en su cabeza.? ¿Dónde termina el sueño y comienza la realidad? Cada vez que se queda dormido en un mundo, se despierta en otro. Pero en ambos, le aguarda un desastre catastrófico… quizás incluso sea causado por él.

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Los dos niños se miraron directamente a los ojos, como sujetados por un vínculo invisible. Los ojos de Johan estaban bien abiertos por el asombro, y el rostro húmedo por las lágrimas. A la derecha de Tom, Rachelle dio un paso hacia Johan y se detuvo.

Entonces el niño abrió la boca.

Un tono puro, dulce y nítido en la calma de la mañana atravesó los oídos de Tom y le apuñaló el corazón como una flecha, como una navaja. Contuvo el aliento a la primera nota. Imágenes de un mundo muy lejano le coparon la mente. Recuerdos de un piso de resina color esmeralda, de una cascada atronadora, de un lago. Las notas entraron en una melodía. Tom cayó de rodillas y comenzó a llorar otra vez.

El niño dio un paso hacia Johan, cerró los ojos, y levantó el mentón. Su canto flotó por el aire, danzándoles en las cabezas como un ángel bromeando. Rachelle se sentó pesadamente.

El niño abrió los brazos, extendió el pecho, y dejó salir un tono profundo y resonante que hizo temblar la tierra. Luego formó sus primeras letras, recubiertas en notas que resonaban dulcemente sobre las dunas.

Te amo. Te amo, te amo, te amo.

Tom cerró los ojos y dejó que el cuerpo se le estremeciera bajo el poder de las palabras. El tono subió la octava, atravesando el apacible aire con intensos acordes.

Te formé, y me encanta la manera en que te formé.

La melodía llegó al corazón de Tom y amplificó mil veces la resonancia de cada acorde de tal modo que creyó que le podía explotar el corazón.

Y entonces, con un tono estridente, como un concierto de mil órganos de tubos soplando el mismo acorde, el aire se extinguió con una nota final y cayó el silencio.

Tom levantó lentamente la cabeza. El niño aún miraba a Johan, quien se había deslizado de la piedra lisa y estaba de pie con los brazos extendidos hacia el niño.

Los primeros pasos de ambos parecieron cautos, dados casi simultáneamente uno hacia el otro. De pronto los dos niños se despegaron del suelo y corrieron cada uno hacia el otro con los brazos extendidos.

Chocaron allí en el suelo del desierto, dos pequeños como de la misma talla, como dos gemelos reunidos después de mucho tiempo de separación.

Todos oyeron el golpe del desnudo pecho contra la carne desnuda seguido de gemidos mientras los dos niños caían a la arena, riendo histéricamente.

Rachelle comenzó a reír con fuerza. Aplaudió con emoción, y aunque Tom supuso que ella nunca se había encontrado con el niño, conocía su nombre.

– ¡Elyon! -pronunció ella el nombre como una niña extasiada-. ¡Elyon!

Ella lloraba y reía mientras aplaudía.

Los niños se pusieron de pie y corretearon alrededor de la roca, jugando a tocarse y perseguirse, aun riendo como escolares transmitiéndose un secreto.

Y luego el niño se volvió hacia Tom.

Todavía arrodillado, Tom vio al niño correr directamente hacia él. Sus ojos le centelleaban como esmeraldas, y una sonrisa esbozada en los labios le levantaba las mejillas. El niño subió corriendo hasta donde Tom, se paró en seco, le colocó un brazo alrededor del cuello, y puso su mejilla suave y cálida contra la de Tom. Su cálido aliento le rozó el oído.

– Te amo -susurró el niño.

Un rugiente tornado recorrió la mente de Tom. Fuertes vientos le golpearon el pecho con amor puro, crudo y salvaje. Oyó que de la boca le salía un débil resoplido.

Luego el niño fue hasta donde Rachelle. Repitió el abrazo y ella se estremeció con sollozos. El niño se volvió y salió corriendo por el campo. Se detuvo a una docena de pasos hacia el oriente y revoloteó, con los ojos centelleando de manera juguetona.

– Sígueme -expresó, luego giró hacia la duna y subió la cuesta a toda velocidad.

Johan pasó corriendo al lado de Tom y Rachelle, jadeando.

