Ted Dekker - Rojo

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Todo gira en torno a Thomas Hunter, un escritor de poco éxito que sobrevive trabajando en el café Java Hut, en Denver. Pero su aparentemente monótona vida sufrirá un vuelvo radical cuando fuerzas desconocidas liberen un arma bacteriológica en la atmósfera. Al final de la jornada, tres millones de personas serán portadoras del virus más letal que haya conocido la humanidad, y en sólo un par de días habrá noventa millones de infectados.
El punto es que no existe ninguna vacuna… pero extrañamente, la única esperanza es Thomas Hunter. ¿Cómo? ¿Por qué? Él no lo sabe, pero su existencia amenaza importantes planes y por eso debe morir.

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Se miraron unos a otros.

– ¿Ven ustedes? -cuestionó William-. ¿Quiere él hacer que nuestros combatientes busquen potasi… un nombre que apenas puede pronunciar, y en la oscuridad? Debido a que soñó…

– ¡Silencio! -gritó Thomas; su voz resonó por sobre el fragor de la batalla-. Si fallo esta vez, William, ¡te daré el mando de los guardianes!

– ¿Dónde encontraremos ese salitre? -insistió Mikil.

– No lo sé.

– Entonces… ¿qué quieres decir con que no sabes?

– Estamos buscando una roca traslúcida y lechosa que es salada.

William cruzó los brazos en desaprobación.

– Y si encontramos esos elementos ¿qué? -inquirió Mikil.

– Entonces tenemos que triturarlos, mezclarlos, comprimir el polvo y esperar que se inflame con bastante fuerza para hacer algún daño.

Tres pares de ojos se centraron en él. Al final ellos estarían de acuerdo porque todos eran conscientes de no tener alternativa viable. Pero nunca antes habían tenido tanto en juego.

– Comprende que si debemos contenerlos mientras intentamos este truco tuyo perdemos la oportunidad de evacuar el bosque -objetó William-. Si salimos ahora tendremos medio día de ventaja sobre las hordas, porque ellas no andarán durante la noche. Podríamos reunir a la población y dirigirnos al norte como planeamos.

– Lo comprendo. Pero ¿con qué fin? Las hordas están rebasando Bosque Sur mientras hablamos. Jamous se está retirando. Las hordas…

– ¿El Bosque Sur? -preguntó William; él no lo sabía.

– Sí. Las hordas tomarán esta selva y luego se moverán hacia la siguiente.

– Tal vez sería más prudente retirarnos ahora, hacer esta pólvora tuya luego, cuando sepamos que funciona, mandamos a las hordas al infiero -opinó Mikil mirando hacia el occidente, donde continuaban los sonidos de la batalla.

– Si toman el Bosque Intermedio… -continuó Thomas, interrumpiendo sus ideas; todos sabían que la pérdida de esta selva era inaceptable-. ¿Cuándo los volveremos a tener en un cañón como este? Si esto funciona podríamos vencer a un tercio de su ejército en un golpe. Aún podemos ordenar la evacuación, aunque no estemos allá para ayudar.

Él siguió la mirada de Mikil hacia el occidente. Sus hombres morían mientras él jugaba con sus absurdos sueños.

– ¿Y si esto es de lo que habla la profecía?

– «Con un soplo increíble destruiremos la esencia del mal» -manifestó Suzan, citando la promesa del niño, y un rayo de ansiedad le iluminó los ojos-. Qurong está dirigiendo este ejército mientras Martyn está atacando a Jamous.

– ¿Crees que funcionará?

– Muy pronto lo sabremos.

***

LA LUNA brillaba alto en el cielo del desierto, rodeada por un millón de estrellas. Sentado en su corcel, Thomas analizaba el suelo del cañón. Las hordas se habían calmado durante la noche, miles y miles de guerreros encostrados, la mitad durmiendo en sus capas, la mitad arremolinándose en pequeños grupos. Sin hogueras. Habían ganado la batalla y celebrado la victoria con un grito que rugió a través del cañón como un poderoso torrente.

Thomas había ordenado retroceder a su ejército en una demostración de retirada. Transportaron sus catapultas desde el despeñadero y mostraron toda señal de huir hacia la selva. Siete mil de sus hombres se habían unido a la batalla aquí en el cañón. Tres mil habían entregado sus vidas.

Era la peor derrota que habían sufrido.

Ahora cifraban sus esperanzas en una pólvora que no existía.

