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Ted Dekker: Negro

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Ted Dekker Negro

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Nada es como parece cuando se estrellan los sueños y la realidad. Huyendo de sus agresores por callejones abandonados, Thomas Hunter apenas se escapa yéndose al techo de un edificio. Luego una bala silenciosa de la noche roza su cabeza… y su mundo se vuelve negro. De la negrura surge la asombrosa realidad de otro mundo, un mundo donde domina el mal. Un mundo en el que Thomas Hunter se enamora de una mujer hermosa. Pero luego se acuerda del sueño en el que lo perseguían por un callejón mientras extiende su mano para tocar la sangre en su cabeza.? ¿Dónde termina el sueño y comienza la realidad? Cada vez que se queda dormido en un mundo, se despierta en otro. Pero en ambos, le aguarda un desastre catastrófico… quizás incluso sea causado por él.

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Por tanto, ahora él estaba infectado.

Markous se salpicó impulsivamente un poco del fluido en la chaqueta y las manos, y luego se frotó el rostro. Como una colonia. Lo probó con la lengua. Sin sabor. Bebió un poco y lo barboteó en la boca. Tragó.

Salió del baño de caballeros. Viajeros abarrotaban el Aeropuerto Internacional de Bangkok a pesar de la hora temprana. Miró en ambas direcciones y se enderezó la corbata. Casi nunca se mezclaba con mujeres en clubes nocturnos u otras instituciones sociales, a pesar de sus apuestos rasgos mediterráneos. Pero en el momento parecía algo adecuado un poco de amor.

Vio lo que buscaba y fue hacia un grupo de cuatro auxiliares de vuelo con uniforme azul que hablaban en un puesto de banca telefónica.

– Perdónenme.

Todas las cuatro mujeres lo miraron. En sus etiquetas de equipaje se leía «Air France». Él sonrió cortésmente y enfocó la atención en una morena de alto porte.

– Sólo pasaba por aquí, y no pude dejar de observarla. ¿Le molesta?

Intercambiaron miradas. La morena arqueó una ceja con timidez.

– ¿Me puede decir su nombre, por favor? -preguntó Markous. Ella no usaba identificación.

– Linda.

Él se acercó un paso. Sus manos aún estaban húmedas con el líquido. Imaginó los millones de células nadándole en la boca.

– Vamos, Linda. Me gustaría decirle un secreto -expresó él inclinándose al frente.

Al principio ella titubeó, pero alargó la mano cuando dos de las otras rieron.

– ¿Qué pasa?

– Más cerca -pidió él-. No la morderé, lo prometo. Ella estaba sonrojada, pero accedió inclinándose unos centímetros. Markous se le acercó más y la besó de lleno en la boca. Inmediatamente retrocedió y levantó ambas manos.

– Perdóneme. Usted es tan hermosa, que simplemente tuve que besarla. La impresión se registró en el rostro femenino.

– Usted… ¿qué cree que está haciendo?

Markous agarró la mano de la mujer al lado de la morena. Tosió.

– Por favor, estoy muy apenado -añadió, y retrocedió rápidamente, disculpándose.

Entonces se alejó, dejando a su paso cuatro mujeres estupefactas.

Fue hasta la estación de primeros auxilios del aeropuerto, donde una madre le pedía algo a una enfermera mientras sus dos hijos de cabellera rubia jugaban al corre que te pillo alrededor de las bancas de espera. Un anciano con pobladas cejas canosas lo observó quitarse la chaqueta aún húmeda y colgarla en el perchero. Con un poco de suerte el hombre reportaría la chaqueta y seguridad la confiscaría. Antes que diera cinco pasos estaban infectados la madre, sus dos hijos, la enfermera y el anciano.

A cuántos más infectó antes de salir del aeropuerto, nunca lo sabría. Tal vez cien, aunque a ninguno con tal ternura como a la primera. Se detuvo en un mercado tempranero en su camino por la ciudad y recorrió los atiborrados pasillos. Cuántos aquí, no lo podía imaginar. Al menos varios cientos. Por si acaso, lanzó la camisa que había humedecido en el río Mae Nam Chao Phraya, el cual atravesaba lentamente el centro de la ciudad.

Suficiente. Al finalizar el día, Bangkok estaría plagado con el virus. Trabajo cumplido.

***

CARLOS ESTACIONÓ su auto en la estructura del estacionamiento subterráneo a las ocho en punto y abordó el ascensor que iba al vestíbulo. Ya había una animada multitud. Cruzó hacia los ascensores principales, esperó uno vacío, y entró. Piso noveno. La reunión con el ministro Gains y los funcionarios de inteligencia había durado hasta tarde la noche anterior, y su última información afirmaba que Hunter aún se hallaba en su cuarto. Dormido. La fuente era impecable.

