Muy pocos sabían lo que estaban haciendo. ¿Quién había oído de esta manera de dirigir una batalla? Pero esto apenas importaba… él les había ordenado pulverizar la roca y el polvo que fue esta roca aplastaría al enemigo. era el mismo hombre que les mostró cómo sacar metales calentando rocas, ¿o no? Fue quien sobrevivió como encostrado varios días y regresó para bañarse en el lago. El hombre que cientos de veces los llevó a batalla y a la victoria.
Si Thomas de Hunter les ordenaba que trituraran rocas, ellos triturarían rocas. El hecho de que tres mil de sus compañeros hubieran muerto hoy a manos de las hordas hacía más urgente la tarea.
Thomas se arrodilló sobre la enorme piedra y observó un montoncito de polvo molido que había recogido de la parte superior de la cantera.
– ¿Cómo lo medimos? -preguntó Mikil.
A pesar de su activa participación, William persistía en fruncir el ceño.
– De este modo -explicó Thomas extendiendo el polvo blanco en una línea de la longitud de su brazo, y ordenándolo de tal modo que tuviera aproximadamente el mismo ancho a todo lo largo-. Setenta y cinco por ciento. Luego el carbón…
Hizo otra línea de carbón al lado del polvo blanco.
– Quince por ciento de carbón. Un quinto de la longitud del salitre.
Marcó la línea en cinco segmentos iguales y puso cuatro de ellos a un lado.
– Ahora diez por ciento de azufre.
Colocó el polvo amarillento en una línea de dos tercios de la longitud del polvo negro.
– ¿Te parece correcto?
– Más o menos. ¿Cuán exacto tiene que ser?
– Vamos a averiguarlo.
Mezcló las tres pilas hasta que tuvo un montón de polvo gris.
– No es precisamente negro, ¿verdad? Encendámoslo.
– ¿Vas a encenderlo? -preguntó Mikil poniéndose de pie y retrocediendo-. ¿No es peligroso?
– Observa -expresó él haciendo un caminito del material y parándose-. Tal vez es demasiado.
Adelgazó la línea de tal modo que duplicara la longitud del tamaño un hombre.
William retrocedió algunos pasos, pero era claro que estaba menos preocupado que Mikil.
– ¿Listos?
Thomas sacó su rueda de pedernal, un aparato que hacía chispas al golpear la piedra contra una áspera rueda de bronce. Empezó a hacer girar la rueda en la palma de la mano, pero luego optó por el muslo porque la palma estaba humedecida con sudor. Encendió un pequeño rollo de corteza cortada en tiras. Fuego.
Mikil había retrocedido unos cuantos pasos más.
Thomas se arrodilló en un extremo de la serpiente gris, bajó el fuego y lo puso en contacto con el polvo. Nada ocurrió.
– Ja! -exclamó William.
Luego el polvo se prendió y silbó con chispas. Una gruesa humareda se adentró en el aire nocturno a medida que el fuego recorría el caminito de pólvora.
– ¡Aja!
– ¿Funciona? -quiso saber Mikil acercándose.
William había bajado los brazos. Miró la negra marca sobre las rocas, luego se arrodilló y la tocó.
– Está caliente -dijo y se paró-. Realmente no veo cómo esto vaya a derribar un despeñadero.
– Lo hará cuando esté empacado en bolsas de cuero. Arde demasiado rápido como para que las bolsas contengan el fuego, ¡y bum!
– Bum -repitió Mikil.
– Has fruncido bastante el ceño para una noche, William. Esta no es una pequeña proeza. Deja que tu rostro se relaje.
– Fuego de la tierra. Debo admitirlo, es muy impresionante. ¿Obtuviste esto de tus sueños?
– De mis sueños.
Tres horas después habían llenado con pólvora cuarenta bolsas cantimploras de cuero, cada una del tamaño de la cabeza de una persona, luego las ataron fuertemente en rollos de lienzos. Los rollos quedaron duros, como rocas, y cada uno tenía una pequeña abertura en la boca, de la cual sobresalía Un pedazo de tela en que habían colocado pólvora.
Thomas las llamó bombas.