Los guardianes esperaban a kilómetro y medio hacia el occidente, listos para dirigirse a la selva al aviso del momento. Si en una hora no encontraban el salitre, Thomas daría la orden.

Ya tenían bastante carbón. William había llevado un contingente de soldados a las cuevas por el azufre. Llevaron casi una tonelada de rocas de pirita a un hoyo hecho entre dos cañones, donde levantaron una fogata y lograron extraer azufre líquido de la piedra. El hedor se elevó al cielo y Thomas no recordaba nunca haberse extasiado tanto con tan horrible olor. Era olor a carne de encostrados.

Pero el salitre les era esquivo. Mil guerreros buscaban la roca blanca a la luz de la luna, lamiendo cuando era necesario.

– Podríamos volver a traer a los arqueros y al menos darles a las hordas una sorpresa de despedida -comentó Mikil al lado de Thomas.

– Si nos hubieran quedado flechas, yo mismo dispararía algunas -. declaró él volviendo a mirar la luna-. Si no logramos hallar el salitre en una hora, nos iremos.

– Eso es cortar al ras. Aunque lo halláramos, tenemos que extraerlo. Luego molerlo hasta convertirlo en polvo, mezclarlo y probarlo. Después…

– Sé lo que debemos hacer, Mikil. Es mi conocimiento, ¿recuerdas?

– Sí. Tu sueño.

Él no hizo caso del comentario. Ella siempre había sido fuerte, la el de persona en quien él podía confiar que tomara su lugar en la dirección este ejército si alguna vez lo mataran.

– Si nos obligan a huir, ¿qué llegará a ser de la Concurrencia? -preguntó ella.

– Ciphus insistirá en la Concurrencia. La tendrá en uno de los de lagos si tiene que hacerlo, pero no la abandonará.

– Y con toda esa ridiculez de Justin haciendo estallar un conflicto, estoy segura de que será una Concurrencia para recordar -opinó Mikil susurrando-. Se ha estado hablando de un careo.

Thomas había oído los rumores de que Ciphus podría presionar a Justin para que debatiera y, de ser necesario, para sostener un combate físico por acto de rebeldía a la doctrina imperante del Consejo. Thomas había presenciado tres duelos desde que Ciphus los iniciara; le recordaron los combates al estilo de los gladiadores en las historias. Los tres usurpadores que perdieron fueron desterrados al desierto.

– Si no lo hay, yo podría desafiarlo -concluyó Mikil.

– La traición de Justin es la menor de nuestras preocupaciones en momento. Caerá en batalla como todos los enemigos de Elyon.

La joven dejó el tema y miró hacia el occidente, hacia el Bosque Intermedio.

– ¿Qué ocurrirá si las hordas se apoderan de nuestros lagos?

– Podemos perder nuestro ejército, incluso nuestros árboles, pero nunca perderemos nuestros lagos. No antes de que la profecía nos libere. Si perdernos los lagos, entonces nos convertiremos en moradores del desierto contra nuestra voluntad. Elyon nunca lo permitiría.

– Entonces lo mejor es que él llegue pronto -concluyó ella.

– Tal vez no recuerdes, pero yo sí. Él podría batir las palmas y terminar esto esta noche.

– ¿Por qué entonces no lo hace?

– Él sencillamente podría.

– ¡Señor!

Un mensajero.

– William lo llama. Dice que le informe que tal vez lo encontró.

***

– ¡AQUÍ! LO haremos exactamente aquí -exclamó Thomas agarrando el gran mazo con las dos manos y azotándolo contra la brillante roca. Una losa del barranco se desprendió.

Era traslúcido y salado, y fue William quien tuvo que hallarlo entre todos los que buscaban. Muy pronto sabrían si no era salitre. Thomas agarró un puñado de los fragmentos.

– Derríbenlo. Todo -ordenó y luego se volvió hacia William-. Trae el carbón y el azufre. Estableceremos aquí una línea para pulverizar la roca y la mezclaremos debajo de ese saliente. Pon mil hombres a hacer esto de ser necesario. ¡Quiero la pólvora dentro de una hora!

Corrió hacia su caballo y se montó en la silla.

– ¿Adónde vas, señor?

– A probar esta creación nuestra. ¡Demuélanlo!

Descendieron sobre los barrancos con ganas, golpeando con mazos de bronce, espadas y rocas de granito. Otros empezaron a desmenuzar el supuesto salitre en un fino polvo. Transportaron el carbón y lo molieron más allá de la línea. El azufre se endureció en los cuencos de bronce en que lo habían vertido. Los trozos eran fáciles de desmoronar.

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