Tom se levantó con gran dificultad, con la mirada fija en el niño que ahora llegaba a lo alto de la duna. De un halón puso de pie a Rachelle y siguieron tras el niño… Johan adelante, y Tom y Rachelle corriendo detrás.

Ninguno habló mientras corrían por el estéril desierto. La mente de Thomas aún estaba aturdida por el toque del niño. La ropa de Tom estaba empapada de sudor. Se le entrecortó la respiración mientras trepaba las dunas arenosas, tras este niño pequeño que corría como si fuera el dueño de esta caja de arena. Pero lo seguiría a cualquier parte. Lo seguiría por sobre un acantilado, creyendo que después de saltar podría volar. Lo seguiría al interior del mar, sabiendo que podría respirar bajo el agua. Era el cántico del niño. Era su melodía, sus ojos, sus tiernos pies, el modo en que su aliento había entrado a toda prisa por los oídos de Tom.

Siguieron corriendo en silencio, manteniendo la mirada fija en la espalda desnuda del niño que brillaba con el sudor. Él trotaba firmemente dentro del desierto… aminorando la marcha al subir las arenosas cuestas y luego bajando a saltos el otro lado. Ni tan lejos para no perderlos, ni tan cerca para permitirles descansar.

El sol estaba en lo alto cuando Tom se tambaleó sobre una cima marcada por las pisadas del niño. Se detuvo como a tres metros de donde Johan se había detenido. El niño estaba justo delante de Johan. Tom les siguió la mirada.

Lo que vio lo dejó atónito.

Debajo de ellos, en medio de este desolado desierto blanco, había un enorme valle. Y en este valle crecía un enorme bosque verde.

Tom miró, boquiabierto como un bobo. Debía tener varios kilómetros de ancho, quizá más. Tal vez más de treinta kilómetros. Pero en la lejanía donde terminaban los árboles, el suelo del valle se levantaba en una montaña de arena. El desierto continuaba. El bosque no era colorido. Verde. Sólo verde. Como los bosques en sus sueños de Bangkok.

– ¡Miren! -exclamó Rachelle extendiendo la mano.

El dedo con que señalaba le temblaba. Entonces Tom lo vio.

Un lago.

Hacia el oriente, a varios kilómetros bosque adentro, el sol hacía brillar un pequeño lago.

El niño lanzó una exclamación de júbilo, extendió el puño al aire y bajó corriendo la ladera. Tropezó una vez y se puso de pie, a toda velocidad.

Johan corrió tras él, gritando del mismo modo; luego Tom y Rachelle juntos. Gritando.

Tardaron veinte minutos en llegar a la orilla del bosque, donde se pararon en seco. Los árboles se erguían altos, como centinelas que pretendían impedir la invasión de la arena. Corteza café. Ramas largas y frondosas. Una bandada de papagayos levantó vuelo y graznó en lo alto.

– ¡Aves! -gritó Johan.

El niño los volteó a mirar desde la orilla del bosque. Luego, sin decir nada, pasó entre dos árboles y se metió corriendo.

– ¡Vamos! -exclamó Tom yendo tras él. Los otros venían corriendo detrás.

El follaje se extendía en lo alto, protegiendo del sol. Pasaron entre los dos árboles que había atravesado el niño.

– Vamos, ¡rápido!

El sonido de sus pies al rozar la arena se convirtió en un suave chasquido cuando llegaron a los primeros matorrales.

Tom forzó la vista para ver la espalda del niño entre los árboles. Allí, y allá. Siguió corriendo, apenas consciente ahora del bosque. Detrás de él, Rachelle y Johan tenían la tarea más sencilla de seguirlo.

Tom levantó la mirada hacia la espesura en lo alto. Le pareció vagamente conocida. Por un momento creyó estar adentrándose en las selvas de Tailandia. Para rescatar a Monique.

El niño nunca se perdió de vista por más de unos segundos. Cada vez se adentraban más en la selva. Directo hacia el lago. Parecía haber aves casi en cada árbol. Monos y marsupiales. Pasaron por un prado con un bosque-cilio de árboles más pequeños cargados con frutas rojas. No de la misma clase de fruta que habían comido en el bosque colorido, pero muy parecida.

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