Es más, la fuente en realidad había estado en la reunión.

Si sólo supieran hasta dónde había ido Svensson para ejecutar este plan. El único problema era Hunter. Un tipo que supo el asunto en sus sueños. Un hombre que posiblemente ninguno de ellos podía dominar. Un individuo al que Carlos ya había matado dos veces.

Esta vez permanecería muerto.

El ascensor sonó y Carlos se deslizó por el pasillo, buscó y encontró el cuarto al lado del de Hunter, el cual estaba abierto según dispuso.

En cualquier operación había dos elementos importantes. Uno, poder; y dos, inteligencia. Ya había combatido una vez con Hunter, y a pesar de la sorprendente habilidad del hombre, se había encargado de él con bastante facilidad. Pero subestimó la resistencia del tipo. De alguna manera Hunter se las había arreglado para sobrevivir.

Esta vez no habría oportunidad para una pelea. La inteligencia superior demostraría ser la vencedora.

Carlos se acercó a la puerta contigua a la suite al lado de esta. Extrajo una pistola automática Luger y le enroscó un silenciador al cañón.

Inteligencia superior. Por ejemplo, él sabía que en este mismísimo instante esta puerta se hallaba sin seguro. El contacto interno se había asegurado de eso. Al pasar esta puerta, una puerta a la izquierda, estaba la de la habitación de Thomas Hunter. Ahora Hunter había estado durmiendo allí por siete horas. Nunca llegaría a enterarse de que le dispararon.

Carlos sabía todo esto sin la más ligera duda. Si algo cambiaba -si la hermana, quien dormía en la otra habitación de la suite, despertaba, o si el mismo Hunter despertaba- el operador de vídeo simplemente le advertiría electrónicamente, y el receptor en el cinturón de Carlos vibraría. Inteligencia.

Carlos abrió las dos puertas que separaban las suites y se dirigió al dormitorio a su izquierda. La bala en la recámara. Todo estaba en silencio. Estiró la mano hacia la perilla de la puerta. Sonó un teléfono. No la línea principal del hotel sino la de la habitación de la hermana de Hunter a su derecha. Al instante vibró su buscapersonas. Hizo caso omiso del buscapersonas e hizo una pausa para escuchar.

***

EL TELEFONO al lado de la cama de Kara sonó una vez. Ella abrió los ojos y miró el cielorraso. ¿Dónde se hallaba? Bangkok. Ella y Thomas habían asistido a una reunión la noche anterior con el ministro de estado Merton Gains porque el suizo, Valborg Svensson, había secuestrado a Monique de Raison por una sola razón: Desarrollar el antivirus para el virus que él había liberado en el mundo. Al menos de eso fue lo que Thomas intentó persuadirlos. No habían precisamente corrido hacia él a besarle los pies.

El teléfono volvió a sonar.

Ella se irguió. Thomas aún estaría durmiendo en la otra habitación de la suite. ¿Habría soñado? ¿Estaría soñando aún? Ella le había sugerido que soñara por un tiempo prolongado y se convirtiera en alguien nuevo, una sugerencia al parecer absurda, pero así era todo esto del mundo alterno en que él estaba viviendo. La extensión de la maldad en un mundo, la amenaza de un virus en el otro.

El teléfono seguía sonando. Ella dejó descolgado anoche el teléfono en el cuarto de Tom. No lo oiría.

– ¿Aló? -contestó Kara por el auricular.

– Habla Merton Gains. ¿Kara?

– Sí -asintió ella cambiándose el teléfono al oído derecho-. Buenos días, Sr. Ministro.

– Siento despertarla, pero parece que tenemos una situación en nuestras manos.

– No, no, está bien. ¿Qué hora es?

¿Qué hora es? Ella estaba hablando con el ministro de estado, ¿y le exigía que le dijera qué hora era?

– Acaban de dar las ocho en la hora local -informó Gains; su voz se hizo tensa-. El Departamento de Estado recibió un fax de alguien que afirma ser Valborg Svensson.

Un frío le bajó por la espina dorsal de Kara. ¡Esto era lo que Thomas había vaticinado! No tan pronto, sino…

– Está afirmando que la variedad Raison ha sido liberada en doce ciudades, entre ellas Washington D. C., Nueva York, Los Angeles y Atlanta – explicó Gains, su voz era muy débil.

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