– Veinte a lo largo de cada barranco -instruyó él-. Cinco en cada extremo y diez a lo largo del trecho por la mitad. Tenemos al menos que encajarlas dentro. Rápido. El sol saldrá en dos horas.
Metieron profundamente las bombas en las fallas de cada desfiladero por kilómetro y medio a cada lado de las durmientes hordas. Las tiras de lienzo enrolladas en polvo subían y luego retrocedían, tres metros. La idea era encenderlas y correr.
El resto estaba en manos de Elyon.
Les llevó toda una hora colocar las bombas. Ya aparecía luz en lo alto del cielo oriental. Las hordas comenzaban a moverse. Habían enviado un centenar de guardianes del bosque por más flechas. En caso de que solamente la mitad del ejército que había abajo fuera aplastado por las rocas, Thomas determinó llenar de flechas a los que quedaran. Sería como disparar a unos peces en un tonel, explicó.
Thomas se paró en el puesto de observación, balanceando la última bomba en la mano derecha.
– ¿Estamos listos?
– ¿Vas a mantener una afuera? -preguntó William.
– Esta, amigo mío, es nuestro plan de respaldo -contestó él después de revisar la bola de pólvora firmemente apretada.
El cañón estaba gris. Las hordas yacían en su inmundicia. Cuarenta de los hombres de Thomas se arrodillaron sobre mechas teniendo listas sus ruedas de pedernal.
Thomas respiró hondamente. Cerró los ojos. Los abrió.
– Enciendan el desfiladero norte.
Se oyó un zumbido suave detrás de él. El arquero lanzó la flecha de señal. Al cielo subió fuego, seguido de humo.
En el saliente permanecieron veinte con Thomas. Todos miraron el barranco y esperaron.
Y esperaron.
Náuseas recorrieron el estómago de Thomas.
– ¿Cuánto tiempo tarda? -preguntó alguien.
Como en respuesta, una exhibición espectacular de fuego se disparó dentro del cielo que bajaba por el barranco.
Pero no fue una explosión. La bomba atrapada no había sido suficientemente fuerte para romper sus envolturas, o la roca que la apretaba con fuerza.
Otra exhibición salió más cerca. Luego otra y otra. Una por una las bombas se prendían y vomitaban fuego al cielo.
Pero no destrozaban el barranco.
Los encostrados comenzaron a gritar en el cañón. Ninguno había visto antes tal demostración de poder. Pero no era la clase de poder que Thomas necesitaba.
Depositó la última bomba dentro de una de las bolsas al costado del caballo y trepó en él.
– Mikil, ¡que no enciendan el barranco sur! Espera mi señal. Un toque de cuerno.
– ¿Adónde vas?
– Abajo.
– ¿Abajo hacia las hordas? ¿Solo?
– Solo.
Hizo girar al corcel y lo puso a todo galope.
Abajo aumentaban los gritos de las hordas. Pero el temor que sintieron al principio había amainado cuando Thomas llegó a la capa arenosa. Por sobre las rocas había estallado fuego, pero ninguno de los encostrados había salido herido.
Thomas entró al cañón y se dirigió a toda carrera hacia las líneas frontales del enemigo. Ahora el cielo estaba gris pálido. Ante él se extendían cien mil encostrados. Ochenta mil… sus hombres habían matado veinte mil un día antes. Nada de eso importaba. Ahora solo importaban los diez mil directamente al frente, apiñados de lado a lado y observándolo montar a caballo.
Saltó sobre las rocas que los guardianes del bosque usaron el día anterior como base de pelea. Si los moradores del desierto tuvieran árboles y pudieran hacer arcos y flechas, lo podrían haber derribado, porque estaba a menos de cincuenta metros de distancia.
Thomas se detuvo exactamente fuera del alcance de las lanzas. Elyon, dame fortaleza.
– ¡Moradores del desierto! ¡Mi nombre es Thomas de Hunter! Si ustedes desean vivir otra hora, tráiganme a su líder. Hablaré con él y no saldrá lastimado. Si su líder es un cobarde, ¡entonces todos ustedes morirán cuando hagamos llover fuego de los cielos y los hagamos arder hasta convertirlos en ceniza!
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