– ¿Así que la convenció antes de que todo esto sucediera?
Ella me exigió datos específicos. Fui a las historias y recuperé esa información. Entonces se dio cuenta. Eso fue antes de que Carlos me disparara y la raptara. Sin duda, ahora la están usando para crear el antivirus.
– ¿Lo balearon a usted?
.Una historia muy larga, señora Morton. Discutible en este momento.
Gains apenas lograba contener una sonrisita.
Así que si todo esto es en realidad verdadero, si usted puede conseguir información acerca del futuro como asunto de historia, y por el momento voy a creer que así es, ¿puede averiguar lo que viene a continuación?
– Si pudiera encontrar los libros de historias, estrictamente hablando, sí. Sí podría.
Ella miró al presidente.
– Y si puede averiguar lo que sucederá, podría averiguar cómo pararlo, ¿correcto?
– Tal vez pueda, sí. Suponiendo que se pudiera cambiar la historia.
– Pero tenemos que suponer que sí se puede, o todo esto es discutible, como usted afirma.
– De acuerdo.
– ¿Así que puede averiguar qué sucederá a continuación?
Thomas ya había comprendido adonde quería llegar Clarice, pero apenas ahora la sencilla sugerencia que le hizo tocó una fibra sensible en la mente de él. El problema, desde luego, era que los libros de historias ya no estaban a disposición. Había vivido con ese entendimiento quince años. Pero se rumoraba que aún existían. Él nunca había tenido motivos para buscarlos. Defender de las hordas a las selvas y celebrar el Gran Romance había sido allí su pasión principal. Ahora tenía una buena razón para buscarlos. Estos podrían proporcionar una salida a este desastre, precisamente como la congresista insinuaba.
– En realidad, los libros de historias… por el momento ya no están disponibles.
Un murmullo recorrió el salón. Era como si esa pequeña información les interesara de veras. Estaban indignados. Qué conveniente. ¡Los libros de historias se han perdido! Sí, por supuesto, ¿qué esperabas? Siempre funciona de este modo.
O tal vez estaban desilusionados. Algunos de ellos al menos querían creer todo lo que él había dicho.
Y deberían creer. Los hombres y mujeres decentes podían ver la sinceridad cuando él les miraba a los rostros.
– ¡Esto es absurdo! -exclamó Olsen.
– Entonces temo que me estoy inclinando hacia lo absurdo, Dwight.
declaró el presidente-. Thomas se ha ganado por sí mismo una voz. Y creo que Clarice tiene razón. ¿Podría usted averiguar algo más para nosotros, Thomas?
¿Podría hacerlo? Su respuesta fue tan calculadora como sincera.
– Quizás.
Olsen musitó algo, pero Thomas no logró entenderlo.
– Bueno -añadió el presidente cerrando su carpeta-. Damas y caballeros, envíen cualquier idea y comentario adicional a través de mi personal. Buenas noches. Y que Dios preserve a nuestra nación.
Se paró y salió del salón.
Ahora la crisis dividiría.
***
– SEIS CIUDADES más -informó Phil Grant, tirando la carpeta sobre la mesa de centro; su corbata granate de seda le colgaba floja alrededor del cogote; se pasó un dedo por el cuello y la aflojó aún más-. Incluyendo San Petersburgo. Ellos se están sintiendo frustrados. Sería un milagro que los rusos no dijeran ni pío.
– Esto… esto es una pesadilla -expresó su asistente; Thomas observó a Dempsey ir hasta la ventana y mirar hacia fuera con una mirada perdida-. Los rusos tienen décadas de experiencia en mantener algo tapado. Yo me preocuparía por Estados Unidos. Si fuera a apostar por alguien, diría que Olsen ya está informando de esto. ¿Cuántas dijo usted?
– Veinte. Todos aeropuertos. Como un reloj.
– ¿No estamos cerrando los aeropuertos?
– Los CDC presentaron otra simulación usando las últimas informaciones. Afirman que cerrar los aeropuertos no ayudará en este momento. Ha habido más de diez mil vuelos continentales en Estados Unidos desde que el virus tocara primero a Nueva York. Según cálculos conservadores, la cuarta parte de la nación ya está expuesta.
Grant puso los codos en las rodillas y formó un ángulo con los dedos. Un leve temblor le sacudía las manos. Dempsey volvió de la ventana, frunciendo e1 ceño. El sudor le oscurecía la camisa azul claro en las axilas. La realidad total de lo que se le había entregado a Estados Unidos se precipitaba de manera terrible y concluyente en la CÍA.
Grant había llevado a Thomas a las oficinas centrales de la CÍA cuarenta y cinco minutos antes.
¿Está usted convencido de que este psicólogo es digno de nuestro tiempo? -inquirió Thomas-. Esto solo parece un lapso de inactividad.
Al contrario, tratar de desbloquear esa mente suya es lo único que tiene sentido en lo que se relaciona con usted -contestó Grant.
Recuerdos, quizás. Pero yo no supondría que lo que ocurre está sucediendo en mi cabeza -objetó Thomas.
– Clarificaré los recuerdos. Si le dio las características del antivirus a Carlos, como usted cree que pudo haberlo hecho, esa información sería un recuerdo. Con algo de suerte, el doctor Myles Bancroft puede estimular ese recuerdo. ¿No tiene información, absolutamente ninguna, sobre dónde podría estar Svensson?
– Ninguna.
– ¿O dónde podría tener a Monique?
– Supongo que donde está él. La única comunicación ha sido por medio de faxes, enviados desde un apartamento en Bangkok. Fuimos allá hace seis horas. Estaba vacío, a no ser por una laptop. Él está usando retransmisiones. Muy listo al mantenerse fuera de la web usando facsímiles. El último fax vino de una dirección en Estambul. Hasta donde sabemos, tiene cien aparatos de retransmisión. ¿Cuánto tiempo tardamos en averiguar el paradero de Bin Laden? Este sujeto podría ser peor. Pero en algunos días creo que no importará. Como usted señaló antes, es indudable que está trabajando con otros. Probablemente una nación. Entonces usted sabrá dónde mirar.
– Pero solo porque él quiera que sepamos. No podemos así no más bombardear Argentina o cualquier país que esté usando. No mientras tenga el antivirus -opinó el director parándose y lanzando un gruñido-. El mundo se está viniendo abajo y nosotros estamos sentados aquí, ciegos como ratas.
– Pase lo que pase, no permita que nadie intente hacer transigir al presidente -expresó Thomas.
– Creo que usted mismo tendrá la oportunidad de hacerlo -informó Grant-. Él desea reunirse personalmente mañana con usted.
El teléfono sonó. Grant levantó bruscamente el auricular y escuchó por un momento.
– Ahora mismo nos dirigimos hacia allá -enunció dejando el auricular en su base-. Él está listo. Vamos.
El doctor Myles Bancroft era un tipo anticuado, bajito, sin gracia, y con pantalones arrugados y vellos faciales asomándosele por los orificios, en general no era la clase de hombre que la mayoría de personas asociaría con el Premio Pulitzer. Tenía una ligera sonrisita de complicidad que fue desarmada al instante… algo bueno, considerando con lo que jugaba. Las mentes de las personas.
Su laboratorio ocupaba un pequeño sótano en el costado sur de las instalaciones del Johns Hopkins. Llevaron a Thomas en un helicóptero y bajaron corriendo las escaleras como si fuera alguien confiado al programa de protección de testigos y hubieran recibido advertencias de francotiradores en los techos colindantes.
Thomas enfrentó al psicólogo cognoscitivo en el salón blanco de concreto. Dos de los hombres de Grant esperaron en el vestíbulo con las piernas cruzadas. Grant se quedó en Langley con mil preocupaciones obstruyéndole la mente.
– Así que básicamente usted tratará de hipnotizarme y luego me enganchará a sus máquinas y me hará dormir mientras juega con mi mente usando estímulos eléctricos.
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